William Le Queux

El tesoro misterioso


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      —Pero recuerde, Mabel, que no existe prueba alguna de que se haya cometido un crimen. Ambos médicos, dos de los mejores de Manchester, han declarado que la muerte se ha producido debido a causas enteramente naturales.

      —A mí no me importa nada de lo que ellos digan. La bolsita que mi pobre padre cosió con sus propias manos, que durante todos estos años pasados guardó tan cuidadosamente, y que por algún motivo extraño no quiso depositarla en ningún banco o en una segura caja de hierro, ha desaparecido. Sus enemigos se han posesionado de ella, como yo tenía la certeza de que lo harían.

      —Recuerde que él me mostró esa bolsita de gamuza, la primera noche que nos conocimos—le dije.—Me declaró entonces que lo que en ella se encerraba le daría fortuna... y ciertamente que ha sido así—añadí, paseando la mirada por el magnífico salón.

      —Le dio riquezas, pero no felicidad, señor Greenwood—respondió tranquilamente.—Esa bolsita, cuyo contenido jamás vi, ni supe lo que era, la llevó siempre consigo, ya en su bolsillo, ya pendiente del cuello, desde que vino a su poder, muchos años ha. En todos sus trajes tenía un bolsillo especial para guardarla, y de noche la colocaba en un cinturón, hecho también especialmente para el objeto, que usaba bien ajustado a la cintura. Creo que la consideraba como una especie de hechizo, o talismán, que, además de ser la fuente de su gran fortuna, lo preservaba de todas las desgracias y males. La razón de esto no puedo decirla, porque no la conozco.

      —¿Nunca se cercioró usted de qué índole era el objeto que él consideraba tan precioso?

      —Traté muchas veces de hacerlo, pero nunca quiso revelármelo. «Era su secreto» me decía, y no añadía una palabra más.

      Reginaldo y yo habíamos tratado innumerables veces de saber lo que encerraba esa misteriosa bolsita, pero no habíamos tenido mejor éxito que la encantadora joven que estaba de pie delante de mí. Burton Blair era un hombre raro, tanto en actos como en palabras, muy reservado en sus asuntos particulares, y, sin embargo, aunque parezca bastante extraño, cuando la prosperidad le sonrió, convirtiose en un príncipe de bondad y de nobleza.

      —¿Pero quiénes eran sus enemigos?—le inquirí.

      —¡Ah! eso también lo ignoro completamente—respondió.—Como usted lo sabe, durante los dos últimos años se ha visto rodeado por aventureros y parásitos de todas clases, como les sucede siempre a los hombres ricos, a los cuales, Ford, su secretario, ha conseguido mantener a buena distancia. Puede ser que les fuera conocida la existencia de ese precioso objeto, y que mi pobre padre haya sido víctima de alguna trama infame. A lo menos esa es mi firme idea.

      —Entonces, si es así, hay que informar a la policía—exclamé.—La bolsita de gamuza que él me mostró la noche de nuestro primer encuentro, se ha perdido, y aun cuando todos la hemos buscado con el mayor empeño y cuidado, ha sido inútil. Sin embargo, ¿qué beneficio podrá reportar a la persona que la posea, si le falta la clave de lo que en ella se encierra?

      —¿Pero no estaba también esa clave, sea lo que fuere, en manos de mi padre?—preguntó Mabel Blair.—¿No fue el descubrimiento de esa misma clave lo que nos dio todo esto que poseemos?—repitió, con esa encantadora dulzura femenina que era su más atrayente característica.

      —Exactamente. ¡Pero su papá, que era tan prudente y sagaz, no debía llevar consigo ambas cosas: el problema y la clave! No puedo creer que cometiese semejante necedad.

      —Ni yo tampoco. Aun cuando era su única hija, y la depositaria de toda la historia de su vida, había una cosa que me ocultaba persistentemente, y era la índole de su secreto. Algunas veces he abrigado la sospecha de que tal vez no era muy honorable; que probablemente sería uno de esos que un padre no se atreve a revelar a su hija. Y, sin embargo, nadie lo ha acusado jamás ni le ha echado en cara un acto doloso o deshonesto. Otras veces me parecía notar en su fisonomía y maneras un sello de verdadero misterio, que me hacía pensar que el origen de nuestra fortuna ilimitada era extraño y romántico, y que si el mundo tenía conocimiento de él, lo consideraría como una cosa increíble. Una noche que estábamos sentados aquí después de la comida, y mientras fumaba, se entretuvo en hablarme de mi pobre madre, que murió en unas habitaciones de una obscura calle de Manchester, cuando él estaba ausente en un viaje por la costa occidental de Africa; pero en el correr de la conversación declaró que, si Londres llegaba a conocer alguna vez el origen de sus riquezas, se quedaría asombrado. «Pero—añadió—es un secreto que tengo la firme intención de llevármelo a la tumba.»

      Muy extraño era, pero estas mismas palabras me las había dicho dos años antes, estando sentado delante del fuego en nuestras habitaciones de la calle Great Russell, al hacerle yo alusión a su maravillosa suerte. Estaba muerto, y una de dos, o había cumplido su amenaza de destruir toda prueba de su secreto, encerrado en la usada bolsilla de gamuza, o le había sido hábilmente robado.

      La curiosa y mal escrita carta que había encontrado en el equipaje de mi amigo, a la vez que me había llenado de confusión, había hecho nacer en mí ciertas sospechas que hasta ese momento no había abrigado. No le dije nada de esto a Mabel, porque no deseaba causarle mayores penas ni ansiedades. Desde que nos habíamos conocido la primera vez, y durante todos los años transcurridos, siempre habíamos sido buenos amigos. Aun cuando Reginaldo era quince años mayor que ella, y yo trece, creo que a los dos nos consideraba como si hubiéramos sido sus hermanos mayores.

      Nuestra amistad había principiado desde el día que encontramos a Burton Blair muriéndose de hambre y vagando por los caminos, y nos unimos para costear, con nuestros modestos recursos, su educación y la pusimos en una escuela de Bournemouth para que se acabara de perfeccionar.

      Resolvimos que era completamente imposible permitir que una niña tan joven y delicada anduviera vagando por toda Inglaterra sin objeto determinado, en busca de algún vago informe secreto que parecía ser el fin de su errante padre; por lo tanto, después de aquella noche en que nos conocimos por vez primera en Helpstone, Burton Blair y su hija permanecieron una semana como nuestros huéspedes, y al cabo de muchas consultas y pequeñas economías, conseguimos poner a Mabel en la escuela, servicio que después ella nos agradeció con la más noble sinceridad.

      Pobre criatura, cuando el destino nos hizo encontrarla, estaba completamente debilitada y exhausta. La pobreza ya había impreso su marca indeleble en su dulce rostro, y su belleza empezaba a marchitarse bajo el peso de los sufrimientos, decepciones y viajes errantes, cuando tan felizmente la descubrimos y nos fue posible arrancarla de esa vida de privaciones, dolorosas caminatas y fatigas, a través de interminables caminos.

      Contra lo que nosotros esperábamos, transcurrió bastante tiempo antes que pudiéramos conseguir que Blair consintiese en que su hija volviera al colegio, porque, en verdad, tanto el padre como la hija se amaban entrañablemente y estaban muy apegados. Sin embargo, al fin triunfamos, y cuando el tosco y barbudo caminante llegó a ver realizados sus deseos, no se olvidó de agradecernos de una manera muy positiva lo que por ellos habíamos hecho. Realmente, nuestra desahogada posición actual se la debíamos a él, porque no sólo le había regalado a Reginaldo un generoso cheque que lo puso en condiciones de pagar todas las deudas que pesaban sobre su negocio de encajes de la calle Cannon, sino que a mí me había enviado, hacía tres años, con motivo de ser el día de mi cumpleaños, dentro de una modesta caja de plata, una letra contra sus banqueros, por una buena cantidad, lo cual me proporcionó, desde entonces, una pequeña renta anual muy confortable.

      Burton Blair nunca olvidó a sus amigos... ni tampoco perdonó una mala acción que se cometiera con él. Mabel era su ídolo, la única y verdadera depositaria de sus secretos, y parecía todavía más extraño que ella no supiera absolutamente nada sobre la misteriosa fuente de donde surgían sus colosales entradas.

      Permanecimos sentados más de una hora en ese gran salón, cuyo mismo esplendor respiraba misterio. La señora Percival, la agradable dama patrocinadora y compañera de Mabel, viuda de cierta edad de un cirujano naval, entró donde estábamos nosotros, pero pronto se retiró, completamente trastornada, al tener conocimiento del trágico suceso.

      Cuando le comuniqué a Mabel la