comer un obispo… Yo siempre creí que los caballos solo comían hierba.
No obtuvo respuesta y continuó observando estupefacto al anciano carpintero que mascullaba por lo bajo maldiciendo las nefastas intenciones de un traidor caballo negro que había logrado infiltrarse en su férrea línea de defensa, preguntándose una vez más cómo era posible que una persona adulta y que no ofrecía aún síntomas de senilidad se dejase atrapar de tal forma por la fascinación de un tablero sobre el que correteaban una serie de pintorescas piececitas que él mismo se encargaba de mover a su antojo.
–¿Lo inventaste tú?
El otro ni le prestó atención, y tuvo que repetir molesto la pregunta para que se dignara alzar la cabeza y dirigirle una larga mirada de desprecio.
–Lo inventaron los chinos o los egipcios. Nadie lo sabe con exactitud, pero sí se sabe que tiene más de tres mil años de antigüedad y es el juego más inteligente que existe.
–¿Qué puede tener de inteligente hacer que un caballito de madera salte de aquí para allá como una pulga? ¡Es estúpido!
Tampoco en esta ocasión consiguió algo más que un gruñido, porque resultaba evidente que cuando el anciano carpintero se sumía en los avatares de una partida de ajedrez se aislaba hasta el punto de hacer creer que se encontraba en trance, por lo que el gomero acabó por encogerse de hombros y concentrarse en estudiar las oscuras aletas de unos tiburones que se habían convertido en el único signo de vida o movimiento de un mundo que parecía haberse detenido con la intención de tomarse un largo respiro.
–Me aburro… –masculló al cabo de un rato, y al comprobar que no le hacían caso, insistió–. Te digo que me aburro.
–Ahórcate.
–Enséñame a jugar. –Ante la forma en que el otro pareció estudiarle de arriba abajo, como si se tratara de un sapo o de un simple barril al que de pronto le hubiese sido concedido el don de la palabra, añadió desabridamente–: Fui capaz de aprender a leer…
–¿Qué tendrá que ver la lectura con esto? El ajedrez es una cosa muy seria. Es la guerra concentrada en un tablero.
–Inténtalo.
Bernardino de Pastrana, que era en realidad el verdadero nombre, apenas conocido, del deteriorado carpintero mayor de la Santa María, taladró con la mirada el hermoso rostro de enormes ojos verdes del musculoso gomero, intentando leer en el fondo de su mente o llegar a la conclusión de si valía o no la pena introducir en su aparentemente obtuso cerebro los maravillosos arcanos del conocimiento del bienamado juego de los reyes. Por último asintió resignado.
–Me temo que vamos a tener que pasar mucho tiempo juntos –dijo–. Y con lo plasta que eres, o te enseño o te degüello. Fíjate bien…: esto es un peón. Cada jugador tiene ocho, que son como soldados.
Horas más tarde el «Seviya» se balanceaba mansamente en mitad de un mar que apostaba a ser lago, con la ya inútil vela flameando al compás de la brisa, mientras un rojo sol que iniciaba su lento descenso hacia el ocaso recortaba contra el azul horizonte las siluetas de un anciano esquelético y un fornido muchacho, que sentados con las piernas cruzadas bajo los muslos, permanecían absortos en el estudio de un tablero de ajedrez.
Cayó la noche, y tumbado sobre cubierta contemplando las miríadas de estrellas de la bóveda de un cielo limpio y cálido, Cienfuegos se preguntó cómo era posible que encontrándose en la extremadamente difícil situación a que el destino le había conducido, flotando como una hormiga sobre un corcho a escasos metros de las fauces de dos hambrientos escualos y a la deriva en el corazón del mar de los caribes, su mente se encontrase sin embargo totalmente atrapada por el ficticio universo de aquellas figuritas de madera que evolucionaban a su capricho dentro de un mundo cuadriculado.
Aún no había conseguido captar más que una mínima parte de las prolijas explicaciones que el viejo Virutas le ofreciera, pero de algún modo comenzaba a intuir el fabuloso campo de nuevas sensaciones que se abría ante él cada vez que avanzaba una torre o capturaba un peón enemigo, y resultó evidente que el empedernido jugador que llevaba en su interior había descubierto aquella tarde un nuevo y ancho cauce por el que dejar escapar su caudaloso contenido.
Debido a una, hasta cierto punto hermosa coincidencia, aquella calurosa jornada caribeña reunió sobre la pesada y tosca embarcación a dos jugadores de muy opuestas características, dado que a la frialdad analítica y la suma prudencia del juego de Bernardino de Pastrana se opuso de inmediato la espontánea, clarividente y brillante agresividad del cabrero canario.
Dos hombres flotando sin destino durante cuatro días bajo un sol de fuego en mitad de una calma chicha y ajenos a nada que no fuesen jaques y enroques constituían en verdad un espectáculo incongruente, pero tal vez fue esa inconsciente evasión a la infinidad de problemas que los acuciaban tan de cerca lo que evitó que un pánico enfermizo se apoderara de su ánimo precipitándolos en un desastre inevitable.
Hasta los tiburones se aburrieron.
Silenciosos testigos de largas e incomprensibles contiendas en las que apenas se pronunciaban media docena de palabras, optaron una mañana por sumergirse en las calientes y limpias aguas a la busca de presas menos apetitosas pero más asequibles, con lo que la quietud alcanzó tal extremo que cabría imaginar que todo signo de vida había huido de la superficie del planeta o la maciza embarcación había traspasado los límites de lo real para penetrar sin proponérselo en una nueva dimensión desconocida hasta el presente.
El mar, al ganar profundidad, se volvió más azul y más denso, sin perder por ello su inmovilidad casi aceitosa, pero ninguno de los contendientes reparó en tal detalle, y si lo hizo no pareció importarle puesto que tanto daban aguas verdes que negras siempre que mantuvieran tranquila la cubierta.
Comenzó sin embargo a escasear el agua dulce.
De día un calor bochornoso recalentaba pesadamente la embarcación y las noches sin viento apenas contribuían a refrescar el ambiente, por lo que llegaron a la conclusión de que de no llover pronto correrían serio peligro de morir deshidratados.
El viejo Virutas aparentó no obstante no sentirse en exceso preocupado.
–Por lo único que lo siento –dijo– es porque al fin había encontrado un buen enemigo al que machacar. Por lo demás ya te dije que tanto da acabar de un modo u otro, y lo cierto es que yo ya estoy viviendo de prestado.
–Pero yo no. Busquemos tierra.
–¿Dónde?
–Donde la haya. ¿Recuerdas los caribes que atacaron el fuerte? Usaban una piragua, lo que quiere decir que no podían venir de muy lejos.
–Tal vez de Cuba.
El pelirrojo negó convencido.
–Cuba queda al Nordeste y aquella no es tierra de caníbales. Venían de otro sitio.
–Sea el que sea –puntualizó el carpintero con firmeza–. Mil veces prefiero morir de sed que caer en manos de esas bestias.
Cienfuegos, que había sido testigo de cómo los caribes devoraban a dos de sus amigos y aún le asaltaba en sueños el recuerdo de aquella terrible escena, se mostró en un principio de acuerdo con tal punto de vista, pero la sed se convirtió muy pronto en una exigente compañera de viaje y una pésima consejera, por lo que, cuando al amanecer del sexto día distinguieron en el horizonte la borrosa silueta de una alta montaña hacia la que les empujaba la corriente, decidieron aproximarse a ella aun a riesgo de caer en manos de tan feroces alimañas.
Era una isla verde y escarpada aunque no demasiado grande, en la que altivos farallones de negra roca alternaban con diminutas playas de arenas muy limpias, y pese a que la costearon por más de cinco horas atentos a cualquier rastro de presencia humana, no descubrieron choza, embarcación, ni sendero que permitiera sospechar que se encontrara habitada.
La sed se había convertido a aquellas alturas en un auténtico tormento, y el gomero llegó a la conclusión de que si el de Pastrana prefería morir a bordo era muy dueño de hacerlo,