cultura, ni otro culto, ni otra religión más que el cristianismo. Por otra parte, en esta antigüedad tardía se multiplicó la consideración de los daimones, los espíritus malignos capaces de apropiarse del espíritu humano. El demonio se convirtió en el dominador de personas, instituciones y tiempos, en tema recurrente en sermones y conversaciones, en motivo de castigos. Los poseídos por el espíritu del mal podían ser condenados y ajusticiados. El demonio y el infierno constituyen todavía en nuestros días un elemento antropológico y teológico complicado y, en cualquier caso, que no puede ser tratado en estas consideraciones, pero no cabe duda de que constituyó una herramienta inestimable para el temperamento fundamentalista, al contar con un instrumento de terror y castigo a favor de sus tesis. Durante siglos, el demonio y el infierno han constituido en la formación y adoctrinamiento cristianos la contraposición y, a menudo, el argumento que sustituía al amor y a la comprensión de Dios.
El Imperio cristiano
Esta intolerancia encontró, algo más tarde, amparo en una frase de san Agustín que ha influido a lo largo de los siglos: Compelle intrare, interpretada generalmente como legitimación del derecho a perseguir las herejías, obligando a sus mantenedores a entrar en la Iglesia, haciendo todos los esfuerzos necesarios para salvarlos. Esta interpretación se utilizará después para justificar la coerción respecto a los herejes.
En el año 385, en Tréveris, fue ejecutado Prisciliano, obispo hispano de Ávila, acusado de herejía por algunos compañeros obispos. Se trató de la primera ejecución realizada por el poder político por motivos religiosos en una sociedad ya mayoritariamente cristiana. Algunos obispos de Galia, como san Martín de Tours, y de Italia protestaron escandalizados, pero el paso estaba dado y sentó precedente. No han faltado a lo largo de los siglos ejemplos semejantes. Recordemos el caso del sacerdote Juan Hus, héroe del pueblo checo, quien fue quemado por el Concilio de Constanza, a pesar de haberse presentado ante la asamblea con salvoconducto imperial.
Naturalmente, llegados a esta situación, tenemos que preguntarnos qué es la ortodoxia. «Lo que siempre, lo que en todas partes, lo que por todos ha sido creído», contestó Vicente de Lerins. En los primeros siglos resultaba más sencillo detectar qué se encontraba fuera del depósito de la fe. Desde Nicea, la parte de los teólogos, de la especulación y de la reflexión resultó más determinante, pero, por el mismo motivo, resultó más fácil equivocarse, más fácil el subjetivismo, y se hizo más necesaria una última autoridad capaz de decir la última palabra. Todo el problema, ya desde el principio, consistió en saber en qué consistía decir la última palabra, en qué condiciones debía darla, qué consecuencias sufriría quien se había equivocado.
Por otra parte, esta clarificación doctrinal no comportaba la uniformidad de ritos y, con frecuencia, de tradiciones. Resultaba más necesaria que nunca la aparición y confrontación de ideas y de líneas diversas de pensamiento a favor de una mayor y mejor clarificación. Pero no siempre ha sido así. Quien ha tenido la última palabra, con frecuencia, ha desdeñado y condenado otras formas de pensar, dando lugar a un pensamiento único, a menudo empobrecedor.
La Edad Media
Durante la Edad Media, la tolerancia no constituía, ciertamente, una virtud preponderante en la sociedad, consecuencia, también, de la mezcla y confusión existente entre el elemento religioso y el político. La cristiandad no admitía heterodoxos, ni indiferentes, ni conversiones a otras religiones. Carlomagno constituye un ejemplo relevante de esta actitud. Su conquista de diversos pueblos del norte de Europa llevó aparejada la obligada conversión al cristianismo, a menudo con métodos violentos que no daban opción a otras alternativas. Siglos más tarde, en España, la expulsión de los judíos y de los musulmanes demostró el rechazo y la dificultad social y religiosa de admitir ciudadanos con distintas creencias en un mismo Estado. Es bien conocida en Europa la persecución de los judíos, su libertad vigilada, las limitaciones impuestas a su vida en las sociedades cristianas. Todos buscaban las conversiones de quienes eran diferentes, sin tener en cuenta la dramática coacción a la que se les sometía. A menudo, sin embargo, estas conversiones coaccionadas dieron lugar a procesos inquisitoriales contra quienes vivían aparentemente como cristianos, pero mantenían en la intimidad de sus casas los usos y costumbres de su religión primera. En las sociedades europeas se estableció, de hecho y de derecho, la existencia de ciudadanos de primera y de segunda, y entre estos una parte lo era porque no pertenecían a la Iglesia oficial o, peor todavía, porque los cristianos viejos no se fiaban de los nuevos convertidos. Esta desconcertante situación dio lugar en España a casos de manifiesta injusticia para con cristianos convencidos cuya única culpa consistía en haberse convertido.
Con motivo del descubrimiento de América, profesores de la Universidad de Salamanca y otros intelectuales europeos discutieron sobre la licitud de la conquista y de la imposición de la cultura hispana y del cristianismo. Sobresalieron en las Conversaciones de Valladolid, organizadas por Carlos V para estudiar la ética de la conquista, Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas. El primero, admirado por sus conocimientos y obras escritas, consideraba todas las culturas inferiores a la cristiandad. Hacerles la guerra e imponerles el dominio español era considerado un asunto de ley natural, incluso un beneficio para las víctimas.
Tal vez resulte más difícil definir y juzgar el significado de las cruzadas y la actitud de los cruzados. El Asia y África cristianas y la España cristiana habían sido conquistadas y ocupadas por los musulmanes, de forma que la cruzada podía considerarse como un acto debido de reconquista y de libertad de tierras que habían sido cristianas. Nadie en los reinos ibéricos dudó de su derecho a recuperar las tierras de sus antepasados y de expulsar a quienes las habían conseguido con violencia, pero en Oriente el espíritu religioso originario se mezcló demasiado a menudo con ansias de poder y sometimiento. El caso más significativo para nuestra reflexión fue la cruzada de 1204, durante la cual los cruzados arrasaron Constantinopla e impusieron un patriarca latino en lugar del ortodoxo, lo que puso de manifiesto problemas existentes desde antiguo: la animadversión feroz entre cristianos occidentales y orientales. Ambas Iglesias consideraban que la otra era heterodoxa y pecaminosa. El año 1204 supuso un desprecio absoluto hacia otras tradiciones, incluso muy cercanas. Apenas se daban diferencias doctrinales entre orientales y occidentales, pero el desdén que unos sentían por otros y la identificación de la diferencia de talante y de historia con la heterodoxia explican bien lo difícil que resulta aceptar la diferencia cuando se ensalza al máximo lo propio. La aceptación de lo ocurrido por parte del papa y, sobre todo, el nombramiento de un patriarca latino en una de las sedes más veneradas de Oriente demuestran el desdén de los occidentales por la historia de una parte de los cristianos.
A principios del siglo XIII surgió en el sur de Francia un movimiento herético de carácter dualista que adquirió una fuerza inesperada. Se trataba de los llamados albigenses, nombre adquirido porque el centro del movimiento fue Albi, en la Occitania francesa, apoyado por Alfonso de Tolosa. Se convirtió en un problema religioso, pero también social y político. Inocencio III proclamó una cruzada que destruyó la región y la secta. Hubo un intento de conversión por medio de la predicación en los pueblos afectados por parte de la nueva congregación de los Padres Predicadores (dominicos), pero lo más efectivo, como ha ocurrido a menudo en la historia, fue la brutal represión.
En este contexto nació el Tribunal de la Santa Inquisición, manifestación oficial de la intolerancia religiosa. El mensaje cristiano se convierte en una ley del temor y de la coacción, en lugar de la ley del amor, que libera el alma. En nombre del Señor se ejercía un rigor que él jamás habría usado. Por esta razón, el ciego conformismo exigido a los súbditos se transforma en la más radical perversión del cristianismo que pueda concebirse. Por muchas distinciones y explicaciones razonables, tanto ambientales como temporales, que puedan ofrecerse sobre la Inquisición, no cabe duda de que resulta poco explicable con el Evangelio en la mano.
Era propio de la época y de una historia prolongada la intolerancia y la imposición religiosa a pueblos con otras tradiciones. Recordemos las palabras de Lutero: «No pierdan tiempo con los herejes, ellos pueden ser condenados sin escucharlos». El enfrentamiento duradero entre católicos y protestantes llevó a una situación esquizofrénica. Ninguno de ellos admitía la honradez