Alberto Vazquez-Figueroa

Caribes


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primera vez en mucho tiempo los ojos del viejo Virutas relampaguearon.

      –¿Pretendes insinuar que es posible que aquellos guerreros fueran los machos que estas bestias están esperando? –quiso saber.

      –¿Por qué no? Todo coincide: son caníbales, tienen el mismo aspecto, se pintan de igual forma, y se marcharon de aquí poco antes de que nos atacaran. Si esta es la primera isla que hemos encontrado al salir de Haití, lo lógico es que sea hacia allí hacia donde suelan dirigirse durante sus correrías.

      Durante largo rato el anciano carpintero permaneció muy quieto abrazado a sus rodillas en un rincón del oscuro pozo que hedía a vómitos, sudor y mierda, pero acabó por encogerse de hombros con gesto profundamente fatalista:

      –Al fin y al cabo ¿qué más da? –musitó–. Continuarán cebándonos hasta que reventemos, y con hombres o sin ellos acabarán comiéndonos. El día en que se convenzan que no van a volver todo habrá terminado.

      –¡Pero habremos ganado tiempo! –señaló el pelirrojo con firmeza–. Y durante ese tiempo tal vez encontremos la forma de escapar. Se supone que somos seres civilizados e inteligentes y ellas poco más que monos de la selva. ¡Es cuestión de pensar!

      –El hambre agudiza el ingenio –refunfuñó el viejo–. Y yo ahora estoy siempre empachado. Se me olvidó pensar.

      –Pues ya es hora de que empieces a recordar cómo se piensa –fue la seca respuesta–. A mí me esperan en Sevilla, y aún confío en que lo que tengo entre las piernas sirva para algo más que para aperitivo de salvajes.

      Apenas tres días más tarde el canario pudo comprobar, de forma harto desagradable, que su espectacular miembro viril serviría en realidad para algo más que para simple aperitivo de salvajes.

      Fue como siempre el adusto y arrugado hechicero el que emitió una nueva orden, y al poco trajeron a una joven cautiva, una muchacha haitiana a la que el miedo parecía mantener perpetuamente enloquecida, que se limitó a arrodillarse ante el gomero abriéndose de piernas y ofreciéndole sumisamente su sexo y su trasero.

      Una de las caribes liberó entonces a este de sus dolorosas ataduras y con procaces gestos le dio a entender que copulase con la muchacha, que había hundido la frente en la arena cerrando los ojos y aguardando a que la penetrara con la indiferencia de un animal vacuno.

      Horrorizado e incapaz de salir de su asombro, el cabrero observó aquel cuerpo entregado de antemano y a las docenas de mujeres y niños que le contemplaban con extraña fijeza e instintivamente dio un paso atrás negando una y otra vez con la cabeza.

      –¡No! –exclamó en español, aun a sabiendas que no podían entenderle–. ¡No pienso hacerlo! No soy un animal.

      Dos lanzas lo aguijonearon en la espalda y el hechicero lanzó un ronco gruñido amenazador.

      –¡He dicho que no! –repitió firmemente.

      Una de las caribes se aproximó aún más, de un brusco manotazo le desgarró lo poco que quedaba de sus mugrientos y deshilachados pantalones, y tras un breve instante de asombrado silencio, un murmullo de cuchicheos y risitas histéricas se extendió por la amplia explanada obligando al emplumado anciano a fruncir el ceño lanzando un ronco rugido.

      De inmediato, entre tres mujeres arrojaron al suelo al pelirrojo colocándolo de rodillas tras la muchacha, y dos más lo aguijonearon nuevamente con las lanzas intentando obligarle a cumplir a la fuerza la misión para la que había sido elegido.

      Cienfuegos lanzó un aullido de ira tratando de liberarse, pero cuanto obtuvo fue una lluvia de golpes que le hicieron sangrar por la nariz amoratándole el ojo izquierdo.

      La haitiana se volvió a mirarle y murmuró en su idioma:

      –¡Hazlo o te castrarán!

      –¿Cómo has dicho? –inquirió temiendo haber oído mal.

      –Que si comprueban que no sirves para preñar te castrarán para que engordes más aprisa.

      –¡Dios bendito! –exclamó el cabrero desolado–. ¡No es posible!

      –Aquí todo es posible –fue la triste respuesta.

      Cienfuegos permaneció unos instantes desconcertado intentando aceptar la idea de que tenía que conseguir una erección delante de casi medio centenar de testigos si pretendía continuar siendo un auténtico hombre, y tan solo volvió a la realidad al advertir que dos de sus captoras comenzaban a manosearlo groseramente intentando obligarle a penetrar a la muchacha como si se tratara de un toro o un caballo incapaz de valerse por sí mismo.

      A punto estuvo de vomitar sobre la espalda de la infeliz muchacha, y tuvo que hacer uno de los mayores esfuerzos de su vida para conseguir escapar a la realidad de cuanto le rodeaba centrando su mente en el hecho de que tenía ante sí una mujer sin el menor atractivo pero a la que debía poseer a toda costa.

      Minutos después se hizo un denso silencio, roto tan solo por los gemidos de dolor y placer que lanzó la joven cautiva cuando un descomunal pene la penetró hasta las mismas entrañas y el canario comenzó a moverse rítmicamente en su interior.

      Las caribes, cuyos hombres se habían hecho a la mar hacía ya más de cinco meses, permanecieron muy quietas, como embobadas, y más de una se estremeció de punta a punta al advertir cómo la muchacha lanzaba ahora entrecortados jadeos de placer para acabar de emitir un prolongado aullido, caer de bruces y comenzar a agitarse presa de un incontenible espasmo que le obligaba a golpear el suelo con los puños al tiempo que pataleaba como si estuviera a punto de morir en pleno orgasmo.

      Cumplida su misión, el gomero se puso calmosamente en pie y se alejó muy despacio hacia el cercano bosque sin que nadie hiciera el más mínimo ademán por detenerlo.

      Encontró un arroyuelo, se introdujo en el agua y permitió que la suave corriente fuera desprendiendo muy despacio la gruesa capa de mugre que cubría cada centímetro de su piel.

      Poco después lloraba mansamente al comprender que tal vez había engendrado un hijo destinado a ser cebado y devorado como un cerdo.

      La desagradable escena se repitió casi a diario, pero pasado el primer momento de asco y vergüenza, Cienfuegos pareció comprender que en cierto modo lo ocurrido había servido para permitirle cobrar un innegable ascendente sobre las caribes, que le contemplaban ahora como una especie de extraño superhombre de inmensa estatura, cuerpo de Hércules, cabellos de fuego y desproporcionada virilidad.

      Inconcebiblemente racistas debido sin duda a su peculiar forma de vida, las mujeres de la mayoría de las islas que más tarde serían conocidas como Pequeñas Antillas, no concebían la idea de mantener relaciones sexuales con un extraño, dado que el fruto de tal unión sería siempre considerado impuro y estaría condenado desde su nacimiento al engorde y sacrificio.

      Sus machos engendraban en las hembras cautivas hijos destinados al consumo, pero una madre caníbal jamás corría el riesgo de que una criatura nacida de sus entrañas pudiera acabar siendo devorada por sus congéneres.

      Debido a ello y para evitar confusiones, el brujo de la tribu ligaba las piernas de los chiquillos de pura raza desde el día mismo de su nacimiento, provocando una extraña deformidad en las pantorrillas que casi triplicaba su grosor, lo que constituía a sus ojos la más preciada muestra de belleza ya que les permitía diferenciarse a simple vista del resto de los mortales.

      Caníbal no come caníbal, era la más antigua y respetada de sus leyes, pero con la excepción de quienes gozaran del dudoso privilegio de poseer unas piernas monstruosas, la práctica totalidad de los seres humanos constituían seguros candidatos a servirles de almuerzo.

      Desatendidas por sus hombres desde hacía ya casi medio año, las mujeres caribes se mostraban por tanto visiblemente ansiosas y enceladas, pero pese a ello se mantenían a prudente distancia del único hombre aparentemente disponible del poblado, aunque no dudaran a la