las haya creado en cierto momento, lo cual parecerá tal vez contradictorio en vista del horizonte fenomenológico en el que me he ubicado desde un principio, a saber, la unidad espaciotemporal de la vivencia sin prestar atención a las circunstancias empíricas de su gestación. Mas creo que esta contradicción es solo aparente, pues si leo una obra en la que se habla de un monstruo sin mayor precisión temporal y sin que sepa yo nada de cuándo se ha escrito, la lectura se hará ciertamente difícil porque no lograré fijar la imagen respectiva a menos que se mencione, por decir, que el viento ha apagado la bujía que lleva la víctima al entrar a la habitación donde está el monstruo y entonces supondré que o está en un sitio donde no hay electricidad o que acaba de irse la luz y por eso recurre a la bujía para alumbrarse o, de plano, que la historia tiene lugar antes de la invención de la bombilla en 1878. Sea como fuere, la concreción espacial en todos estos casos suplirá sin mucha dificultad cualesquiera lagunas en la temporalidad: si sé que la víctima está en un castillo recóndito, puedo pasar por alto relativamente que esté en 1918 o en 2018 aunque en definitiva no sea igual imaginármela como una joven lectora de Nietzsche y crítica de la moralina victoriana que no puede pedir auxilio porque el teléfono fijo se ha descompuesto que como una joven lectora de Foucault y crítica de la falocracia que no tiene acceso a internet; de todos modos tendrá que gritar al sentir las garras del monstruo que saltará sobre ella un instante después, por lo que puedo pasar, reitero, por alto la determinación cronológica. Y al poner este ejemplo extremo hago hincapié en que me refiero a la espacialidad que fija la obra en la época de su autor cuando por las razones que quiera este no ha situado el relato en un horizonte temporal, horizonte que, que, sin embargo, también se estructurará de acuerdo con el espacio. Ya hemos advertido que en las convenciones escenográficas de la tragedia la irrupción del elemento fatídico se da a costa del encuadre empírico de la vivencia y ahora puntualizamos que desde una perspectiva estética eso refleja la primacía del espacio respecto al tiempo, pues en unos cuantos minutos ocurren quién sabe cuántas cosas que por lo común hubiesen exigido mucho más tiempo para concatenarse. Para conjurar el factible desajuste temporal es imprescindible, pues, que el espacio se defina como de hecho lo hace en el teatro gracias al escenario o en la novela gracias a la división en escenas que se articulan desde espacios sui generis, por no hablar de la plástica en general donde cualquier forma de proyección temporal tiene que pasar por la determinación espacial, sea incluso la del cuadro como objeto físico en el que se plasma la configuración: “la pintura separa de modo activo el tema de las condiciones bajo las cuales las cosas de ese tipo se perciben por lo común”.51 Todo lo cual, por supuesto, hay que tomarlo con una pizca de sal ática, pues como nos lo enseña la reducción fenomenológica, en la vivencia ambas determinaciones se entrelazan de extremo a extremo y de principio a fin, al punto de que cuando uno evoca algo tiene que conformarlo espacialmente para que sea más intenso. Mas como en cualquier clase de fenómeno hay ciertos matices que deben tomarse en cuenta, conviene enfatizar que en lo estético (justamente por la necesidad de contar con una base para compartir trascendentalmente la configuración al margen de las innúmeras divergencias psicológicas que hay ya no digamos entre dos personas sino incluso entre dos dimensiones expresivas de una sola consciencia) lo espacial priva sobre lo temporal y no al revés (aun en el caso de la literatura, como lo hemos mostrado en el ejemplo de Los sauces, en donde sin el paisaje y la perturbadora reiteración de los arbustos que en él se enraízan no habría historia que narrar).
Con esto llegamos directamente al último tema que queremos tratar en este capítulo, a saber, el del elemento que permite que un proceso de configuración se inscriba en esa curiosa comunidad de sentido que se llama tradición, que es un término que ya ha aparecido en estas líneas y que volverá a hacerlo muchas veces en lo que sigue. En principio, “tradición” es uno de esos conceptos que todos empleamos en el sobreentendido de que sabemos a qué nos referimos pero que a la hora de la verdad resulta confuso porque se les interpreta de los modos más diversos, por no decir arbitrarios. Tal como lo manejaremos aquí, el término designa la manera en la que la relación de una obra con otra crea una serie de posibilidades expresivas incluso anacrónicas o retrospectivas que darán sentido a cada una de ellas aun cuando haya una distancia a veces abisal entre las dos.52 A diferencia de la mera transmisión o incluso de las influencias más o menos convencionales o circunstanciales, la tradición implica que una obra o un proceso de configuración solo son concebibles como la respectiva profundización de lo que en una obra anterior se ha planteado en cualquier plano del aparecer (v.gr., en lo espaciotemporal, en lo cromático, en lo afectivo o hasta en lo anecdótico). Como es obvio, la obra que da pie a la profundización no tiene que conocerse de modo objetivo aunque sí formará un “horizonte de comprensión” a partir del que cada artista o persona desarrollará la suya: el ejemplo clásico de esta profundización nos lo da, sin lugar a dudas, el propio Homero, quien funda la tradición occidental en el sentido que ahora la enfocamos cuando en el canto VIII de la Odisea interpola la narración de la disputa de Aquiles y Ulises y hace que este llore en medio del festín de los feacios al recordar lo que nos cuenta la Ilíada; lo que en el curso de esta última es un incidente más, al aparecer en el canto del aedo se totaliza y entonces el héroe ve su disputa en retrospectiva como una unidad vivencial que a su vez da sentido a su larguísimo periplo. Otro ejemplo en la génesis misma de la tradición es el de Sófocles, que en su extraordinario Filoctetes retoma también la obra homérica para singularizar el destino del héroe epónimo a quien sus compañeros han abandonado en una isla por consejo del propio Ulises: eso que es un hecho bárbaro, sí, pero como otros muchos de la guerra, en la obra de Sófocles se convierte en una atrocidad que debe repararse antes de que los aqueos conquisten Ilión. Lo cual muestra que la serie de acciones que nos presenta la epopeya, según ha visto con extraordinaria perspicacia Aristóteles, pasa a una concepción personal de lo humano que se refundirá en la del cosmos gracias al sentido filosófico de lo trágico.53 Y si de este ámbito artístico y hasta metafísico pasamos a la función sociocultural de la configuración allende el terreno del arte, también hay formas que uno reivindica simplemente porque confirman su pertenencia a una familia o a una institución y actualizan una identidad que de otro modo sería abstracta o convencional: por decir algo, en mi familia es tradición que el primogénito lleve siempre el nombre de su padre. Con todo, este sentido personal de la tradición es relativo, pues no hay ni suficiente distancia temporal ni trascendencia cultural como para verificar que lo que haya fundado la tradición sea capaz de mantenerla un largo tiempo (a menos que uno sea miembro de una estirpe que se remonte a no sé cuántos siglos atrás, cosa bastante difícil en el anónimo mundo sociohistórico actual). De ahí que el verdadero sentido de la tradición se perciba en la cultura a través de un tiempo que debe abarcar al menos varias generaciones, en el que la revelación de un elemento estético (como la tensa relación entre lo divino y lo humano tal como la plantea la epopeya) da pie para la exploración en las diversas actitudes con las que se le vive (como lo hace ver mejor que nada la contradictoria expresividad del héroe trágico, Filoctetes en concreto). O sea que el despliegue de las emociones no tendría mucho sentido en la tragedia si no fuese porque esta hereda un encuadre mítico de la epopeya que ahonda y singulariza por medio de una psicología sui generis cuyo alcance filosófico solo después de Nietzsche hemos aquilatado. Por otra parte, hay que mencionar también que en la esfera de la cultura la tradición tiene un doble sentido que conviene tener claro pues si no puede ocasionarse una gran confusión: en principio, el término se refiere a una transmisión orgánica o ideal de las formas y los sentidos de una obra a otras, que es a lo que nos hemos referidos líneas atrás al hacer hincapié en la función artística como motor de la comprensión filosófica acerca del hombre; con independencia de este sentido, sin embargo, el término tiene otro, crítico e historiográfico, que por su parte se refiere a dos períodos que no tienen nada que ver entre sí: en primera, a la continuidad ideal de la que acabamos de hablar, que más o menos abarca en Occidente del mundo grecolatino a los albores del siglo XIX en que irrumpe en el terreno de la cultura europea el credo romántico que preconiza la originalidad de cada obra a costa de cualquier posible relación con un pasado; en segunda, a la paradójica relación con el romanticismo que hacen patente todas las formas de expresión artística que se han sucedido a lo largo de los dos últimos siglos hasta nuestros días. En efecto, aunque artistas como los que hemos analizado a lo largo de este capítulo y como los que analizaremos en los