Nuria Calduch-Benages

Mujeres del evangelio


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de los enemigos. Al regreso de su heroica empresa, Judit se presentó victoriosa en la puerta de su ciudad y fue entonces cuando

      la gente, llena de asombro, se postró en adoración a Dios y estalló en un clamor unánime: «Bendito seas, Dios nuestro, que has humillado hoy a los enemigos de nuestro pueblo». Ozías dijo a Judit: «Hija, que el Dios Altísimo te bendiga entre todas las mujeres de la tierra. Alabado sea el Señor, el Dios que creó el cielo y la tierra y que te ha guiado hasta cortar la cabeza al jefe de nuestros enemigos» (Jdt 13,17-18).

      El esquema es siempre el mismo: primero se bendice a Dios, después, a aquella –o a aquel, como en el caso de Abrahán– que ha realizado una empresa extraordinaria en cuyo origen ha estado Dios, pero gracias a la fe de quien cree en él. Las empresas que merecen bendición son siempre descritas en términos bélicos. La de Abrahán es una guerra entre pueblos que se disputan un territorio; la de Judit es una guerra entre una ciudad y los enemigos que la están asediando; la de María es la revolución que Dios trae a los pobres y a los ricos, por la cual estos últimos serán derribados y los pobres, por el contrario, exaltados.

      Pero el detalle que aproxima y al mismo tiempo distancia a María y Judit es el instrumento utilizado para la salvación del pueblo: Judit utilizó su mano audaz blandiendo la espada de Holofernes; María utilizó su seno inerme por la ternura de un hijo. María no utiliza violencia, sino su pequeña criatura. El fruto de este vientre se convierte así en la razón de la bendición de Isabel, porque de él vendrá la gran obra de la salvación de Dios.

      Mientras que, en los casos precedentes, los que dan la bendición son reyes y sacerdotes, el caso de Débora y Yael es aún más semejante al nuestro, porque una mujer bendice a otra mujer. El cántico de Débora, colocado también en el contexto de una guerra y surgido de la victoria de Israel, bendice a una mujer por su providencial valentía: «Bendita Yael entre las mujeres, la esposa de Jéber, el quenita; entre las mujeres que viven en tiendas, sea bendita. Pidió agua, le dio leche» (cf. Jue 5,24-26).

      En los períodos más difíciles de la historia de Israel entran a menudo en juego las mujeres, que se alían entre ellas para salvar al pueblo. Así fueron los tiempos de Débora y Yael, los de Noemí y Rut, y hasta los de las hijas de Lot, a partir de cuya audaz iniciativa se originaron los pueblos de Moab y de Amón (cf. Gn 19,30-38). Cuando los hombres se muestran frágiles, corruptos y temerosos, o cuando faltan del todo, entran en juego las mujeres.

      El tiempo de María y de Isabel es uno de esos períodos. Tiempo de espera y de crisis profunda, de cansancio y de estancamiento de la fe de Israel. Un tiempo en el que Dios, como respuesta a la gestión miope y cerrada que sacerdotes y doctores hacían del Templo, preparaba otra gran empresa para su pueblo: el nacimiento de un hijo que iba a colmarlo de alegría.

      Isabel bendice a María por el don que recibe en sí dándole la alegría profunda de ser madre: «La criatura saltó de alegría en mi vientre» (Lc 1,44). Esta bendición tiene un lenguaje típicamente litúrgico y se celebra dentro de una casa. Esa casa puede compararse con el «santo» del Templo, pero no hay en ella un «dentro» y un «fuera», como sí sucede en el Templo. Aquí hay una humanidad y una divinidad que se entrelazan en el cuerpo de dos mujeres. Dios no se muestra más protegido y arcano, como en el seno del «santo de los santos», sino vivo y humano, en los brazos del pueblo de Dios.

      Isabel y María son el símbolo de ese pueblo que ora y espera fuera (cf. Lc 1,10.21), pero, al mismo tiempo, se tornan en voz de ese Dios de la vida que también habita en el Templo y son cuerpo del mismo ángel que antes estaba de pie sobre el altar (cf. Lc 1,11). Dios se hace Espíritu Santo sobre María y sobre Isabel, viniendo a habitar para siempre en medio de su pueblo. Cuando Isabel pregunta: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1,43), se hace eco de las palabras que David pronuncia sobre el arca conducida a Jerusalén: «¿Cómo va a venir a mí el arca del Señor?» (2Sam 6,9).

      «Bienaventurada la que ha creído»: estupendo saludo el de Isabel a María (Lc 1,45). Con ese saludo se inaugura un tiempo nuevo para la fe de Israel. ¡La fe convertida en motivo de felicidad! Ya no es un deber, un precepto o una tradición, sino un placer y una maravilla, un milagro y una hermosa aventura que hace posible lo impensable. Al dirigir estas palabras a su prima, Isabel hace resonar de nuevo una confrontación con la actitud opuesta de su marido Zacarías. Mientras que este había salido mudo y triste del Templo y había derramado su impotente silencio sobre toda la asamblea (cf. Lc 1,22), María, por el contrario, es bienaventurada porque ha creído. Ha creído en el ángel y ha creído también en el milagro que se estaba produciendo en su prima Isabel, a diferencia de Zacarías. Las palabras del Señor se han cumplido en ambas y, al mismo tiempo, han alcanzado su plenitud. En síntesis, la fe se vive en la comunión de dos o más personas junto al ángel de Dios. «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).

      Así como el saludo de María había vertido la alegría del Espíritu en el corazón y el vientre de Isabel, así las últimas palabras de Isabel provocan una explosión de alegría y de Espíritu en la propia María. Una sobreabundancia que no puede ser contenida, sino que quiere ser comunicada como canto de rescate. «Proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1,46): en el seno de María, el cuerpo del Hijo de Dios toma forma, se encarna en el espacio y en el tiempo, «dilata» su presencia en el mundo como río de misericordia, «de generación en generación» (Lc 1,50). «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48): es el himno que se desata en la boca de María. Efecto de la sombra del Espíritu y de la bendición de Isabel.

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