Jack Benton

El Hombre A La Orilla Del Mar


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mucho más de lo que creía apropiado. Cuando se acercó Emma, caminando enérgicamente y con la cabeza baja, Slim metió sus manos en los más hondo de los bolsillos de su abrigo, no fuera que pudieran traicionarlo de alguna manera.

      Emma fue al grano.

      —Han pasado casi dos meses —dijo—. ¿Tiene ya algo que decirme?

      Ni siquiera un saludo formal. Y el analista que habitaba en Slim hubiera querido contestar que habían sido siete semanas y cuatro días.

      —Señora Douglas, por favor, siéntese. Sí, tengo alguna información, pero también necesito alguna.

      —Oh, de acuerdo, Mr. Hardy, todavía está contratado, pero aún está descubriendo cosas, ¿es eso?

      Slim estuvo a punto de mencionar que todavía no había recibido ni un penique. Por el contrario, dijo:

      —Mi conclusión es que su marido no está teniendo ninguna aventura… —El alivio en el rostro de Emma se vio algo atemperado por la última palabra de Slim—… todavía.

      —¿De qué está hablando?

      —Creo que, hasta ahora, su marido está tratando de contactar con una antigua novia o amante. No estoy seguro de para qué, pero se puede pensar en lo obvio. Sin embargo, tengo que repasar el pasado de su marido una vez más para averiguar qué tipo de relación tiene o quiere tener Ted con la persona con la que intenta contactar.

      Slim se regañó a sí mismo por mostrar las especulaciones como hechos, pero necesitaba que Emma aflojara la lengua.

      —Qué capullo. Sabía que nunca debimos volver aquí. Todos se acuestan unos con otros en estos horribles pueblecitos endogámicos.

      Slim hubiera querido señalar que, si Carnwell estaba en medio de una orgía masiva, lo habían dejado lamentablemente a un lado, pero en su lugar trató de fingir una mirada de simpatía en sus ojos.

      —Hace tres años, me dijo usted, ¿verdad? Desde que volvieron aquí.

      —Dos —dijo Emma, corrigiendo el error deliberado de Slim. Inspiró profundamente, preparando un montón de información que Slim esperaba que contuviera algo que necesitaba. Siempre es mejor que un cliente te cuente algo antes de que le preguntes. Hace que la lengua, a menudo una bestia recelosa, se convierta en un compañero dispuesto.

      —Le habían ofrecido un trabajo, o eso dijo. Yo estaba encantada en Leeds. Tenía mi trabajo a tiempo parcial, amigos, mis clubes. No sé por qué quería volver. Quiero decir, sus padres murieron hace mucho y su hermana vive en Londres (y tampoco la llama nunca), así que no tiene ninguna relación con esto. Quiero decir, hemos estado casados veintitrés años y solo habíamos pasado por aquí unas pocas veces para hacer algo más interesante. Bueno, sí, hubo una vez que paramos para comprar unas patatas, pero no valían nada: demasiado secas…

      —Y su marido, ¿trabaja en banca?

      —Ya se lo he dicho. Inversión. Pasa todo el tiempo enfrascado con el dinero de otros. Quiero decir, es una existencia desalmada, ¿no? Pero no siempre podemos ganar dinero haciendo lo que queremos en la vida, ¿no, Mr. Hardy?

      —Es verdad.

      —Quiero decir, si pudiera, me pagarían por beber oporto a la hora de comer.

      Slim sonrío. Tal vez había encontrado después de todo un alma gemela. Emma Douglas era diez años mayor que él como mínimo, pero se había cuidado de una manera poco habitual en mujeres miembros de gimnasios en Navidad y con mucho tiempo libre. Se dio cuenta de que, a fin de cerrar el caso, con un trago o dos dentro, haría lo que fuera necesario si eso significaba desatarle la lengua.

      Y a la mierda la ética.

      —Y el historial de su marido… ¿Siempre ha trabajado en finanzas?

      Emma resopló.

      —Dios mío, no. Probó suerte de muchas maneras, eso creo, después de graduarse. Pero no hay mucho dinero en tonterías como la poesía, ¿no?

      Slim alzó una ceja.

      —¿Su marido era poeta?

      Emma agitó una mano con desdén.

      —Oh, estaba en ello. Estudió inglés clásico. Ya sabe, ¿Shakespeare?

      Slim se permitió no ofenderse.

      —Conozco algunas de sus obras —dijo, ocultando una sonrisa.

      —Sí, a Ted le encantaban esas cosas. A finales de los setenta era un verdadero hippy. Lo intentó con la poesía en directo, actuaciones, ese tipo de cosas. Se graduó con veintiocho años y trabajó por un tiempo como profesor sustituto de inglés. Pero eso no pagaba las facturas, ¿no? Cuando eres joven, está bien estar en eso, pero no es algo que puedas mantener a largo plazo. Un amigo le consiguió en trabajo en un banco poco después de casarnos y creo que encontró los ingresos bastante adictivos, como es natural.

      Slim asintió lentamente. Estaba dando forma tanto a una imagen de Emma como a la de Ted. El romántico reprimido, encajado en una vida basada en el dinero, con una esposa trofeo materialista pegada del brazo, añorando los viejos tiempos de poesía, libertad y tal vez playas y antiguas amantes.

      —¿Habla Ted a menudo de los viejos tiempos? Quiero decir, de antes de que se casaran.

      Emma se encogió de hombros.

      —A veces solía hacerlo. Quiero decir, nunca quise oírle hablar de antiguas amantes o algo parecido, pero hablaba de vez en cuanto acerca de su infancia. Menos a medida que pasaban los años. Quiero decir, ningún matrimonio se mantiene igual, ¿no? La gente no habla como antes. ¿No lo ve así?

      —¿Yo?

      —Me dijo que estuvo casado, ¿no?

      A veces, presentarse como una víctima hacía que la gente se abriera y necesitaba que Emma sintiera un cierto compañerismo antes de plantear las complicadas preguntas siguientes.

      —Nueve años —dijo—. Nos conocimos cuando tuve un permiso después de la Primera Guerra del Golfo. Estuve en cuarteles durante la mayor parte de nuestro matrimonio. Charlotte vino conmigo al primer par de bases, cuando estaba en Alemania. Pero no quiso ir a Egipto, ni después a Yemen. Prefirió quedarse en Inglaterra y «cuidar de la casa», como decía.

      Emma puso una mano sobre la rodilla de Slim.

      —¿Pero lo que hacía realmente era apoderarse de vuestro dinero y llevarse a otros hombres a vuestra cama?

      Si hubiera podido elegir las palabras, Slim, que veía menos telenovelas de las que estaba claro que Emma veía, lo hubiera expresado de otra forma, pero no era del todo mentira.

      —Fue algo así —dijo—. Estaba bastante contenta hasta que una herida leve cuando perseguíamos a piratas en el Golfo Pérsico hizo que me transfirieran a inteligencia militar de vuelta a Reino Unido. Entonces podía ir a casa los fines de semana. Solo tardó una semana en irse.

      —¿Con el carnicero?

      Slim sonrió.

      —¿Se lo he contado? Sí, con el carnicero. Mr. Staples. Nunca conocí su nombre. No lo supe hasta después. Había estado tonteando con un colega que dijo que se mudaba a Sheffield. Sumé dos y dos y me engañaron.

      —Pobre —Emma palmeó su rodilla y la apretó un poco. Slim trató de ignorarlo.

      —Las cosas son como son. No echo de menos el ejército en absoluto. La vida es mucho más interesante como investigador privado, sobreviviendo hasta que cobras.

      —Bueno, me parece bien —dijo Emma, sin percibir la fuerte dosis de sarcasmo de Slim.

      —Las cosas empeoraron —continuó Slim, en busca del golpe definitivo que los uniría para siempre como compañeros de penurias—. Hizo algunas maniobras legales mientras yo estaba de servicio. Pidió el divorcio y descubrí que la casa que yo estaba pagando se había puesto solo a su nombre. Reclamó que era propiedad suya