la plegaria. Hasta su postrera enfermedad predicó ininterrumpidamente la palabra de Dios en la iglesia con alegría y fortaleza, con mente lúcida y sano consejo. Y al fin, conservando íntegros los miembros corporales, sin perder ni la vista ni el oído, asistido por nosotros, que lo veíamos y orábamos con él, se durmió con sus padres, disfrutando aún de buena vejez 35.
b) Mi visión sobre el tema del cuerpo
Fui elaborando mi filosofía sobre el tema a medida que iba viviendo mi vida 36. Notaba que «el cuerpo es un instrumento imperfecto y, en cuanto ocasión de error, carga pesada para el alma» 37. Al mismo tiempo, «del cuerpo recibe el alma la verdad, pero también le sirve de ocasión de engaño» 38. El orden jerárquico que establecí fue siempre el mismo: Dios, alma, cuerpo 39. El valor del cuerpo es como el de un compañero integral del alma. Hay una unidad esencial del cuerpo y del alma, y no desprecio hacia el cuerpo, pues la resurrección del cuerpo significa que la carne será restaurada 40: «Para que no temáis ni siquiera perder un cabello de vuestra cabeza, sabed que yo [el alma] resucito íntegramente en la carne» 41. Por tanto, «la salud perfecta del cuerpo será la final inmortalidad de todo el hombre» 42.
c) Mi visión sobre el tema de la salud
El tema de la salud me gustaba mucho 43, como una afición, ya que yo había estado enfermo varias veces y entendía mejor el sufrimiento por el que pasaba la gente. La salud es un bien necesario 44, un «bien natural» 45, una «cosa de este mundo» 46, un bien enlazado con la vida 47 y, por tanto, un valor en sí mismo 48 y al servicio de otros valores 49. Asimismo, «en atención a la salud se requiere alimento y abrigo y, en caso de enfermedad, medicina» 50. Nunca uno toma la salud por asumida:
Quizá diga alguien: «¿Cómo puede suceder que no engendre cansancio el repetir siempre lo mismo?». Si consigo mostrarte algo en esta vida que nunca llega a cansar, has de creer que allí todo será así. Se cansa uno de un alimento, de una bebida, de un espectáculo; se cansa uno de esto y aquello, pero nunca se cansó nadie de la salud. Así pues, como aquí, en esta carne mortal y frágil, en medio del tedio originado por la pesantez del cuerpo, nunca ha podido darse que alguien se cansara de la salud, de idéntica manera tampoco allí producirá cansancio la caridad, la inmortalidad o la eternidad 51.
Pero, a la vez, toda «nuestra vida no es otra cosa que una enfermedad, y una larga vida no es otra cosa que una larga enfermedad» 52. También «la enfermedad del cuerpo tiene su fuente en el hecho de que el cuerpo es una entidad material mudable, compuesta de muchas partes que tienen tendencia natural a separarse» 53. Y, por tanto, es un tema que toca el corazón, como decía en un sermón:
Ved, hermanos, cómo, en beneficio de la salud temporal, se suplica al médico; cómo, si alguien enferma hasta perder la esperanza de continuar con vida, ¿acaso se avergüenza, acaso siente reparos en arrojarse a los pies de un médico muy cualificado y lavar con lágrimas sus huellas? Y si el médico le dice: «A no ser que te ate, te queme, te saje, no podrás curar», ¿qué responderá? «Haz lo que quieras con tal de que me cures». ¡Con qué ardor desea una salud efímera, de unos pocos días! Por ella acepta ser atado, sajado, cauterizado, custodiado para que no coma lo que le agrada, no beba lo que le apetece, ni siquiera cuando le apetece. Lo sufre todo para morir más tarde, ¡y no quiere sufrir un poco para nunca morir! Si te dijera Dios, que es el médico celeste por encima de nosotros: «¿Quieres sanar?», ¿qué le dirías tú sino: «Quiero»? Quizá no lo dices porque te crees sano, siendo esta tu peor enfermedad 54.
Así pues, ponemos la confianza en un médico si queremos curación, y de igual modo confiamos en Dios si deseamos la salud espiritual.
Ayudé a construir un hospital, con la ayuda también de la gente, como dije en un sermón, alrededor de 426: «El hospital cuya construcción estaba prevista, lo veis ya terminado. Yo se lo impuse, yo se lo ordené. Él me obedeció de muy buena gana, y, como veis, es ya una realidad» 55.
En mi última enfermedad, la gente se acercó, y rodeaban mi lecho muy respetables personas 56, y también para pedir sanación en este final de mi vida, como narró bien Posidio,
un hombre se acercó a su lecho con un enfermo, rogándole le impusiera las manos para curarlo. Le respondió que, si tuviera el don de las curaciones, primeramente lo emplearía en su [propio] provecho. El hombre añadió que había tenido una visión en sueños y le habían dicho: «Vete al obispo Agustín para que te imponga las manos y serás sano». Al informarse de esto, luego cumplió su deseo e hizo el Señor que aquel enfermo al punto partiese de allí ya sano 57.
Creía que muchas cosas que van mal en la vida tienen dos fuentes: la enfermedad corporal y las ilusiones engañosas del alma 58. Al mismo tiempo, «el comienzo de la curación llega en el momento mismo en que uno acepta el hecho de la enfermedad» 59.
Por tanto, tuve dos conceptos distintos de la salud: «Una es la salud que el hombre perdió por el pecado y que solo recuperará, perfeccionada, en un futuro escatológico, y otra la que habitualmente denominamos salud» 60.
3. Los médicos y la medicina 61
En el momento mismo en que aceptamos el hecho de la enfermedad, y hay curación, se hacen necesarios los servicios de los médicos. A lo largo de mi vida trataba mucho con los médicos de entonces. Además, el trasfondo cultural de mi época, el trasfondo bíblico y el eclesial influyeron sobre mí en este tema 62. Entre los médicos contamos con Vindiciano, «un sabio varón, experto en el arte médico y muy celebrado, quien, siendo procónsul, puso con su propia mano sobre mi cabeza insana aquella corona agonística, aunque no como médico, pues de aquella enfermedad mía solo podías sanarme tú [Dios], que resistes a los soberbios y das gracias a los humildes» 63.
Sobre Vindiciano, en una carta a Marcelino, alrededor de 411, contaba este hecho:
Vindiciano, ese gran médico de nuestros días, fue consultado por un paciente. Ordenó que aplicase a sus dolores lo que parecía oportuno para el tiempo. Se lo aplicaron y recobró la salud. Unos años más tarde surgió la misma causa corporal, y pensó el paciente que no tenía que pensar en otro remedio. Se lo aplicó él mismo, y empeoró. Maravillado, recurrió al médico y le contó el suceso. Pero el médico, que era agudísimo, le respondió así: «Te lo has aplicado mal, porque yo no lo ordené», para que todos los que lo oyesen y le conocieran poco creyesen que no curaba por arte de medicina, sino quién sabe por qué oculta virtud. Pero, habiéndole consultado más tarde algunos que quedaron estupefactos con su respuesta, les declaró lo que no habían entendido, a saber: que en aquella edad no hubiese recomendado semejante remedio. Ya ves cuánto vale el cambio de las cosas según la variedad de los tiempos en conformidad con la razón y las artes, aunque estas no cambien 64.
Parece que este Vindiciano había traducido del griego al latín algunos textos de Hipócrates, que dedicó a Pentadio, para que con esos libros pudiese conservar y transmitir más fácilmente los conocimientos médicos a los miembros de la familia 65.
También conocí a Gennadio, que ejercía la medicina en Cartago después de haber vivido muchos años en Roma, donde había practicado la medicina con gran fama de excelente médico 66. Había también otros médicos, uno en concreto que intervenía en un monasterio fundado por Evodio, en Uzalis. Asimismo, en el monasterio de Hipona estaban presentes algunos médicos.
Además estaba Ammonio, que era uno de los especialistas más renombrados de aquel tiempo, a quien mencioné en La Ciudad de Dios:
Tuvo lugar en Milán, estando yo allí, el milagro de la curación de un ciego, que pudo llegar al conocimiento de muchos por ser la ciudad tan grande, corte del emperador, y por haber tenido como testigo un inmenso gentío que se agolpaba ante los cuerpos