a una larga confidencia; pero la señora Verloc dejó caer su cabeza en la almohada, y mirando hacia acriba prosiguió:
—Ese muchacho escucha muchas de las cosas que se hablan en esta casa. Si hubiera sabido que ellos vendrían esta noche, me hubiera encargado de mandarlo a la cama al mismo tiempo que yo. Estaba como loco por algo que había escuchado sobre comer la carne humana y beber su sangre. ¿Qué sentido tiene hablar sobre esas cosas?
Había en su voz un tono de indignado desprecio. El señor Verloc ahora estaba sumamente interesado.
—Pregúntaselo a Karl Yundt —gruñó con dureza.
Con gran decisión, la señora Verloc llamó a Karl Yundt “un viejo despreciable”. Declaró en forma abierta su simpatía por Michaelis. Del robusto Ossipon, en cuya presencia siempre se sentía incómoda y tenía que aparentar tras una actitud de imperturbable reserva, no dijo nada. Continuó hablando sobre su hermano que por tantos años había sido objeto de cuidado y temores, dijo:
—No es bueno para él escuchar lo que se dice aquí. Cree que todo es verdad. No tiene madurez. Se obsesiona con lo que oye.
El señor Verloc se mantenía en silencio.
—Cuando bajé me miró con rostro serio, como sino supiera quien era yo. Su corazón golpeaba como un martillo. Él no puede evitar ser excitable. Desperté a mi madre y le pedí que se quedara con él hasta que se durmiera. No es su culpa. No da problemas cuando lo dejan en paz.
El señor Verloc no hizo comentario alguno.
—Ojalá nunca hubiera ido a la escuela —dijo la señora Verloc, que empezó bruscamente a hablar de nuevo—. Siempre saca esos periódicos que están en el aparador para leerlos. Su rostro se enrojece por la concentración que pone cuando los examina. En todo un mes no llegamos a vender ni una docena de ejemplares. Sólo ocupan lugar en el aparador. Y el señor Ossipon todas las semanas trae una pila de esos panfletos del F. P. para venderlos a medio penique cada uno. Yo no le daría ni medio penique por toda la pila. Es una tontería, eso es lo que es. Y no se venden. El otro día Stevie tomó uno que traía la historia de un oficial del ejército alemán que casi le arranca media oreja a un recluta y no le hicieron nada por eso. ¡El muy bruto! No supe qué hacer con Stevie esa tarde. Es que esa historia era como para hacerle hervir la sangre a uno. Pero ¿qué sentido tiene publicar cosas así? Gracias a Dios aquí no somos esclavos de los alemanes. No es asunto nuestro ¿no es así?
El señor Verloc no contestó.
—Tuve que arrancarle de las manos al chico el cuchillo de trinchar —continuó la señora Verloc, ahora un tanto soñolienta—. Gritaba y pataleaba, llorando. No puede soportar la idea de una crueldad. Si hubiera tenido a su alcance en ese momento al oficial alemán lo hubiera acuchillado como a un cerdo. ¡Y con toda razón, además! Hay gente que no merece piedad. —La voz de la señora Verloc se apagó y la expresión de sus ojos inmóviles se hizo más y más contemplativa durante la larga pausa que siguió—. ¿Estás cómodo, querido? —preguntó con voz suave y distante—. ¿Quieres que ya apague la luz?
La terrible seguridad de que para él no habría sueño mantenía al señor Verloc mudo e inerte, lleno de su miedo a la oscuridad y sin esperanza. Hizo un gran esfuerzo para responder.
—Sí. Apágala —dijo finalmente resignado.
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