Alberto Vazquez-Figueroa

Caribes


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huida.

      Atisbó entre las hojas del helecho y pudo distinguir con toda claridad una figura que se aproximaba muy despacio y que de tanto en tanto se detenía a escuchar e incluso venteaba el aire abriendo mucho las aletas de la nariz, como si intentara atrapar un olor distinto que lo condujera hasta su víctima.

      Se trataba de una mujer sin duda alguna, aunque más bien podría catalogarse de hembra joven de alguna especie de extraña bestia ligeramente emparentada con los seres humanos, puesto que la ancha cara sobre las que destacaban las enormes fosas nasales, los diminutos y acerados ojos, y la boca gruesa y carnosa de amarillos y afilados dientes, le conferían un aspecto simiesco pese a que el color de su piel fuera notoriamente claro contrastando con una mata de cabello negro y lacio que le caía, aún chorreante, por la espalda.

      Sus gestos carecían igualmente de aquella feminidad que cabía encontrar incluso en las más primitivas indígenas de las restantes islas, puesto que denotaban una agresividad propia de fiera de la jungla, a la par que una marcada felinidad hacía recordar en determinados momentos un enorme gato al acecho de su presa.

      Cienfuegos se supo más cerca que nunca de una muerte cruel e ignominiosa, y al abrigar la absoluta certeza de que en cualquier instante acabaría siendo descubierto, experimentó de nuevo aquella invencible sensación de laxitud que hacía que cada músculo del cuerpo le pesase como el plomo, incapaz por completo de reaccionar pese a que menos de seis metros lo separasen de su enemiga, que se detuvo, aventó el aire, pareció cerciorarse de que se encontraba sobre una buena pista y emitió uno de aquellos cortos y guturales gritos que constituían probablemente una especie de orden.

      El canario comprobó que nuevas voces llegaban de los cuatro puntos cardinales, por lo que hizo un supremo esfuerzo de voluntad y dando un salto se lanzó hacia delante buscando tan solo algún tipo de muerte que no fuera aquella, tan espantosa, que parecía tenerle reservado su amargo destino.

      Esquivó como pudo el hacha de piedra que voló hacia su cabeza y que fue a quebrar la gruesa rama de un árbol, y continuó su enloquecido galopar saltando sobre matojos y troncos caídos sin prestar atención más que a lo que tenía ante él y a una desesperada necesidad de encontrar una improbable salida a aquella inmensa trampa.

      Una nueva mujer se cruzó en su camino blandiendo un arma, pero no le dio tiempo a alzar el brazo, lanzándose sobre ella y derribándola de un empellón para seguir adelante ciegamente.

      Esquivó a una tercera.

      Luego a una cuarta.

      Dos más lo perseguían muy de cerca en el momento mismo en que el azul del mar hizo su aparición ante sus ojos y una leve luz de esperanza nació en su ánimo, pero de improviso sintió un fuerte golpe en la cabeza, el mundo estalló en su interior sonoramente, y dando un último traspiés cayó de bruces como aniquilado por un rayo.

      En el instante mismo de perder el conocimiento, por su cerebro cruzó, muy fugazmente, la escena del sangriento festín del que había sido testigo meses antes.

      Abrió los ojos para enfrentarse al desencajado rostro de Bernardino de Pastrana, más conocido por el pintoresco apodo de Virutas, que parecía haber conseguido el portentoso milagro de envejecer un siglo en pocas horas, ya que sus ralos cabellos habían encanecido aún más y el millón de arrugas de su rostro se habían multiplicado por diez.

      –¡Nos van a devorar, Guanche! –fue lo primero que dijo sin poder evitar un sollozo–. Esos salvajes lo están preparando todo para comernos.

      Ni siquiera se molestó en buscar palabras de consuelo, puesto que no las había, limitándose a permanecer muy quieto, como alelado, odiando la idea de haber recuperado la noción de las cosas para volver a experimentar el insoportable miedo que se había apoderado de su cuerpo e incluso de su alma, porque se le antojaba preferible haber acabado de una vez cuando cayó sin sentido que volver a tomar conciencia del espantoso fin que le esperaba.

      Sin mover un solo músculo recorrió con la vista el lóbrego pozo en que les mantenían encerrados, que no ofrecía más salida que una alta boca que mostraba diminutos cuadrados de un cielo muy azul, ya que se encontraba cerrada por un pesado enrejado hecho de gruesas cañas de bambú, y tardó un tiempo, que al anciano se le antojó una eternidad, en volver a la demoledora realidad del mundo de los vivos y reparar en el desolado rostro cuyos enrojecidos ojos aparecían ahora empañados en lágrimas.

      –¿Por qué permitiste que te atraparan? –inquirió con un claro deje de reproche en la voz–. Morir ahogado era mejor.

      –La corriente me empujó hacia la orilla y de pronto comenzaron a caer desde el acantilado. Nadan como patos y el viento no ayudaba. –Hizo una corta pausa y añadió sorprendido–: Son mujeres.

      –Ya me he dado cuenta. Mujeres caribes. ¿Vistes sus piernas?

      –¡Espantosas! Hinchadas como globos por debajo de las rodillas.

      –Igual que las de los guerreros que matamos en el Fuerte… ¿Los recuerdas?

      –¡Dios si los recuerdo! –sollozó de nuevo el anciano–. No he hecho más que pensar en ellos desde que me cogieron. ¡Nos comerán!

      –¿Qué más da los caribes que los gusanos, viejo? Lo que importa es acabar aprisa y sin sufrir. ¡Cielos! –añadió el gomero desalentado–. Jamás me imaginé que resultase tan difícil llegar a Sevilla.

      –Hubiera sido más digno morir luchando con las gentes de Canoabó –sentenció el carpintero apoyando la nuca en la pared de tierra y alzando el rostro al cielo tras sorber dos gruesos lagrimones–. Aquellos por lo menos no eran caníbales.

      –Vi el cadáver de Vargas devorado por los cangrejos al borde del mar. Ya no sufría. Lo que nos va a hacer sufrir es imaginar lo que sucederá cuando nos maten, pero ten por seguro que una vez muertos da lo mismo.

      –¿Y qué ocurrirá cuando tengamos que resucitar el día del Juicio Final?

      –Yo no creo en esas cosas, viejo –le recordó el cabrero–. Nunca me bautizaron y supongo que por lo tanto no debo tener derecho a Juicio Final, ni nada por el estilo. ¡Mierda, qué miedo tengo! –masculló–. Pero si tu Dios es capaz de resucitar a gente que lleva siglos bajo tierra y ya no es más que polvo, también será capaz de devolverte el cuerpo sea cual sea su destino.

      –No me consuela.

      –Tampoco a mí.

      Quedaron en silencio, contemplándose como alelados, capaces de ver únicamente la macabra escena de su propio descuartizamiento a manos de las bestiales criaturas de grotesca apariencia humana que les habían apresado; ciegos y sordos a cuanto no fuera su espantoso final.

      El terror alargaba las horas.

      La oscuridad acudió a intensificar el pánico.

      La noche fue la más larga y silenciosa de todas las noches posibles; densa, caliente, impenetrable; sin tan siquiera el rumor de la brisa, ni una voz, ni un llanto, ni la lejana llamada de amor de un ave nocturna, como si el pozo se adentrara en el corazón de la tierra y se encontraran inmersos en los abismos del infierno; allí donde tan solo el hedor a miedo que emitían sus propios cuerpos les hacía algún tipo de compañía.

      Por último, de las tinieblas, surgió, serena, la ronca voz del carpintero:

      –Guanche.

      –¿Qué?

      –Mátame.

      Lo meditó en silencio, sin escandalizarse por tan descabellada idea, porque también él hubiera preferido morir a manos de un amigo a soportar los infinitos sufrimientos que le esperaban, pero al fin negó con un gesto aun a sabiendas de que el otro no podía verle.

      –No –fue todo lo que dijo.

      –¿Por qué?

      –No quiero quedarme solo.

      –Eso es injusto.