y ebrio, toma cuarenta caballos y a rienda suelta galopa hacia Moville. Se le oye reír a la cabeza del cortejo bajo la lluvia. Cuando Finian abre la puerta de su monasterio, ve al otro parado ahí con cuarenta guerreros. Las pellizas son grises como la lluvia. Columbkill tiene la sonrisa del zorro y la mirada del lobo, tiende su mano abierta. Finian, sin una palabra, va a buscar el pequeño saco y se lo da. Cuarenta caballos salen a todo galope bajo el cielo negro.
En su tienda de guerra en Cul Dreimhne, Columbkill, tembloroso, desata el saco, toma el libro. Es macizo y dócil como una mujer. Es suyo como el ternero es de la vaca, como la mujer es del amante: del íncipit al colofón, es suyo. Quiere disfrutarlo lentamente, abre, acaricia, trashoja, contempla… y, de repente, ya no tiembla, ya no ríe, está triste, tiene frío, busca en el texto algo que ha leído y ya no encuentra, en la imagen, algo que ha visto y ha desaparecido. Busca mucho tiempo en vano: estaba ahí, sin embargo, cuando no era suyo. Todo parece haberse estropeado, haber cambiado, tan solo quizás el colofón se parezca a sí mismo, el colofón en que el monje Faustus pide que oren por él. Columbkill levanta la cabeza, escucha el estertor de los heridos y la alegría de las cornejas. Sale de su tienda, ha dejado de llover: también allá arriba, grandes trozos de azul viajan por encima del establo de la muerte. El libro no está en el libro. El cielo es un antiguo lugar azul bajo el cual estamos desnudos, bajo el cual lo que poseemos hace falta. Arroja el libro, arroja su pelliza y su espada. Toma el sayal, toma el mar, busca y encuentra un desierto en el mar espantoso de Irlanda: en la isla pelada de Iona, se sienta libre y despojado bajo el cielo, que a veces es azul.
LIGEREZA DE SUIBHNE
Los Anales de los cuatro maestros cuentan que Suibhne, rey de Kildare, gusta de las cosas de este mundo. Es un hombre simple. La felicidad simple y la simple alegría son para él. Es pesado y rugoso, con inservibles cabellos rubios sobre la cabeza como musgo sobre una piedra… y, de mente y alma, sin agudeza. Guerrea, come, ríe y, por lo demás, se parece al toro castaño de Cuailnge, que cubre cincuenta novillas por día. Fin Barr, el abad, sigue de cerca a este monolito y se esfuerza en recordarle que el más allá contabiliza incluso el grosor de un cabello. El grosor de alma es peor. Fin Barr vivió nueve años en la punta de un promontorio y nueve años más sobre el lago, en Gougane Barra, con las gaviotas y las cornejas: no es más que espíritu y manos de cristal. Curiosamente, ama a Suibhne, porque Suibhne es como un toro o una roca que quizás tenga un alma. Y Suibhne ama a Fin Barr, quien le hace sentir, además de todos los goces de este mundo, el goce de tener un alma.
El hermano de Fin Barr es rey de Lismore. En el mes de mayo, Suibhne toma las armas contra este rey vecino. El pretexto importa poco: lo que quiere Suibhne es la copa en la que bebe el rey, sus bueyes gordos y sus mujeres. También quiere estirar las piernas, cabalgar en la primavera. Ha pedido consejo a Fin Barr, quien ha dicho: «Los reyes guerrean entre sí, es la regla. Haz la guerra al rey de Lismore, puesto que él es rey. Pero si ganas, perdona la vida a mi hermano… que también es el tuyo, pues ¿no somos como hermanos, tú y yo?». Suibhne está de buen humor, lo promete.
Hace buen tiempo cuando parten. Tienen escudos claveteados y vainas pulidas. El ejército bajo el sol es un arroyo que brilla. Los perros de guerra corren detrás de las mariposas, Suibhne canta a voz en cuello; su caballo es grueso como él, esos dos juntos parecen una colina con musgo en la cima. Fin Barr también está feliz. La sangre late en sus manos de cristal. Se dice que, en el goce y el contento, el alma gruesa del rey es casi fina, clara en todo caso; y justo en ese instante el rey se vuelve, lo busca con la mirada, lo encuentra y le hace con la mano una seña muy delicada. «Vamos —piensa Fin Barr—, voy a salvar a este… y si salvo a este, las montañas también se salvarán».
Sobre la linde de los robledales de Killarney, las novenas del rey de Lismore se despliegan. Es de madrugada, el dulce aliento de los bosques. Sobre el más grande de los caballos, en medio de los más hermosos guerreros, con una pluma de cuervo en su casco, Suibhne ve a lo lejos al rey, su igual. En cuanto a Suibhne, es una pluma blanca la que lleva, pero por lo demás, lo mismo. Está feliz de que ambos reyes sean hermosos. Por encima, un gran silencio, una gran espera y el amanecer sobre el rocío de mayo. Se oye el primer cuco. Luego ya no se lo oye, pues Suibhne ha levantado su brazo y su gesto ha hecho nacer el trueno. Durante todo el día, paso a paso, alegremente, se acerca a la pluma de cuervo. A las cinco, las novenas de ambos están dispersas sobre el lindero, ya están cara a cara: se miran, ríen, retoman el aliento con una especie de alaridos. Al buen furor guerrero de Suibhne, de repente otro se mezcla. El rey con la pluma negra es como un retrato de su hermano, delgado y duro como él, pero con manos de hierro y no de cristal frágil: y esto, extrañamente, acrecienta el furor de Suibhne. Antes de que el otro, todavía riéndose, no haya levantado su escudo, le pasa su espada a través del cuerpo. Lo remata a punta de hacha.
Delante del cuerpo, su embriaguez decae. El alma de Suibhne se reúne con él.
Los cucos se responden a través del bosque.
En un claro, el rey está sentado sobre el musgo, desatado, grogui. Tiene la cabeza gacha. La levanta, Fin Barr está de pie frente a él. Suibhne lo mira como un niño culpable. Durante un buen rato, Fin Barr no dice nada; luego pronuncia las maldiciones. Para terminar, dice: «Tus únicos hermanos serán los lobos en lo profundo de los bosques. No tienes más alma que ellos». Fin Barr da media vuelta, Suibhne lo sigue como un perro. En el campamento, se sienta en el suelo, la cabeza obstinadamente gacha, pensativo.
Al caer la tarde, los soldados alrededor de las fogatas ven de repente al rey que se levanta y se interna en el bosque como un lobo. No regresa.
Nueve años pasan. Fin Barr, abad de Kildare, busca vigas para fortificar la abadía: en los robledales de Killarney, camina de tronco en tronco con sus lacayos. Miran hacia arriba, comparan, escogen. En la horcadura de un roble demasiado nudoso para ser madera de la que se hacen las vigas, Fin Barr ve, en medio de lo que ha tomado en un primer momento por una mata de muérdago, unos ojos risueños animarse y componer un rostro: es un hombre que levanta la mano y hace al abad un pequeño gesto delicado. Es el rey.
Salta al suelo. Tiene un cuervo sobre el hombro que de tiempo en tiempo, cuando el rey se mueve, aletea un poco; luego, muy seriamente, se alisa las plumas. Suibhne abraza a Fin Barr, ríe, lo acaricia… pero no puede responder a sus preguntas: ya no tiene verdaderamente el uso de la palabra. Sin embargo, parece hablar con su cuervo en una especie de jerigonza, a la que el otro responde en la jerigonza de los cuervos. Y cuando cesa este diálogo, el rey canta suavemente, casi sin parar. Parece prodigiosamente feliz y dedicado a su tarea feliz. Durante todo el día, sigue a Fin Barr y sus lacayos, detrás de ellos da saltitos como si él también fuera un cuervo. Cuando se detienen, les busca bayas y berro, que devora con la misma felicidad ávida que tenía para los manjares de rey, y el cuervo come de su boca. Los lacayos se divierten. Fin Barr está conmovido, acaricia esa bola de muérdago y plumas negras que fue un rey. Se dice que, después de todo, su rey no ha cambiado para nada. Al atardecer, sujeta largamente en su mano larga la gruesa mano, la suelta y Suibhne se va dando saltitos hacia el bosque, como si fuera a echarse a volar. No se volverán a ver antes de que sobre el uno y el otro llegue el ave de la Muerte.
Los Anales de los cuatro maestros dicen que el rey Suibhne, por efecto de la Gracia, se convirtió en ave; que debe sus plumas a los ángeles, que atrapa al vuelo la paloma y articula el verbo divino en la jerigonza de los cuervos; que es un santo y un loco, una cosa de Dios. Esta no es exactamente la opinión de Fin Barr, quien regresa a Kildare en el atardecer melancólico, sobre una carreta chirriante bajo el peso de los leños, con sus lacayos cansados, dormidos ya en el fondo del volquete. Fin Barr no sabe qué pensar. Está feliz de que Suibhne goce tanto del estado de vagabundo silvestre como de rey, que su alegría sea invencible y múltiple como la de Dios. Pero no puede determinar si esto viene del alma. Un pequeño leñador a los pies del abad habla dormido, dolorosamente, como si sufriera. Es presa de su alma. «¿Es el alma lo que hace gemir en la oscuridad? —piensa Fin Barr—. ¿O es lo que hace reír y bailar contra toda razón? Mi rey, que yo maldije, abrazó apasionadamente la única dicha que estaba a su alcance. Esto… ¿es ser un santo? ¿Es ser una bestia? ¿Es ser presa del alma o pasto para el cuerpo?». Dios lo sabe y los Cuatro Maestros, que son escuchados por Dios.
NUEVE