Alberto Vazquez-Figueroa

Caribes


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      Caribes

      Alberto Vázquez-Figueroa

      Categoría: Novelas

      Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

      Título original: Caribes

      Primera edición: 1990

      Reedición actualizada y ampliada: Abril 2021

      © 2021 Editorial Kolima, Madrid

      www.editorialkolima.com

      Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

      Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

      Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

      Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

      Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

      ISBN: 978-84-18263-92-7

      Impreso en España

      No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

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      Hur-a-can, el «Espíritu del Mal» en lengua vernácula, arrasó en el otoño de 1493 la isla de Haití, dejando a su paso una trágica estela de muerte y destrucción que los feroces guerreros del sanguinario cacique Canoabó se encargaron de rematar asesinando a los pocos españoles que habían conseguido sobrevivir a las desatadas fuerzas de la Naturaleza en el interior del maltrecho y desguarnecido Fuerte de La Natividad.

      Por fortuna, los barbilampiños indígenas haitianos nunca habían sabido contar más que hasta diez, más allá de lo cual todos eran muchos, y no se sentían tampoco capaces de diferenciar un barbudo rostro de cadáver extranjero de otro barbudo rostro de cadáver extranjero, por lo cual nunca consiguieron caer en la cuenta de que no habían logrado acabar con todos sus enemigos.

      Drogado por la fiel y silenciosa Sinalinga, el canario Cienfuegos había permanecido completamente ajeno al terrible cúmulo de desgraciados acontecimientos que habían tenido lugar a no más de una legua de la cabaña en cuyo sótano la nativa le mantenía oculto contra su voluntad, y cuando una semana más tarde comenzó a tomar conciencia de que se hallaba aún en el mundo de los vivos y su espectacular viaje a los infiernos se debía tan solo a los efectos de una excesiva cantidad de hongos alucinógenos, fue para advertir en primer lugar cómo una criatura recién nacida berreaba junto a su hamaca.

      Sinalinga había dado a luz al primer miembro de una nueva raza al día siguiente del aniquilamiento del primer enclave europeo en el Nuevo Mundo, y como suele ocurrirle a la inmensa mayoría de las mujeres, el recién nacido pasó de inmediato a convertirse en el objetivo principal de sus atenciones, aunque no por ello dejase de sentirse directamente responsable de la seguridad del padre de su hijo.

      –Tus amigos han muerto –señaló secamente en cuanto comprendió que el gomero se encontraba en condiciones de entenderle y razonar–. Y aunque los hombres de Canoabó han vuelto ya a sus tierras, aquí corres peligro.

      El muchacho pareció aceptar resignadamente el hecho de que al fin se hubiera consumado una masacre que llevaba meses gestándose, lo cual no significó, sin embargo, que no se sintiera profundámente apenado por el espantoso fin de Maese Benito de Toledo, el viejo Virutas, el agresivo Caragato, e incluso el estúpido y engolado gobernador Arana, ya que la inmensa mayoría de ellos se habían convertido en el transcurso de aquellos largos meses, no solo en sus compañeros de exilio y aventuras, sino casi en su única familia.

      Ahora estaban muertos, e inconscientemente se inclinaba a imaginar que con su brusca desaparición le habían traicionado, puesto que ninguno de ellos parecía haberse detenido a meditar en el hecho de que permitiendo que los asesinaran, le dejaban absolutamente solo al otro lado del océano, consiguiendo así que él, Cienfuegos, mísero e ignorante pastor de cabras de la agreste isla de La Gomera, se convirtiera en el único europeo sobreviviente en el Nuevo Mundo, y en la única persona medianamente civilizada de la orilla oeste del Atlántico.

      Sintió miedo. Pese a su cuerpo de Hércules, su altiva presencia y un valor puesto a prueba en incontables ocasiones, resultaba evidente que continuaba siendo apenas un chiquillo, y la inmensa soledad en que le habían dejado caía como una losa sobre su estado de ánimo.

      ¿Qué hacer y hacia dónde dirigirse?

      ¿A quién pedir consejo?

      La cobriza mujer que amamantaba al niño le observaba con su rostro de piedra y sus inescrutables ojos profundamente oscuros, y aunque nada decía, su actitud daba a entender que la presencia de la diminuta criatura que con tanta desesperación se le aferraba al pecho bastaba por el momento para llenar su vida y optaba, por tanto, por mantenerse al margen de cuanto pudiera acontecerle a su ex amante. Con salvarle una vez la vida había cumplido.

      Cienfuegos observó al niño. Era su hijo, pero le costaba hacerse a la idea de que aquel ansioso monito arrugado que no hacía otra cosa que llorar y mamar fuese sangre de su sangre, y menos aún aceptaba el hecho de que constituía al propio tiempo la primera semilla germinada de una nueva raza que algún día se extendería por todo un continente.

      Y es que a decir verdad, el canario Cienfuegos aún no había tomado –y de hecho jamás tomaría– plena conciencia del caprichoso papel que el destino le tenía reservado como testigo de la magna epopeya en que habría de convertirse el descubrimiento y la conquista de aquellas regiones, ni de la evidencia, incontestable ya, de que se había convertido en el padre del primer mestizo del continente que algún día sería llamado América.

      Por el momento no era más que un rapazuelo desconcertado que se preguntaba insistentemente cómo era posible que apenas un año antes se dedicara a apacentar cabras en los riscos de su isla natal, y ahora se encontrase abandonado de la mano de Dios y de los hombres tres mil millas más allá del confín del universo.

      Siempre se había dicho que en las costas de La Gomera comenzaba el Océano Tenebroso y acababa la Tierra, pero he aquí que como por arte de magia un sinfín de dramáticos acontecimientos le habían colocado en un lugar que se encontraba situado en la margen opuesta de ese océano.

      –¿Qué debo hacer?

      –Marcharte. Si continúas aquí te matarán, y es muy posible que en ese caso mataran también al niño. Es mejor que te vayas.

      –¿Vienes conmigo?

      –No. Las tribus del interior nos aborrecen; acabarían esclavizándonos y no debe ser ese el futuro de mi hijo. Mi hermano es un cacique.

      –Entiendo –admitió el gomero–. Con que me esclavicen a mí será suficiente. ¿Hacia dónde me aconsejas que me dirija?

      –Hacia cualquier lugar, excepto los territorios de Canoabó. Te matarían en el acto.

      –¿Domina las montañas?

      –Ese es su feudo, lo que lo convierte en poderoso e inexpugnable.

      –¡Lástima! Las montañas son el lugar donde me desenvuelvo más a gusto y aún no conozco bien las selvas de la costa. ¡Me siento tan débil!

      –Pronto se te pasará el efecto de las drogas. En tres o cuatro días te encontrarás tan fuerte como antes.

      –¿Por qué lo hiciste?

      –No quería que mi hijo naciese sin padre.

      –¿Solo por