habían hecho resultaba que ninguno de los dos era estéril sino sólo que juntos no conseguíamos engendrar una nueva vida.
Los kilómetros de distancia entre nosotros aumentaban.
Un día tuve la desafortunada idea de proponer a mi marido una solución que me rondaba por la cabeza desde hacía un tiempo:
«Filippo, he pensado que podríamos adoptar un niño, ya que, si no conseguimos traer uno al mundo… hay tantos niños que esperan una familia. Sabes, he hablado con un compañero de la oficina y me ha dicho que dentro de unos meses podríamos conseguir...»
«¿Podríamos qué?»
«Coger un niño en adopción...»
«¿Estás de broma? ¿Criar un hijo de noséquién, romperme la espalda por un mocoso que ni siquiera es de mi sangre? ¡Te has vuelto completamente loca!»
El vaso, que estaba resquebrajado, con esas palabras se rompió en mil pedazos.
Él dormita en la butaca del salón, en camiseta de tirantes.
Yo sueño con escapar.
¿Pero cómo puedo hacerlo?
Mis padres preferirían morir, me han enseñado que ciertas cosas no se hacen, no los aceptarían en la iglesia, no podrían ir ni siquiera al panadero a comprar el pan y la leche.
Un compromiso es un compromiso y es necesario mantenerlo aunque esto comporte un poco de infelicidad.
En mi caso sin duda habría podido decir: aunque comporte renunciar a vivir.
Y de esta manera continuo vegetando.
Los años pasan.
Y los inviernos se suceden a los otoños.
Todo regular.
Todo, menos mi existencia, que no se parece ni siquiera un poco a lo que ahora ya nunca sueño, tampoco por la noche.
Buscarse
Ya se había convertido en una costumbre y, desde hacía tiempo, notaba que Pietro respondía a la granizada de miradas que cada día le lanzaba.
Como una chiquilla me protegía con excusas patéticas: si nadie te ve es como si tu no buscases sus miradas, es como si no deseases que cada mañana él te diga que eres hermosa.
Y Pietro, pacífico e impertérrito, continuaba intercambiando miradas, sin hacer nada más que esbozar una sonrisa que abría sus labios dejando vislumbrar sus dientes, lo justo.
Sin embargo tenía miedo de que alguno de nuestros compañeros de trabajo notase aquel juego de miradas, que me regalaba la placentera y desconocida sensación de ser notada y apreciada por alguien.
No deseaba nada más que esto, recibir atenciones, ser notada: lo sé, puede parecer patético pero para mí era así.
La dirección del supermercado había decidido comprar un nuevo programa de contabilidad, y después de mi aborto, cada vez más a menudo me veía aliviada de las tareas manuales, pesadas, y cada vez más a menudo ayudaba a Pietro con la contabilidad.
Pietro, que había ido a un curso para el uso del nuevo programa, fue el encargado de enseñarme las nociones básicas, de manera que yo pudiese luego ayudarle con la elaboración de complicadas operaciones de contabilidad y administración.
Al saber aquello enrojecí al momento y el corazón parecía moverse como un caballo al galope.
Pietro, mientras tanto, ya había preparado dos sillas delante del ordenador.
Mientras él había comenzado a explicarme el funcionamiento de aquel nuevo programa, yo con la mirada fija en la pantalla, intentaba no sentir el aroma que provenía de su piel y el aliento cálido que con sus palabras me llegaba hasta las mejillas rojas por la vergüenza.
Dios, te lo ruego, sálvame, susurraba mi mente, para intentar distraerme de aquel hombre que estaba a pocos centímetros de mi piel.
Dios, te lo ruego, sálvame.
Pero no era Dios el que debía librarme de aquella red que estaba allí, esperándome, lo habría podido hacer yo perfectamente, y en cambio no lo hice.
Con naturalidad su mano se deslizó sobre mi rodilla apretándola ligeramente y yo me giré lentamente hacia él.
Me parecía haber recorrido aquella rotación del rostro en fotogramas, tan largo me pareció el tiempo antes de encontrarme con su mirada.
Sus ojos revisaban el espacio alrededor del escritorio que ocupábamos, luego una sonrisa apenas esbozada me hizo comprender que no había nadie más.
Y luego ocurrió.
Ocurrió, y no sé con precisión cómo, sucedió que me encontré con sus labios apoyados en los míos, en un beso apenas sugerido.
Ocurrió, y pensé que el cielo me habría caído encima si hubiese hecho algo parecido, en cambio, no ocurrió nada.
Avergonzada volví de golpe la mirada al vídeo en el que un pequeño guion parpadeaba esperando que alguien se decidiese a decirle qué hacer.
¿Cómo había podido suceder?
¿Cómo había podido permitir que ocurriese algo parecido?
¿Cómo podría volver a casa con mi marido aquella noche?
En cuanto se acabó la lección, me fui al baño y permanecí allí un buen cuarto de hora: lo pasé casi enteramente delante del espejo, mirándome, para ver si algo había cambiado en mí, si se veía que había besado a otro hombre que no era mi marido.
Me lavé con jabón los labios, restregando con fuerza, casi como si estuviesen realmente sucios, luego me fui corriendo a coger el autobús para volver a casa.
Mientras corría también mis pensamientos galopaban.
Yo era una mujer casada y también Pietro tenía una esposa, aunque nunca hablaba de ella.
¿Qué se me había pasado por la cabeza?
* * *
Filippo todavía no había llegado.
Perfecto.
Prepararía el pollo a la cazadora que tanto le gustaba para hacerme perdonar lo que él jamás sabría y para sellar mi muda promesa de que nunca lo volvería a hacer.
¿Cómo haría para besarle?
¿Sería lo mismo o algo había cambiado aquella tarde?
Llegó cuando ya era de noche y dándome un beso desganado sobre la frente me sacó del aprieto de descubrir si habría sentido el sabor de Pietro sobre mis labios.
***
Una confesión.
La primera.
Las palabras salen gota a gota, excavando en los acontecimientos recientes, demasiado recientes para que todavía no puedan hacer daño.
Debo plasmar mi voluntad.
«Perdóname, padre porque he pecado».
Perdóname.
Te perdono.
«Deseo al hombre de otra mujer».
Perdóname, oh, padre.
El confesionario está a oscuras, desde la reja vislumbro una figura ocupada en escucharme, la cabeza inclinada.
«Hija mía, la carne es débil».
Perdóname, oh, padre.
«Mi carne no es débil, yo quiero su alma, quiero sus palabras, quiero sólo un poco de dulzura, un poco de afecto, un poco de amor».
Perdóname, oh, padre, y dime qué puedo hacer: mi existencia oscura ha encontrado esta brecha que da a cada cosa su color pero no