nosotros es la capacidad de hacer razonar a su mente ―y el Mancino se tocó la sien con el dedo índice para subrayar este concepto ―Verás, a su debido tiempo todo estará organizado, no se dejará nada al azar.
―Gesualdo, también yo sé hacer funcionar bien la cabeza y lo que entiendo es que hace cuatro años que estoy aquí, en este castillo, y mis miembros se están oxidando. Si tuviera que enfrentarme con un enemigo, a solas, no sé cómo acabaría… ¡Quizás no demasiado bien!
El Mancino, que había comprendido la indirecta, para no dejar que el joven cayese en la melancolía, saltó, aferró su pesada espada con la izquierda e invitó al amigo a combatir.
―Ten coraje, venga, veamos cuánto te has oxidado. Tal como yo lo veo, lo que te falta es una mujer. Es inútil que continúes pensando en tu Lucia, ¡quién sabe si la volverás a ver! Dejame a mí y esta noche estarás acompañado. Un hombre necesita desfogar no sólo los músculos de los brazos y de las piernas. Conozco a un par de sirvientas que, en caso de necesidad, ¡saben lo que deben hacer para satisfacer un músculo que desde hace mucho tiempo permanece en letargo! Basta con compensarlas al final con un par de monedas de plata, y ya está ―y rompió en una gran risotada.
Andrea, picado en lo más vivo, a su vez empuñó su espada y la cruzó con violencia contra la del Mancino.
―¡No eres más que un maldito bastardo! ¿Por quién me has tomado? ¿Por una de tus putas? Soy fiel a mi amada, le he jurado fidelidad cuando estaba a punto de morir. ¿Ella ha curado mis heridas y la he de recompensar con una traición?
Gesualdo se desequilibró hacia atrás, manteniéndose bien asentado sobre las piernas e hizo que la espada del joven cayese al suelo ruidosamente.
―¡Eh, el amor juega malas pasadas! Sí, hoy estás muy distraído, combates muy mal, amigo mío. Tienes suerte al tenerme enfrente y no a un enemigo, en caso contrario ya estarías muerto.
Andrea levantó de nuevo la espada y lanzó un nuevo fendente5 contra la del Mancino que la hizo girar provocando el desequilibrio y la caída al suelo de su adversario. En un instante estuvo encima de él, el filo de la espada apoyado amenazador en el cuello del joven. Éste último, con un ágil salto hacia atrás, se liberó de la presa y con una patada hizo volar la espada de las manos del Mancino. Luego se adueñó de la suya y volvió al ataque. Esta vez Gesualdo estaba en posición de inferioridad. Los esbirros que asistían al espectáculo no eran novatos a las escaramuzas entre los dos y apostaban ya sobre uno ya sobre el otro. En poco tiempo la riña se volvió incontrolable: los dos continuaban batiéndose, arremetiendo el uno contra el otro, a veces incluso gritando, mientras los allí presentes continuaban a apostar sumas cada vez más altas e incitaban a la lucha. Hasta que, de repente, todos se callaron. Andrea y Gesualdo se dieron cuenta de que había algo iba mal y dejaron de combatir. Levantaron la cabeza y se encontraron cara a cara con el Duca Berengario di Montacuto.
―Dejad de jugar vosotros dos e iros a poneros presentables. Esta noche tendréis el honor de cenar sentados a mi mesa ―sentenció con voz autoritaria. Luego se giró sobre sus talones y desapareció por el largo pasillo, por la misma dirección por la que había venido.
Muy raramente, en el curso de estos largos años, Andrea había entrado en el ala del castillo donde residía el Señor, el Duca di Montacuto. Eran habitaciones muy ricas, tanto en mobiliario como en decoraciones, con respecto a las que estaba habituado a frecuentar, en la parte de la Rocca donde habitaban los soldados, hombres de armas y sirvientes, y donde él, a duras penas, había conquistado una estancia con una cama de paja, gracias a la intercesión de Gesualdo con el lugarteniente del Duca.
Se contaban con los dedos de la mano las veces que Andrea se había encontrado en presencia del Duca. Vale, este último a menudo estaba lejos del castillo, ya que pasaba mucho tiempo en Ancona, tanto para mantener bajo control los negocios administrativos de la ciudad, ahora que había derrocado al Consiglio degli Anziani, como para seguir de cerca los trabajos de construcción de la ciudadela fortificada, nuevo baluarte de defensa del puerto. El hecho es que, desde el momento en que el Duca lo había salvado del patíbulo con un fin concreto, el de enviarlo a servir a Malatesta de Rimini, había esperado abandonar aquel lugar de descanso mucho antes. Y en cambio, parecía que el Duca se complacía en no recibirlo, ya por un motivo, ya por otro, y continuaba manteniéndolo en medio de aquellos bárbaros, que nada tenían que ver con él, con su nobleza, con su linaje, con su cultura. Ni siquiera había encontrado un libro para leer para poder transcurrir el tiempo de manera digna y el único pasatiempo era el de entrenarse combatiendo, lo que ya le estaba aburriendo. Su único consuelo era la amistad de Gesualdo que, a pesar de sus orígenes humildes, creía era un compañero fiel y sabio para dar consejos. El hecho de caminar a su lado lo animaba e infundía en su ánimo el coraje que necesitaba para enfrentarse a una posible conversación con el viejo Duca di Montacuto.
―Finalmente lo conseguimos. Seguro que ha llegado la hora de partir hacia los territorios de Montefeltro, de combatir en serio, de tener a sus órdenes hombres valerosos ―decía Andrea a su amigo mientras recorrían un largo pasillo, en el cual sus pasos eran amortiguados por alfombras dispuestas en el suelo, y a los ruidos y voces no se les permitía rebotar gracias a una serie de tapices que cubrían las pareces. ―Haré todo lo que me ordenen, pero en una cosa, sólo en una cosa, seré intransigente con el Duca. Tú, Gesualdo, deberás acompañarme. Serás mi guía y mi brazo derecho. No quiero ningún otro a mi lado en el trayecto desde aquí a Rimini.
―Mi joven amigo, tú eres fuerte y robusto mientras que yo soy un viejo inválido. No creo que nuestro Señor consienta tu petición. Aunque hace tiempo que no me llama y no me ha confiado misiones después de aquella que ambos conocemos, sólo saber que estoy lejos de aquí podría ser motivo de enojo para el Duca. Hazme caso. ¡Permanece callado y no formules pretensiones absurdas!
―¡Cállate tú! Serás viejo e inválido pero combates mucho mejor y eres mucho más astuto que un joven guerrero. Y además…
Las palabras se suavizaron porque habían llegado al final del pasillo. La puerta abierta de par en par enfrente de ellos mostraba el comedor, donde una larga mesa estaba repleta de manjares. Dos reverentes servidores mantenían abiertas las pesadas cortinas de terciopelo rojo que encuadraban la entrada. A su paso hicieron una profunda reverencia, luego volvieron a cerrar las cortinas una vez que los huéspedes hubieron traspasado el umbral. Andrea y Gesualdo miraron asombrados los asados de pavo, faisanes y pintada gris, las patatas al horno y las verduras cocidas. Todos los platos estaban embellecidos con decoraciones, en un derroche de colores difíciles de ver. Por no hablar de los aromas que llegaban hasta las narices de Andrea recordándole los efluvios que sólo en la casa paterna había apreciado en su momento y que casi había olvidado. El vino de las jarras era rojo, del típico color oscuro del vino de Monte Conero. Andrea sintió un ligero codazo, preludio del consejo susurrado por el Mancino.
―Ve despacio con el vino. Para uno como tú, habituado al Verdicchio y a la Malvasía, el Rojo Conero puede ser peligroso. ¡Enseguida se sube a la cabeza!
―El momento favorable podría no durar demasiado y, por lo tanto, debemos actuar ahora para apoyar a nuestro amigo Sigismondo Malatesta ―comenzó a decir Berengario volviéndose a sus huéspedes mientras le metía el diente a un muslo de pollo, sosteniéndolo por el hueso, mientras la grasa resbalaba desde la mano hasta el antebrazo. ―Ahora que Leone X está muerto, ¡arrebataremos Urbino y Montefeltro a los Medici y a la Santa Sede! Dentro de poco todos los territorios de Le Marche, comprendida la Marca Anconitana, deberían volver a su justo equilibrio. Sometidos, sí, al Estado de la Iglesia, pero siempre con gobiernos civiles independientes. Por desgracia, el Duca Francesco Maria della Rovere parece ser que se ha retirado a su Senigallia, renunciando a reconquistar el Ducato di Urbino, que le había sido quitado por Cesare Borgia y luego había pasado al sobrino del Papa Leone X. Además, los territorios de Jesi se hayan en el más total abandono. Después de la muerte del Cardenal Baldeschi se envió a un legado pontificio que parece que no tenga tanto la intención de gobernar la ciudad como la de acabar de mermarla, reduciéndola a la miseria, aprovechando la falta de un gobierno civil.
Al oír estas últimas palabras, el corazón de Andrea se sobresaltó.