Nicholas Eames

Reyes de la tierra salvaje (versión española)


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La que te había prometido.

      Se disculpó, le dejó a Pip unas monedas de cobre por la bebida y dio lo que esperaba que fuese un último adiós a Pecas y Pelusa. Se abrió paso hasta la puerta y dio un largo suspiro cuando salió a la fría tranquilidad del exterior. Le dolía el cuerpo de estar sentado a la mesa, por lo que estiró la espalda y el cuello y alzó la mirada hacia las primeras estrellas que empezaban a divisarse en el firmamento.

      Recordó que el cielo nocturno lo hacía sentirse pequeño. Insignificante. Y que por eso había intentado alcanzar la grandeza, con la idea de poder algún día mirar la vasta extensión de estrellas sin sentirse abrumado por su esplendor. Pero no había funcionado. Apartó la mirada del cielo del atardecer y empezó a recorrer el camino de regreso a casa.

      Intercambió unas palabras con los guardias de la puerta occidental. Les preguntó si sabían algo sobre ese centauro que alguien había visto cerca de la granja de los Tassel, también qué tal había ido esa batalla del oeste y cómo les iba a esos pobres diablos que habían quedado atrapados en Castia. Cosas turbias. Muy turbias.

      Siguió el camino con cuidado de no torcerse el tobillo en los surcos. Los grillos cantaban en la hierba alta que crecía a ambos lados del camino; la brisa soplaba en los árboles que se alzaban sobre él y su murmullo recordaba al de la marea. Se detuvo a un lado del camino, junto a una capilla dedicada al Señor del Estío y tiró una insulsa moneda de cobre a los pies de la estatua. Después de unos pasos más y de un momento de titubeo, volvió atrás y tiró otra. Fuera de la ciudad el ambiente estaba mucho más oscuro, y Clay reprimió las ganas de volver a mirar al cielo.

      “Será mejor que mantengas los pies en la tierra y dejes atrás el pasado —pensó—. No te va mal y tienes lo que querías, ¿no es así, Cooper? Una hija, una esposa, una vida tranquila”.

      Llevaba una vida honrada. Una vida cómoda.

      Casi le pareció oír cómo Gabriel se burlaba de él.

      “¿Honrada? Las cosas honradas son aburridas —habría dicho su viejo amigo—. La comodidad es anodina”.

      Pero Gabriel se había casado mucho antes que él. Hasta había tenido una hija que a estas alturas ya sería toda una mujer.

      Y vio al fantasma de Gabe en un rincón de su mente, dedicándole una sonrisa con esa apariencia joven, fiera y gloriosa de antaño.

      —Fuimos grandes como gigantes —dijo—. Famosos. Y ahora...

      —Ahora no somos más que unos ancianos cansados —murmuró Clay a la soledad de la noche. ¿Qué tenía eso de malo? En su día se había topado con gigantes de verdad, y casi todos eran idiotas.

      A pesar del razonamiento anterior, el fantasma de Gabriel lo siguió durante la vuelta a casa, lo adelantó al tiempo que le guiñaba un ojo, lo saludó al acercarse a la valla del vecino y se quedó agachado en la escalera que daba a la puerta principal de su hogar. Pero el Gabriel que veía ahora no tenía nada de joven, no parecía particularmente fiero y tenía lo mismo de glorioso que un viejo tablón de madera atravesado por un clavo oxidado. De hecho, tenía un aspecto terrible. Se levantó y sonrió al ver que él se acercaba. Nunca había visto a un hombre con gesto tan triste en toda su vida.

      La aparición pronunció su nombre, un sonido que a Clay le resultó tan real como el canto de los grillos y como el susurro de la brisa agitando los árboles del camino. Y luego se le quebró la sonrisa y Gabriel, un Gabriel real y corpóreo, se derrumbó en sus brazos y empezó a llorarle en el hombro mientras se agarraba a él como un niño que tiene miedo de la oscuridad.

      —Clay —dijo—. Necesito tu ayuda... Por favor.

      2

      Entraron después de que Gabriel se recuperara de la impresión. Ginny se alejó de los fogones con los dientes muy apretados. Griff se acercó entre brinquitos, sin dejar de agitar su cola rechoncha. Le dedicó a Clay un olfateo somero y luego empezó a oler la pierna de Gabe como si fuese un árbol lleno de orín, algo que en realidad no estaba muy lejos de la realidad.

      Sin duda su viejo amigo se encontraba en un estado lamentable. El pelo y la barba eran poco más que una maraña y sus ropas, unos andrajos mugrientos. Tenía las botas llenas de agujeros, y del cuero estropeado de la parte delantera sobresalían unos dedos gordos y sucios. No dejaba de mover y retorcer las manos o de tirar abstraído del dobladillo de su túnica. Pero lo peor de todo eran sus ojos. Los tenía hundidos en un rostro macilento, impasible y turbado, como si, mirase donde mirase, solo viese cosas que no deseara ver.

      —Griff, ya basta —dijo Clay.

      Al oír su nombre, el perro alzó la negra cabeza de ojos ansiosos y lengua rosada y colgante. Griff no era la criatura más agraciada del mundo y servía para poco más que lamer comida de un plato. No sabía arrear un rebaño de ovejas ni hacer salir de su escondite a un urogallo, y era probable que si alguien allanaba la casa fuese más propenso a traerle las pantuflas que a echarlo. Pero Clay no podía evitar sonreír al verlo (sí, era así de adorable, el muy cabrón) y eso era lo que importaba de verdad.

      —Gabriel —dijo Ginny al fin después de la sorpresa.

      No se movió de donde estaba. Tampoco sonrió ni se acercó para darle un abrazo. Gabriel nunca había llegado a importarle demasiado. Clay pensó que seguro que culpaba a su viejo compañero de banda de todas las malas costumbres (las apuestas, las peleas, el exceso de bebida) que ella había intentado hacerle olvidar durante los últimos diez años, y también de las otras malas costumbres (masticar con la boca abierta, olvidar lavarse las manos, estrangular a gente de vez en cuando) que aún no había conseguido quitarle.

      También recordaba las pocas veces que Gabe había ido a su casa en los años transcurridos desde que lo dejó su esposa. Cada una de aquellas veces venía con un gran plan bajo el brazo, maquinaciones para volver a reunir a la vieja banda y recorrer otra vez los caminos en busca de fama, fortuna y aventuras sin duda imprudentes. Decía que al sur había un pueblo que necesitaba ayuda con un draco devastador, o que había que vaciar una madriguera de lobos del bosque Plañidero, o que una anciana de un lejano rincón del reino necesitaba ayuda para recoger la ropa de la colada y que ¡solo los mismísimos Saga podían socorrerla!

      Clay no necesitaba sentir la dura mirada de Ginny clavada en su nuca para rechazar ese tipo de ofrecimientos ni para darse cuenta de que Gabriel echaba de menos cosas que nunca volvería a tener, como un anciano que se aferra a los recuerdos de los mejores años de su juventud. Eso era justo lo que pasaba, pero Clay sabía que la vida no funcionaba de esa manera. Sabía que no era un círculo que te obligara a recorrer el mismo camino una y otra vez. Era más bien un arco con una trayectoria tan inexorable como la del sol al surcar los cielos, destinado a empezar a caer justo cuando se encuentra en el momento álgido y más resplandeciente.

      Clay parpadeó al darse cuenta de que había empezado a divagar. Le pasaba a veces, y le habría gustado saber expresar mejor esos pensamientos. De saber hacerlo, habría parecido un listillo de cuidado, ¿verdad?

      En lugar de eso se quedó con rostro embobado mientras el silencio entre Ginny y Gabriel se prolongaba de manera muy incómoda.

      —Pareces hambriento —dijo ella al fin.

      Gabriel asintió sin dejar de retorcerse las manos con inquietud.

      Ginny suspiró, y luego su amable, encantadora y maravillosa esposa le dedicó una sonrisa forzada y volvió a coger la cuchara de la cacerola que había estado vigilando justo antes de que llegaran.

      —Siéntate —dijo por encima del hombro—. Te daré de comer. He hecho el plato favorito de Clay: estofado de conejo con champiñones.

      Gabriel parpadeó.

      —Clay odia los champiñones.

      Clay se apresuró a responder al ver cómo Ginny se envaraba.

      —Eso era antes —dijo con tono jovial antes de que su temperamental, mordaz y aterradora esposa se volviese y le abriese la cabeza a Gabriel con la