pues!
Yo tiraba el ojo por todos lados a ver si por ahí veía al muchacho. Andrés no dejaba de seguirme con la mirada; prácticamente me estaba sacando a patadas.
–Ajá, Emilia, ¡sal de aquí! ¡Vete pa’ la casa!
Me volé la cerca sin dejar de mirar. Definitivamente, nadie andaba por ahí; al menos, no el que me interesaba. Entonces, resolví irme mirando las estrellas. Me gustaba pensar que ellas me seguían mientras caminaba y, por estar mirando para arriba, me tropecé con una piedra y caí como pepa de guama. Reconocí esos brazos cuando trataban de levantarme: eran los de él… la boquita me temblaba… casi que no podía decir palabra.
–Emilita, ¿qué hace por aquí sola? –me preguntó, como si estuviera hablando con una bebé.
–Nada. Estaba en La Ceiba con mi hermano Andrés que me había pedido un favor. –Lo miré de arriba a abajo y él a mí también; por un momento los dos nos quedamos callados.– Oye, ¿ y tú por qué sabes mi nombre y yo no el tuyo?
–Dago –respondió, acomodándose su pelo afro–. Vamos pa’ acompañarte a tu casa.
Me dejé llevar. Caminábamos juntos y, aunque yo tenía ganas de hablar, el Dago ese no me decía ni una palabra; pero, en cambio, caminaba muy cerquita, ¡qué sensación! Era como si sintiera que me jalaba, y fue así: sin darme cuenta, nuestras manos ya estaban abrazadas. Hasta ese momento solo sabía que se llamaba Dago, que posiblemente trabajaba en La Ceiba con papá, que podía ser enrejador o arreador de ganado, y que tenía cara de tener diecisiete años.
En la imagen Dago en la serie. Fotografía: Archivo del canal TeleCaribe. Foto fija: Freddy Fortich y Jiovanna Osorio.
Cuando ya estaba cerquita a la casa donde vivíamos, pasó mi hermana Martha, mayor que yo, y me miró de forma acusadora. No me dijo nada, pero yo supe que tenía que dejar de abrazar la mano de Dago. Él pareció entender lo que pasaba y yo me pegué a mi hermana.
Cuando llegamos a la casa, le soltó todo a mamá. Mi madre, que era más tranquila, solo me mandó a dormir y me dijo que después hablábamos de ese pela’o. Me acosté al lado de mi hermanita Basilisa que, en esa época, tenía diez años. Ella estaba rendida; la abracé, cerré los ojos y vi, entonces, a Dago. Le acaricié los brazos, lo toqué todo y, ahí, me quedé dormida profundamente.
Al despertar, advertí que Basilisa me estaba mirando como una gallina mira un bulto de sal. Dijo que estaba apalastrá, y apaleada de la estrujadera que le tenía, y lo dijo (eso fue lo peor) delante de todos en la casa. A mí, claro, me dio mucha pena.
Me monté en mi caballo y salí para Mahates, donde quedaba la escuela. En el camino vi un rosal. Me detuve, tomé una rosa y me la puse en la cabeza y escuché entonces esa voz que sabía a tambó.
–Si te pones dos te vas a ver más bonita.
Eso me causó mucha risa. Mi carcajada cautivó hasta al caballo. Esas palabras eran de Dago. Y mi risa lo decía todo.
– ¿Para dónde vas, Emilita, que te estás colocando flores en la cabeza?
–Voy pal’ colegio…–le respondí, cubriéndome la cara.
– ¿Y sabes leer y todo eso?
–Sí, y si tú no sabes, yo te puedo enseñar.
– ¿Tú crees que yo no sé leer?
Era lo más probable. Gente: si hoy en día es difícil que los niños vayan a la escuela, imagínense en esa época en la que yo hasta tenía que tener caballo para ir estudiar. Realmente estudiar en este país es un privilegio de pocos.
–Se te nota –le dije, como desafiándolo.
–Bueno; enséñame pues –me respondió él. – Vamos a ver quién enseña a quien.
–Mañana voy a La Ceiba. ¿Tú trabajas allí? –le pregunté, como si no supiera.
–Sí, ve. Yo te espero allá, en los cultivos.
Me monté en el caballo y, cuando llegué al colegio, no podía pensar en nada diferente al momento en el que iba a estar con Dago tratando de enseñarle las letras y todo eso.
Ya casi era la hora de la salida y yo no quería seguir escuchando al profe, que parecía una garza de lo largo y flaco que era. Lo único que yo tenía en la cabeza era el color del que se iba a vestir el cielo para ver nuestro encuentro. Por cierto, lo que más me gusta de creer en Dios (ahora no se si debería seguir creyendo porque no lo veo) es la idea de subir al cielo: me gusta cómo se ve y me gusta que todos los días haya uno nuevo; me gustan sus colores y sus formas. Sí; siempre había imaginado la posibilidad de subir al cielo, muerta o viva, para sentir las nubes y oler los colores del atardecer.
Aun hoy, eso es lo que más me preocupa de estar acá… que, se podría decir, es nada.
Me inquietaba la idea de estar allá metida, entre las ramas de maíz, de estar con él, encaletados, con el culo lleno de tierra. El solo hecho de estar hablándole de cerca a Dago, me desordenaba la cabeza más de lo que la tenía, o la tengo. Ni siquiera sentí la gana de irme para Gamero después del colegio, a ver mi amiga Irene, a quien visitaba aunque ya era una joven casada con la responsabilidad de un hogar y, sobre todo, de un marido que se emborrachaba después de haber estado trabajando la tierra debajo del sol, y que regresaba a la casa prohibiéndole a ella que saliera en la noche a ver la luna porque de pronto le alcahueteaba los deseos. Pese a eso, Irene siempre me recibía en su casa. Allá, aprovechábamos para cantar cuando su marido no estaba. Los cantos que se escuchaban hasta San Basilio de Palenque a veces la acompañaban a recoger rosas. No sentía el paso del tiempo cuando estaba con ella y, por eso, cada vez que llegaba del colegio papá me daba con un rejo; porque me presentaba en la casa cuando la noche casi estaba cayendo.
Quisiera verla.
En aquellos tiempos en los que yo era una niña de quince años e Irene una joven de veinticinco que cuidaba de mí como si fuese su hermana y con quien tenía largas conversas como si fuéramos contemporáneas, nunca se me atravesó por la cabeza la idea de que ella iba a ser, años más tarde y hasta poco tiempo antes de nuestras muertes, mi peor enemiga. Lo fue, y por las razones más vacías por las que dos mujeres de pueblos resistentes, como nosotras, puedan sentir entre sí, odio. Pueblos como el nuestro, en los que la música ha sido el arma más importante para persistir y sanar: un arma que se ha pasado a los que van llegando.
Ahora que estoy muerta, entiendo por qué nosotros cantamos: nuestros pueblos cantan como siembran; nuestros cantos son nuestra forma de decir estamos aquí, nuestras semillas crecen y no nos vamos. Yo me había prometido que, a la edad de cuarenta y cinco años, iba a salir a ser cantante; de esas cantantes que ponen en los bailes. Yo no participaba en los bullerengues del pueblo en donde las mujeres y los tamboreros se reunían para cantar y celebrar la vida o la muerte, y no lo hacía porque no quería cantar para disfrazar el dolor.
Mi hermana Martha sí cantaba en el pueblo, tanto en las fiestas de junio como en las de la conquista. Ella había decidido seguir el legado de mi madre, que había muerto siendo la más importante del bullerengue en todos estos pueblos.
Cuando el esposo de Irene murió de una mala vaina, ella empezó a sacar todo lo que no cantó por años. Siendo más vieja que yo, se pasaba la vida cantando bullerengue. Cada vez que se reunían a cantar alrededor del fuego, o cuando había fiesta en alguna finca, siempre mandaban a llamar a Irene. Entre los músicos que cuando no estaban trabajando la tierra o pescando en la ciénaga estaban protestando con la música, estaban un primo mío de Gamero que se llama Guido, cantador, otro primo, el Gran Magín Díaz, condenado a vivir para siempre aun después de la muerte, y mi hermana Martha, que se encontraba con ellos de vez en cuando en algunos bailes.
En esos años de mi vida, en los que ya no tenía que saltar cercas para darles de comer cualquier cosa a mis hijos, me dedicaba a llorar y a cantar acompañando al tambor en los velorios, algo que, de alguna