estaba bastante claro. Así que apreté los dientes y seguí pedaleando. El pelotón llegó a meta con victoria de Cavendish. Pero yo tenía a mi lado decenas de motos de fotógrafos y cámaras de televisión, coches de invitados… Nadie quería perderse mi heroicidad. Todo eso estaba muy bien, pero ninguno empujaba la bici. Solo yo podía hacerlo y cada vez estaba más cansado. Mi visión empezaba a no ser demasiado buena. Me costaba mantener los ojos abiertos y sentía que los brazos me colgaban como vigas de acero. Aquello se estaba poniendo cuesta arriba. José Luis venía cada dos minutos con el coche a animarme, me iba dando referencias, me pasaba algún gel y golpeaba con fuerza la puerta del coche. Por un momento empecé a soñar que estaba peleando por ganar la etapa. Necesitaba engañarme con mentiras e ilusiones que me hicieran no arrojar la toalla. En el fondo, necesitaba refugios mentales para huir de la realidad: estaba lleno de heridas, golpes y dolores y mis reservas físicas hacía muchos kilómetros que habían quedado vacías.
Dejé de pedalear a tres kilómetros para la meta. Había explotado. Estábamos en mitad de un repecho a la salida de la autovía y camino de la avenida principal de la ciudad. Ya se intuía el final. Pero mi cuerpo no daba más de sí. Estaba muerto. No podía seguir pedaleando. José Luis se dio cuenta de mi situación y se lanzó como un loco con su coche.
—Vamos, vamos… No te puedes parar ahora.
«No puedo más», le dije con un gesto de la cabeza. Pero José Luis no iba a aceptar un no por respuesta.
—No, no. Ahora no puedes parar. No me jodas. Has sufrido un huevo y hay que llegar a meta. Son cinco minutos más. Cinco. Vamos, vamos…
En el asiento trasero venía Tomás, el mecánico. Había sacado el cuerpo entero por la ventanilla y me estaba gritando como un loco. José Luis cogió un gel y un bidón. Me los dio mientras me susurraba:
—No lo sueltes. Cógelo con fuerza.
La remolcada fue brutal y se prolongó durante muchísimos metros. El coche me llevó en volandas hasta la cima del repecho. En el camino, empezamos a escuchar el silbato del juez árbitro, señal inequívoca de que debíamos detenernos en nuestra actitud. Al parecer, le habíamos pillado un tanto despistado y tardó en comprender lo que estaba pasando ante sus ojos: José Luis había decidido que yo iba a subir el repecho con su ayuda. O tal vez el juez árbitro era compasivo con mi esfuerzo y no quiso hacernos la advertencia hasta que ya estábamos casi arriba. De todos modos, no hicimos caso hasta completar el objetivo. Entonces, ya arriba, José Luis soltó el bidón y yo lo metí dentro del portabidones. Sabía que estaba prohibido el avituallamiento en los kilómetros finales de una etapa y, sobre todo, estaba prohibido que te remolcasen. Tanto mi director como yo teníamos claro que aquello nos iba a costar una multa e, incluso, era posible que nos sancionaran con tiempo. Pero cuando vas camino de perder media hora, es lo único que no te preocupa. Y las multas jamás han arruinado a un equipo o a un ciclista.
Al ver el triángulo rojo del último kilómetro, sonreí, apreté los dientes y volví a pedalear con energía. Curiosamente, no recuerdo absolutamente nada de ese kilómetro final. Estaba fuera de mí. Exhausto. Destruido. Llegué a meta y apenas tuve la clarividencia necesaria para ver que me había dejado 39 minutos. Debía ser suficiente para seguir en carrera. Tampoco me importaba. Allí estaba esperándome mi novia, Clara Pellicer. No supe muy bien cómo había podido acceder hasta allí, pues ella no tenía credencial. Pero me esperaba en meta, al igual que un montón de cámaras. Todos deseaban reflejar el momento del héroe anónimo que llega al final del camino y al que espera una mujer tan bella como Clara. Frené la bici y a duras penas conseguí no caerme. Uno de los masajistas estuvo hábil para sujetarme. Clara se abalanzó sobre mí y con mucha precaución, me dio un beso tan eterno como dulce. Ella estaba llorando por la emoción. Yo, también. Por un segundo, por un solo segundo, todos los dolores desaparecieron.
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