un tratamiento ad hoc: por ejemplo, el sirviente habla del incesante monólogo de su amo, una de las amigas de este menciona la costumbre que tenía de mirar el piso a cada rato como si siguiera el movimiento de algo y, sobre todo, cuando el filósofo acude a su casa por vez primera y se engolfa leyendo un libro que no es otro que el original latino de los Arcanos celestiales de Emanuel Swedenborg (aquel polígrafo dieciochesco que tanto desesperó a Kant porque pretendía haber descubierto la manera de comunicarse con los espíritus siderales), alza de pronto la vista y ve en un espejo que tiene al clérigo a sus espaldas “con un semblante tan sombrío y salvaje que a duras penas lo hubiese reconocido”. Entre este semblante y el de un simio auténticamente diabólico no hay mucha diferencia, de suerte que el lector no puede menos que compartir la opinión del narrador acerca de la naturaleza del mal que aquejaba a la víctima, que sería el fruto de una involuntaria toxicomanía, de una vocación espiritual mal llevada y, además, de una casa rodeada de árboles, la sombra de cuyas ramas al mecerse da la impresión de un ser que se mueve dentro de la habitación. O sea que la figura, que en principio parecía insignificante, se desdobla en los factibles trastornos fisiológicos y emocionales, en la influencia de un entorno doméstico y, por último, en la del círculo de amistades en el que no hay modo de encontrar comprensión para uno. Por lo que la fuerza de la alucinación o de la aparición (según se vea) la da la capacidad de la figura para desplegar un sentido cuya ambigüedad nunca se resuelve en un mundo social que, por el contrario, establece límites insalvables para lo que uno puede compartir con quienes dan por sentado que un clérigo amante del saber está por definición por encima de cualquier trastorno mental o tiene el temple indispensable para lidiar con él sin llegar al terrible extremo del protagonista. O sea que lo que desde un punto de vista puramente objetivo resulta un sí es no es previsible o convencional, en el género de terror (la típica aparición que ronda a alguien) se convierte en el hilo conductor de una historia en la que, a pesar de su absoluta disimilitud teórica, terminan por confundirse estados de ánimo francamente patológicos con la intuición a un cierto orden cósmico del que el hombre participa, que en este caso, sin embargo (aquí sí contra Kant), no sería el de la “conformidad a fin sin fin” sino el de una protervia que nos arrastra sin que haya ninguna forma de resistirla. Gracias, pues, a cómo la desproporción entre el sentido empírico y el estético se convierte en la de un género como el terror y la comprensión de que lo trágico no solo se revela en la grandiosidad del destino sino se insinúa al menos en fenómenos que prima facie se reducen a lo patológico o más bien a lo patético, la historia se proyecta por encima de su contenido y alcanza un sentido en verdad filosófico al par que literario. Pues lo que en todo esto resalta es cómo la figura antropomórfica da incluso para que en el peor de los casos aparezca como encarnación de lo irracional y haya que replantear el sentido de la realidad, máxime cuando por las condiciones de la época no es ya posible apelar a la existencia de un mundo trascendente en el que lo diabólico se justificaría pues finalmente tendría que someterse a lo divino (y de ahí el sentido casi irónico de la mención del opus magnum de Suedemborgo).
El siguiente ejemplo que quiero elucidar nos lo provee Lovecraft con su célebre narración “El horror de Dunwich”:47 en el pueblo homónimo (perdido en una de por sí recóndita región de Massachusetts) y en una de esas familias que siempre se mantienen aisladas dentro de la comunidad por más pequeña que esta sea y cuyos miembros siempre tienen algo de anormal, un año antes del estallido de la Primera Guerra Mundial nace Wilbur, el hijo de una madre soltera que se desarrolla física y mentalmente con una precocidad tan monstruosa como su caprino aspecto. Cuando apenas tiene trece años ya es un adulto que vive solo (pues su madre y su abuelo han desaparecido sin dejar huella) y visita la ciudad de Arkham en busca de un ejemplar del Necronomicon, un antiguo libro de esoterismo que el bibliotecario de la universidad, el doctor Armitage, se niega a prestarle. Meses después, Wilbur se mete a la biblioteca de noche, muere por el brutal ataque de un perro guardián y Armitage descubre que, en efecto, no tenía nada de humano: “La cosa […] dejaba fuera todas las otras imágenes por el momento […] No podría visualizarlo vívidamente nadie cuyas ideas de aspecto y contorno se ligaran estrechamente con las formas de vida normales de este planeta y con las tres dimensiones conocidas”. Aunque de la cintura para arriba era antropomórfico, de ella para abajo más bien parecía un híbrido de pulpo y macho cabrío. A partir de la muerte de Wilbur, la que era su casa se llena de ruidos y un hedor infernal se esparce por toda la comarca hasta que tras una noche en que parece que ha llegado un ejército a invadir los bosques aledaños pues el escándalo es aterrador se descubre que la casa ha volado y que hay huellas de un ser descomunal entre ella y un barranco: “razón, lógica e ideas normales de motivación se confundían”. Por ataques posteriores, los comarcanos terminan por darse cuenta de que anda por ahí un ser gigantesco pero invisible ante el que están inermes, lo que desata la angustia. Por su parte, y con gran esfuerzo, Armitage traduce un diario que Wilbur llevaba y descubre que era un ser que pertenecía a otro mundo y que tenía un medio hermano, que es el ente que anda suelto y al que podría destruírsele con unos ensalmos que los mismos libros de Wilbur le enseñan. Con la ayuda de dos amigos, Armitage acorrala al engendro en lo alto de una montaña mientras en el valle los aterrados habitantes de la región aguardan. Cuando los tres finalmente bajan, Armitage informa que ya no hay nada qué temer y concluye por aludir al monstruo: “Era… bueno, era en su mayor parte una especie de fuerza que no pertenece a nuestra parte del espacio, una especie de fuerza que actúa y crece y se informa por leyes distintas a las de nuestra naturaleza”.
A reserva de la magistral tensión en la que esta narración lo mantiene a uno de principio a fin y que es la causa directa de su justísima fama, hay que señalar que la configuración misma de la fuerza que encarna en los dos hermanos no alcanza la concreción que hemos visto en el ejemplo anterior. ¿Por qué? Porque un ser como Wilbur difícilmente habría menester de antiguos libros de esoterismo para dar libre curso a una violencia que le era congénita o para ayudar a que su medio hermano ejerciera la suya. Por otro lado, su cadáver muestra tal deformidad que hubiese sido imposible que la ocultara por tantos años, aun si el contacto que tenía con los demás era prácticamente nulo, lo que se echa de ver también en el hecho de que un perro guardián, por más bravo que fuese, haya podido matarlo como si fuese un individuo de talla media. Lo monstruoso, por así decirlo, no termina por distinguirse de esa brutalidad física o psicológica que se observa en cualquier persona que vive sola en parajes donde la naturaleza aplasta cualquier espontaneidad. Y si de eso pasamos a su hermano, la contradicción entre la fuerza y la corporalidad es aún mayor, pues se nos dice que tenía una consistencia gelatinosa aparte de ser invisible, lo que si por un lado agrega un detalle espantoso (hay un enemigo a un paso de uno y no hay manera de verlo) no cuadra con un ser de tamaño gigantesco que lejos de tener que pasar desapercibido aterraría a cualquiera que lo viere. Lo descomunal, que en Moby Dick se hace visible para fulminar a Acab y a la tripulación, aquí se oculta en los bosques o sale de noche mas por extraño que parezca a la hora de la hora no cobra vidas y tampoco se ceba en la consciencia de alguien como ocurre en Té verde, pues aunque todo mundo muere de miedo no hay nadie que en algún momento hable al respecto y la emoción se queda en un plano relativamente abstracto, cosa que explica además que no llegue a haber ese extremo de horror psicológico o hasta metafísico que el ente a todas luces exige. Y estas contradicciones explican, por último, que la salvación sea obra respectivamente o de los servicios de vigilancia bibliotecológicos o de ciertos especialistas que tampoco dan la talla para salvar al mundo de un par de demonios como los que se nos describen, pues para ello tendrían que tener una espiritualidad que jamás se encontrará en un medio académico. De hecho, aunque Armitage quizá a primera vista recuerda al “filósofo médico” del cuento de Sheridan Le Fanu, en realidad se opone al tipo que él encarna pues en este caso se trata de alguien que tiene una visión auténticamente crítica del mundo que le permite vincular distintas formas de saber y aplicarlas a la resolución de problemas que al menos desde cierto ángulo serían simplemente mentales, mientras que en el de Armitage nos las hemos con una híbrido entre el erudito, el científico y el sabio que resulta muy extraña.
Sin en nada demeritar la obra de Lovecraft, lo que persiguen mis comentarios es subrayar la extrema dificultad que hay en todo proceso de configuración que en lugar de retomar las condiciones naturales en las que se define un fenómeno (como la cerrazón de una comunidad