Alberto Vazquez-Figueroa

Caribes


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canario acarició en el hombro a uno de ellos, que abrió los ojos y a punto estuvo de gritar al descubrir a un palmo de distancia el odiado rostro de un dios blanco pero que ni siquiera tuvo tiempo de abrir la boca, ya que un pesado mazo de carpintero le golpeó secamente la cabeza dejándole inconsciente mientras retumbaba en la estancia un ahogado cloc que apenas inquietó al resto de los durmientes.

      Cienfuegos cortó cuidadosamente las sogas que mantenían la hamaca en el aire, envolvió en ella a su víctima y se la echó al hombro, alejándose del lugar tan furtivamente y en silencio como había llegado.

      Repitió por cinco veces su aventura nocturna, y con la primera claridad del alba penetró en la cueva precediendo a seis tambaleantes y maniatados haitianos que parecían no haber salido aún de su sueño, y que abrieron los ojos de asombro al descubrir la embarcación y a un anciano, barbudo y desdentado.

      –¡Aquí está la ayuda que esperábamos! –señaló alegremente el canario–. Te dije que sabía dónde encontrarla.

      –¡Hijo de puta! –fue la divertida respuesta del carpintero–. Tan solo a ti podía ocurrírsete.

      –Ahora lo que tenemos que hacer es darnos prisa porque empezarán a buscarlos. ¡Tú! –indicó a uno de los nativos en su idioma–. Por ese lado. El gordo por el otro, y los demás a empujar desde atrás. ¡Andando, que al que no arrime el hombro le corto los huevos!

      Una hora más tarde, cuando la «Seviya» flotaba mansamente en mitad de la ensenada contemplada desde la orilla por los aún desconcertados indígenas mientras el viejo Virutas apuntalaba el palo asegurando la botavara y el cordaje que le permitiría gobernar la pesada embarcación, en lo alto del acantilado hicieron su aparición una veintena de hombres armados que de inmediato rompieron a gritar y gesticular airadamente.

      –¡Mierda! –exclamó el gomero–. ¡Es gente de Canoabó! ¡Hay que largarse!

      –¡Los remos! –gritó el anciano–. ¡Agarra los remos!

      Precipitadamente, a punto de resbalar y caer al agua o romperse un pie contra todo lo que encontraba a su paso, Cienfuegos acertó a apoderarse de los pesados remos, colocarlos en los anchos toletes y hacer que la embarcación comenzara a moverse hacia mar abierto.

      Llovieron piedras y rocas, que de haberles alcanzado hubieran hecho saltar en pedazos la embarcación, pero el anciano se arrastró hasta donde el cabrero se encontraba y juntos consiguieron alejarse del peligro.

      Aun así, varias flechas e incluso una corta lanza se clavaron en cubierta, y cuando al fin se sintieron a salvo se les antojó un auténtico milagro haber logrado escapar con bien del apurado trance.

      –¡Cristo! –masculló el viejo–. Si por algo lamento no tener hijos es por no poder contarles a mis nietos tamaña aventura.

      –De todos modos no iban a creerte –replicó el canario mientras con un ademán de la cabeza señalaba al grupo de guerreros que aún correteaban por la playa profiriendo amenazas–. Y mejor será que nos apresuremos a perdernos de vista, porque los creo muy capaces de ir a buscar sus piraguas y seguirnos.

      El sol caía a plomo, un par de aletas de tiburones los servían de escolta, y ante ellos se abría un horizonte infinito en el que nada más que ignorados peligros los aguardaban, pero se sentían tan felices por haber conseguido un nuevo aplazamiento a la sentencia de muerte que desde meses atrás planeaba sobre sus cabezas que se mostraban exultantes de alegría y evitaban por tanto razonar acerca de su incierto futuro.

      El viejo Virutas, que aferraba con inusitada fuerza la caña del timón y parecía haber recobrado gran parte de su presencia de ánimo, guiñó por último un ojo a su joven compañero de fatigas.

      –¿Qué rumbo, capitán? –quiso saber.

      El pelirrojo sonrió divertido.

      –Hacia donde nace el sol, naturalmente: ¡Hacia Sevilla!

      El viejo Virutas había sido honrado al admitir que sabía cómo conseguir que un barco avanzase, pero no cómo lograr que lo hiciera siempre en la dirección apetecida.

      El viento alejó por propia iniciativa la nave de la costa, pero una vez en alta mar resultó tarea imposible aproarla hacia Levante y exigirle que se mantuviera en ese derrotero, pese a que un mar que de tan quieto semejaba una inmensa esmeralda ofreciese toda clase de facilidades para trazar sobre su pulida superficie los rumbos que quisieran.

      Cansados pues de luchar contra su propia ineptitud y convencidos de que de continuar maniobrando con tan escasa pericia lo único que conseguirían sería zozobrar y convertirse en pasto de los tiburones que los seguían mansamente, optaron por permitir que la vela tomase el viento a su gusto por la amura de estribor para continuar alejándoles sin destino aparente de las costas de aquella inmensa isla de altas montañas que tan tristes y sangrientos recuerdos traía a su memoria.

      –¿Adónde iremos a parar?

      El carpintero se limitó a encogerse de hombros señalando el vacío horizonte que se abría ante la proa y sobre el que no destacaba ni tan siquiera la más diminuta de las nubes.

      –Adonde Dios y el viento nos lleven –replicó–. Pero ten por seguro que cualquier lugar será mejor que el que dejamos a la espalda. ¡Toma! –pidió–. Coge el timón.

      –La última vez que lo hice la Santa María se fue al garete.

      –Aquí tan solo puedes chocar contra un tiburón.

      Dejó la caña en manos del muchacho, se introdujo en la camareta, y al poco regresó con una gran caja que abrió sobre cubierta para comenzar a encajar cuidadosamente pequeñas piezas de madera en clavos que surgían del centro mismo de grandes cuadrados blancos y negros que conformaban un curioso tablero.

      –¿Qué es eso? –quiso saber el canario.

      –Un ajedrez de a bordo –replicó el otro con manifiesto orgullo–. Lo hice yo mismo.

      –¿Y para qué sirve?

      –Para lo que sirven todos: para jugar.

      Cienfuegos tomó una de las figuritas, que constituía en verdad una auténtica obra de arte, y la observó con profundo detenimiento.

      –¿Con quién vas a jugar?

      –Solo. Casi siempre juego solo.

      El muchacho pareció francamente desconcertado.

      –Eso es estúpido –señaló–. Así siempre ganas y siempre pierdes.

      –A veces empato.

      –¿Contigo mismo? ¿Pretendes hacerme creer que juegas a algo con lo que puedes empatar contigo mismo? ¡Qué tontería!

      –No es ninguna tontería –replicó el viejo malhumorado–. Mirándolo bien, mayor tontería resulta ganarse a sí mismo. ¿O no?

      –Tal vez –se vio obligado a admitir el confundido cabrero, que optó por quedar en silencio y observar cómo su amigo comenzaba a mover las piezas, tan absorto que parecía haber olvidado que se encontraban prácticamente a la deriva sobre un lejano mar desconocido al otro lado de todos los mundos existentes.

      Al poco le llamó poderosamente la atención el inconcebible grado de concentración que un hombre de apariencia tan tosca podía alcanzar sentado en silencio frente a aquellas caprichosas figuritas, y le sorprendió aún más el hecho de descubrir de improviso un extraño brillo de alegría en su mirada, un rictus de inquietud en su ceño o una sonrisa cómplice en sus labios, hasta el punto de que podría llegar a creerse que algún invisible contrincante se sentaba realmente al otro lado del tablero.

      –¡Estás loco! –exclamó al fin.

      –Calla.

      –Rematadamente loco.

      –O te callas o te tiro al mar. Ese caballo me quiere