sencillez: el indio, todavía riendo, empuja a Joshua Klassen al pozo hondísimo, mientras Walter Lowen, desertando una vez más de su propia salvación, se sube de un salto al tractor y comienza a devolver a las fauces de la obra lo que le han usurpado durante toda esa jornada. Montón a montón, la tierra va cubriendo los gritos, primero iracundos, incrédulos, luego desmadejados, de Joshua Klassen
—Sacrificio es —dice el indio, mientras rocía su hoja de resina apetitosa sobre esa improvisada chullpa–. Tranquila estarás, Pachamama —parece que reza–. Sacrificio es —dice.
Elise no sabe qué significa esa palabra en español, “sacrificio”, pero no es su conciencia la que necesita entender, sino su corazón de chica. Ese corazón asustado que ahora la obliga, como un animal fiel, a estirar sus manos blancas y callosas y tomar puñados de tierra, con cuidadito, con furia, quebrándose las uñas. Mira esos puñados como si fuera la primera vez que entra en contacto con la consistencia granulosa de su materia y los arroja sobre el promontorio como una ofrenda propia, un ramito de flores sucias y preciosas. Por ella, por Leah Welkel y por Carolina. También por Carolina.
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