Eusebio Ruvalcaba

96 grados


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      Cada semana le llevo una flor.

      ¿Y a quién echarle la culpa sino a mí? Debí haberme dado cuenta a tiempo. Debí haberlo previsto. La razón por la que estoy aquí ha pasado a segundo plano. No tiene ninguna importancia.

      96 grados

      Y si mi mujer me quiere matar? No sería nada difícil. Le he sido infiel un millón de veces, y soy un alcohólico irredento. Me puede enterrar mi navaja de cazador, o cualquier cuchillo de cocina, o deshacerme la cabeza a martillazos cuando esté dormido.

      Si no me mata ella, yo la mato.

      Bebo sin que se percate. Nada más para no tener encima sus gritos. Quisiera saber si se da cuenta. Seguro que sí. Sólo una copa.

      Cualquier cosa que beba siempre habrá de estar helada. Porque sigo mis reglas. El congelador lo tengo atiborrado de botellas. Los pleitos con mi mujer son constantes. No porque deje yo de beber, sino porque odia que invada sus espacios, que van desde el congelador hasta la recámara —donde tengo alguna botella de reserva—, y más allá, hasta el garage mismo. La casa toda. De la que se ha ido apropiando como una rata de su madriguera.

      He envejecido. Lo que quiero decir es que mi rostro, de ser blanco y aduraznado, se ha tornado rubicundo, chapeado como un tomate. No me importa gran cosa, porque a pesar de esta cara que revela ser portadora de un alma proclive a los excesos, a pesar de eso, las mujeres se siguen acercando a mí. Desde luego eso mi esposa no lo soporta. Cuando vamos a comer a un restaurante, lo primero que hace es pasar lista a la concurrencia. Pobre de mí si hay alguna mujer guapa a la redonda, porque entonces me obliga a que me cambie de lugar. Esto no me ocasiona mayor problema, lo que no aguanto es que apenas pido mi aperitivo derrama encima de mí sus insultos y procacidades, y delante del capitán para acabarla de amolar. Generalmente los hombres son empáticos, y todo tienen menos sorna en los labios; quizás en la cocina se burlen de mí, pero su solidaridad me hace sentir bien. Estoy seguro que muchos de ellos viven situaciones semejantes.

      Me he vuelto, pues, maestro en el arte del engaño. Que no se de cuenta. Si hubiera tenido hijos, les habría podido enseñar eso. Pero me voy a morir en blanco. Sin hijos, cualquier cosa se la acaba llevando el diablo. Hay que tener una gran meta en la vida, que sustituya la carencia de hijos. Como yo ahora. Que he decidido mi golpe maestro, algo que me saque del abatimiento en el que se ha convertido mi vida.

      Matar a mi esposa. Dame fuerzas, Dios mío.

      No soporto su dictadura. Todos los días se esmera en destruirme. Soy como su sparring, que conmigo se desquita de todas sus frustraciones, su ira, su estulticia.

      La mataré porque de no hacerlo acabará corriéndome de mi propia casa. Es una arpía. Mi única pasión es ver su cuello cercenado por mi navaja de cazador. Pero esta pasión me tiene sumido en la más terrible desesperación. Ya no duermo. No como bien. Escucho su voz, sus risotadas burlándose de mí apenas intento conciliar el sueño, o cuando quiero ver la televisión, o de plano no hacer nada. Incluso he pensado que ella es la culpable de mis achaques: calambres, chasquidos en la mandíbula, reumas. Entre más tiempo pasa, más se agudizan mis males. Con ella muerta, volvería a ser un hombre vigoroso.

      Naturalmente que me pregunto cómo matarla. Como ya lo dije, partiéndole el cuello en dos. Sorprenderla de espaldas y sesgar su yugular. Como ella lo haría conmigo si no estuviera yo más alto. He reflexionado los peros de este crimen. En primer lugar, que la policía daría conmigo en forma instantánea: si huyo, por huir, y si no huyo porque no sería capaz de resistir un interrogatorio; me botaría de la risa a las primeras de cambio: ¿cómo podría mantener la sangre fría? Nada más de recordar la sangre escurriéndole a borbotones mientras me estuvieran interrogando, sería imposible conservar el control. Ni siquiera tendrían necesidad de preguntarme ¿usted la mató?

      También podría estrangularla, o llenar de agua la tina y ahogarla. Pero aquí el problema es que tendría que mirarla de frente, y esa mirada se constituiría en mi pesadilla. Estoy seguro. La odio a muerte. Ha hecho de mí un guiñapo, pero no quiero que su muerte se convierta en un símbolo de terror para mí. Que me quite el sueño. Soy un cobarde, y de ninguna manera soportaré sus ojos mientras pasan de la vida a la muerte. Dicen que esa expresión es diabólica. Y que si eres cobarde mejor ni lo hagas. ¿Que me acompañen hasta el último día de mi vida? Jamás. Por cierto, hace siglos que no he visto mi navaja. Necesito pulirla. Sacarle filo. Cachondearla. ¿Dónde estará? ¿Y si ella la tomó? ¿Si me quiere hacer lo mismo? No le daré la espalda.

      Ya escuché el motor de su automóvil. Lo está metiendo al garage. ¿Y mi navaja?

      Bajo el cielo gris

      Me paladeo la comida en la fonda de doña Lidia. Trabajo en la Secretaría de Hacienda. Mi jornada es de nueve de la mañana a seis de la tarde, con una hora para comer. Cosa que hago a las dos. Mi centro de trabajo está rodeado de fondas. Las he probado todas. Sin duda, la mejor es la de doña Lidia. El único problema es el cupo. Siempre está lleno. Híper lleno. Así que es de lo más común que un desconocido ocupe un lugar en tu mesa. Luego de musitar un vulgar conpermiso, ¿puedo?

      Digo que es de lo más común, pero yo aborrezco que eso me pase a mí. Como ayer. Empezaba a comer, cuando escuché la voz de alguien: disculpe, ¿el señor se puede sentar aquí? Preguntó como cualquier cosa. Y como cualquier cosa yo dije sí. ¿Me ayuda, por favor?, pidió el hombre que estaba a punto de sentarse. El otro ya se había ido. Ayudarlo a qué, maldije para mis adentros. Interrumpí mi crema de calabaza y me volví a mirarlo. Diablos. Se trataba de un ciego. No podía creerlo. Pero en efecto iba a sentarse. Nunca lo había visto en los alrededores. Caminando por ahí. Entrando a la Secretaría. O a una fonda. Qué sé yo.

      Extendió la mano en un evidente gesto de buscar mi apoyo. De mala gana me puse de pie, lo conduje hasta la silla, y me volví a sentar.

      —¿Puede llamar a la mesera?, ¿es mesera verdad, o mesero?

      No contesté nada. Pero sí le hice la seña a la mesera de que se aproximara.

      Se aproximó. Y le tomó la orden al ciego.

      —¿Hay pan? —preguntó. Pero cometió la imprudencia de buscarlo él mismo. Su mano tropezó con la salsera. La viscosa masa roja se regó estrepitosamente embarrando todo alrededor. ¡Carajo!, exclamé yo.

      Él se disculpó cien veces. Perdón, perdón, tiré la salsa, ¿verdad? Sí, repliqué. Con un tono de voz muy lejano de la amabilidad. Ya, ya, alcancé a decir.

      —Aquí está su sopa de verduras—le dijo la mesera. Indicándole exactamente dónde la había dejado. Apenas se asombró cuando vio la salsa derramada. La limpió enseguida. De muy buen modo.

      Él tomó la cuchara y la hundió en la sopa. Dio un gran sorbo. Está rica, sentenció. Mientras un hilillo de caldo resbalaba por sus comisuras.

      —Mejor directamente del plato —se dijo a sí mismo.

      Entonces, y con sumo cuidado, sacó la cuchara, tomó el plato como si fuera una jícara, y se lo llevó a la boca. Esta vez el sorbo fue estridente. Si con la cuchara se escurrió un hilillo de caldo, ahora su boca semejó un torrente. Me sorprendió su tolerancia a la sopa, que según yo estaba hirviendo.

      Los presentes en torno se volteaban a vernos. Algunos se apiadaban. Otros no podían evitar la risa. De pronto, una señora —tan obesa que apenas cabía en su silla— se puso de pie en una mesa vecina. Traía una servilleta en la mano. Se fue acercando como si fuera la estrella de un desfile. Llegó hasta nosotros y le limpió la boca. Me miró con odio.

      —Ya, mi niño, ya —le dijo. Quien le agradeció el gesto con palabras empalagosas.

      —¿A poco cuesta mucho trabajo hacer esto?, ¿no se da cuenta que este hombre es discapacitado? Pero hay un Dios —dijo con un tono de reclamación tan ensordecedor que todo mundo se volvió