Sally Green

Los reinos en llamas


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del fuego, y que además perjudica el juicio y la disciplina. No necesitamos unir fuerzas con Pitoria. Necesitamos asegurarnos de que nuestras defensas permanezcan fuertes.

      —Ciertamente, lord Regan —lord Hunt manifestó su acuer­do—. Podemos resistir —comenzó a aplaudir—. Bien hecho, príncipe Edyon, por su esclarecedora demostración.

      Pero no era eso lo que intentaba probar con la demostración. En lo absoluto.

      MARCIO

      BRIGANT

      Marcio y Sam caminaban juntos, la mayor parte del tiempo en silencio. Cuando Sam hablaba, fantaseaba sobre el futuro, que siempre era maravilloso, y cuando hablaba Marcio, reflexionaba sobre el presente, que estaba lejos de ser idílico. El tema más apremiante era la comida y cómo obtener más. Con las trampas para conejos ya habían cazado dos. Los habían devorado y también todos los alimentos que Marcio había robado, pero no es que estuvieran engordando.

      Evitaron las pocas aldeas por las que pasaron, y ambos se escondían en cuanto veían que una carreta se acercaba por el camino. Marcio sospechaba que Sam se ocultaba porque había cometido algún delito, quizás habría lastimado al dueño de la ropa que llevaba puesta, y que él asumió que había sido de su amo. Pero Marcio no estaba tan interesado en descubrir la verdad, y Sam ciertamente no daría esta información de manera voluntaria. Marcio se escondía porque no estaba seguro de cómo lo recibirían los lugareños, a él, un abasco, dado que el territorio de Abasca pertenecía a Calidor y, por lo tanto, al enemigo. Preveía que la reacción de la mayoría de la población de Brigant sería similar a la del granjero al que había robado.

      Otra lección que Marcio había aprendido de ese granjero era que las piedras podían protegerlo. Mientras caminaba, Marcio recogía piedras al costado del camino y las arrojaba a blancos elegidos aleatoriamente, como el tronco de un árbol o un arbusto. Las piedras eran la única arma que tenía, pero eran mejores que nada y podrían protegerlo si llegasen a meterse en problemas.

      En dos ocasiones, los otros viajeros tuvieron la ocasión de notar la presencia de Sam, porque necesitaban preguntar sobre el camino a Hornbridge, que era donde le habían dicho que el ejército juvenil estaba acampando. Después de dos días, por fin llegaron a las afueras del pueblo, pero no había rastro de un ejército de jovencitos.

      —Si alguna vez estuvieron aquí, ya no —Marcio pateó una bola de excrementos.

      —¿Deberíamos preguntarle a alguien?

      —Adelante —Marcio le señaló el pueblo.

      Sam vaciló, pero luego se dirigió hacia las casas. Marcio se quedó atrás y se ocultó entre los árboles, sintiéndose como un forajido, pero sin estar muy seguro de por qué.

      Poco después Sam regresó corriendo con una sonrisa en el rostro.

      —Estuvieron aquí hace una semana. Sólo un pequeño número de ellos. Jóvenes de nuestra edad. No es un pelotón completo, pero definitivamente es parte de un ejército.

      Marcio también sonrió, aunque de pronto se sintió nervioso. Él sabía que su plan de ser soldado, de obtener información y ayudar a Edyon era absurdo, pero al menos una parte de él ahora era un poco más real.

      —Tomaron rumbo al poniente hacia aquellas colinas —dijo Sam—. Ven. Los alcanzaremos pronto. Estoy seguro.

      Pero no vieron señales de un ejército o de una brigada, y ni siquiera de otro joven, además de ellos mismos. Se detuvieron cuando comenzó a oscurecer y encendieron una fogata, pero tenían poco para comer.

      —Cuando encontremos al ejército, al menos tendremos comida —dijo Sam, avivando el fuego.

      Marcio asintió.

      —Comida y enfrentamientos.

      Sam frunció el ceño.

      —¿Qué hay de malo en eso? Quiero luchar por Brigant y por Aloysius. Es mi hogar y él mi rey. Tú, ¿por qué quieres combatir por él?

      Marcio había estado pensando en esto. Necesitaba un buen argumento y tendría que convencer a más personas que a Sam de su nueva lealtad.

      —No tengo hogar, Sam. No tengo familia, ni un reino. Nada. Pero odio a Calidor más que a cualquier otro pueblo. Quiero combatir contra ellos —recordó que la gente decía que parecía malvado cuando hablaba abasco, así que continuó en su antiguo idioma—: Y yo cometí un error y debo hacer lo que pueda para remediarlo, incluso si es en vano, incluso si muero.

      Marcio miró en dirección de Abasca, las colinas oscuras contra el cielo. Podría haber tenido un hogar en esas colinas y vivido una vida pacífica, si no hubiera sido por el rey Aloysius y los hombres que luchaban para él. Y si no hubiera sido por el príncipe Thelonius y su traición. Ambos hermanos se odiaban, pero juntos habían causado la muerte de la familia de Marcio, de todo su pueblo. Habían destrozado por completo su vida y apenas conseguía imaginar lo que habría podido ser. Nunca recuperaría eso. Lo único que podía hacer era vivir cada día e intentar hacer lo que era correcto. Haría lo que pudiera para ayudar a Edyon. Él era la única persona leal con la que contaba ahora.

      Mientras miraba hacia las colinas, Marcio vio un tenue punto de luz. Se puso en pie, al tiempo que observaba cómo aparecían otras dos luces. ¿Fogatas?

      Sam se irguió junto a Marcio.

      —¿Crees que son ellos?

      —No lo sé, pero si nosotros podemos verlos, ellos pueden vernos —Marcio pisoteó su propio fuego para apagarlo—. Iremos allá cuando amanezca. No creo que sea buena idea deambular por un campamento ajeno en medio de la oscuridad.

      Sam sonreía de la emoción.

      —Mañana a esta hora ya nos habremos enlistado en su ejército.

      —Esperemos que acepten nuevos reclutas.

      —Todo ejército los busca.

      Esperemos que me acepten a mí.

      Partieron al alba. A media mañana encontraron los restos de las fogatas que habían visto en la noche, pero todos los chicos —si es que eran ellos— ya habían partido.

      Sam caminó alrededor, mirando el suelo.

      —Estoy seguro de que son ellos. Había mucha gente aquí y, mira, han dejado huellas en esa dirección.

      —Sí, es curioso que lo hayan hecho. Y la forma en que encendieron fogatas para que nosotros las viéramos. Casi como si quisieran que los encontráramos.

      Pero Sam ya estaba siguiendo el rastro. Marcio se apresuró tras él, revisando todo el tiempo a su alrededor. Pronto entraron en un estrecho y boscoso valle tranquilo y silencioso. Continuaron caminando junto a una corriente, avanzando a un ritmo lento pero constante, hasta que Sam se detuvo de manera abrupta y señaló a su izquierda.

      La silueta de un jovencito se recortó contra el horizonte. Apuntaba con su lanza a través del valle, y pronto apareció otra silueta sosteniendo una lanza. Ambos soltaron gritos cortos y rápidos y descendieron a toda prisa por las laderas del valle. Era algo peligroso y estúpido. Tropezarán y se romperán el cuello, pensó Marcio.

      Pero no sucedió. En lugar de ello, el chico de la derecha saltó desde una roca, girando en el aire y colgando boca abajo, dando la impresión de que aterrizaría sobre la cabeza.

      Sam jadeó.

      En el último segundo, la silueta se enderezó, aterrizó sobre sus pies y aceleró hasta el extremo opuesto del valle. El otro chico saltó hacia abajo, haciendo una voltereta en el aire, y luego también salió corriendo. Un momento después, ambos se habían desvanecido a lo lejos.

      —¿Viste a ese joven a la derecha? ¡Era casi como si estuviera volando! ¡Cuánto daría por hacer lo mismo!

      —Nos uniremos al ejército, no al circo, Sam.