la contradicción –existencial y teórica– que funda), es normal que se asista no solo al derrumbe del imaginario de un Dios todopoderoso e incluso bondadoso, sino también –y frecuentemente– a la defensa de la mayor consistencia racional del ateísmo o del agnosticismo-ateísmo frente a las explicaciones deístas o teístas. Uno de los ejemplos, probablemente el más llamativo de los últimos tiempos, es el argumentado testimonio del pastor estadounidense Bart D. Ehrman (1955) sobre su tránsito de la fe cristiana a dicho agnosticismo-ateísmo, precisamente por no haber podido soportar esta contradicción entre un imaginario de Dios como bondad y poder infinitos y la muerte prematura e injusta.
Pero tengo que recordar, como necesario e ineludible contrapunto, que tampoco faltan en nuestros días teólogos para quienes este es, ante todo y sobre todo, un problema estrictamente filosófico o racional. Y, por ello, del que también son partícipes los deístas y teístas, ateos o agnósticos-ateos e incluso antiteístas, sean del signo que sean. Ya no vale, apuntan, criticando a estos últimos, creer haber alcanzado una explicación racional más consistente que la teísta negando la existencia de lo que se dice cuando se dice «Dios» –al menos del Dios todopoderoso e infinitamente bueno– y quedarse, según los casos, plácida, tranquila o angustiosamente sumidos en el silencio o en el mutismo. Semejante respuesta o ensayo de alternativa –que no acaba de eludir la perplejidad que atenaza a todos, teístas o ateos– no es, cuando se dé, la racionalmente más sólida y adecuada. Si así fuera presentada, no dejaría de ser otra expresión, una más, del voluntarismo ciego y de la incertidumbre veritativa que también se apodera del ateísmo, del agnosticismo-ateísmo o del antiteísmo y que, semejantes a la que inevitablemente aparecen entre algunos teístas o deístas, es compatible con un admirable compromiso en su erradicación. Pero no es para nada una explicación más firme que la creyente.
Prueba de ello es que la cuestión de articular un imaginario de Dios concebido a la vez como omnipotencia y bondad infinita en el marco de un mundo en el que persiste la muerte injusta y antes de tiempo ha obligado a que los creyentes no bajaran nunca la guardia y a que no dieran por definitiva ninguna interpretación, incluida la que, también en el campo creyente, ha constatado la contradicción y la perplejidad o ha reconocido el silencio como la respuesta más racional y adecuada, compartiéndola con ateos y antiteístas. En los últimos años se ha asistido a la formulación de tres explicaciones que han sido acogidas, al menos en las filas deístas y teístas, como dotadas de una mayor racionalidad que la mera negación de Dios o que el establecimiento del silencio como la única respuesta o la alternativa formulada por Bart D. Ehrman. Tales son las explicaciones facilitadas por J. A. Estrada (1945) sobre la «imposible teodicea», J.-B. Metz (1928) sobre la teología como memoria passionis y A. Torres Queiruga (1940) sobre un Dios que, creando por amor, es presentado como el «Antimal».
Juan Antonio Estrada declara «imposible» el intento de armonizar racionalmente el mal con un Dios bueno y omnipotente o creador. No se puede exculpar a Dios. Cuando se intenta, se acaba favoreciendo el imaginario de un ser malvado a costa del sacrificio de la persona. Es más sensato reconocer que el cristianismo, no teniendo la respuesta racional a este problema, habilita, sin embargo, para afrontarlo de manera coherente y lúcida. La teodicea –el intento de articular bondad y poder en Dios– es imposible. Pero la imposible articulación racional no sume al cristiano en la indiferencia, en particular si se autocomprende como un seguidor del Crucificado. Cuando acontece tal autocomprensión, es posible afrontar el mal como lo hizo Jesús.
Sin dejar de reconocer el silencio en el que habitualmente nos adentra la petición de una respuesta congruente por parte de Epicuro, no hay que descuidar los gritos y las demandas de justicia que, a pesar de todo, siguen dirigiendo a Dios las víctimas en nuestros días y a lo largo de la historia. He aquí el punto de partida de la propuesta presentada por J.-B. Metz. La atención a tales demandas le lleva a reivindicar la importancia de la teodicea, pero comprendida no como un discurso ocupado en armonizar teóricamente la omnipotencia y la infinita bondad divinas, sino como «interrupción» o ruptura con un mundo en el que se siguen produciendo muertes injustas y antes de tiempo y con la racionalidad que lo fundamenta. No queda más remedio que erigir tales voces y lamentos en el principio cognoscitivo de la realidad y entender la teología como memoria passionis, es decir, como memoria de un Crucificado cuyo drama se actualiza en el clamor de los crucificados de todos los tiempos. También en el de quienes siguen siendo martirizados en nuestros días.
Andrés Torres Queiruga, prolongando la vía abierta en su día por G. Leibniz (1646-1716), sale críticamente al paso de las teologías y filosofías que subrayan la oscuridad, el silencio o el retraimiento –el zimzum– de Dios y sitúa la clave explicativa del mal en la finitud en cuanto tal; por tanto, no en Dios mismo. La suya es una propuesta formalmente «armónica» y, por ello, dispuesta a mostrar la articulación existente –y sin estridencias de ninguna clase– entre la insuperable idoneidad del amor divino –caracterizado como el Antimal– y el mal que se aloja en la constituyente limitación de lo finito y, sobre todo, en el perecimiento prematuro e injusto.
A estas tres explicaciones teístas hay que añadir las aportaciones de quienes han creído –y siguen creyendo– encontrar una respuesta menos insatisfactoria en el cosufrimiento de Dios, tal y como propuso E. Wiesel cuando tuvo que asistir en el patio del campo de exterminio de Auschwitz al ahorcamiento de un niño junto con dos adultos, o en la kénosis o abajamiento de Dios en el Calvario y en el descenso a los infiernos, tal y como sostuvo H. Urs von Balthasar (1905-1988), o la propuesta de hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente que formula G. Gutiérrez (1928) a la luz del libro de Job. Y a estas, la gran variedad de ensayos intentando discernir qué incidencia puede tener el exterminio nazi o Shoá en la idea, imaginario o representación de Dios. Son particularmente reseñables los que han sostenido que Dios no quiere más cadáveres en los calvarios contemporáneos; una tesis que no solo ha movilizado al compromiso contra la injusticia, sino que también ha abierto la puerta por la que ha irrumpido el sionismo, es decir, la transformación en victimarios de quienes hasta no hacía mucho habían sido víctimas.
Todas estas son aportaciones, en gran parte teístas, que, con sus aciertos y limitaciones, pueden ser acogidas como ensayos racionalmente más consistentes que las alternativas agnóstico-ateas, ateas o antiteístas cuando –ante la muerte injusta y antes de tiempo– defienden el silencio o se limitan a negar la existencia de Dios. Y, en todo caso, son aportaciones que no obstan para que deístas, teístas y no creyentes compartamos el compromiso en la erradicación de tanta desolación e injusticia.
e) Un Dios «sin carne»
Hay, sin embargo, una quinta cuestión que –estrictamente teológica y presente desde los primeros años del cristianismo– persiste en nuestros días cuando se pretende clarificar lo que decimos cuando decimos «Dios». Son propuestas que, calificadas como «sin carne» o «neognósticas», favorecen ideas o representaciones de Dios en términos de Mismidad, Quietud, Silencio, Misterio Indecible, Conciencia transpersonal, Océano de la Unidad Infinita o Realidad no-dual. Normalmente suele ser presentada como superación de una idea de Dios que, al enfatizar su compromiso con los parias de nuestro mundo, ha descuidado su cercanía consoladora y reconfortante en lo más íntimo de uno mismo y ha acabado siendo tipificada como «neopelagiana», es decir, como partidaria de recordar exclusivamente que Dios se transparenta como salvación conquistada gracias al compromiso y a la entrega a fondo perdido, sobre todo en favor de los parias y crucificados de nuestros días.
De estas dos representaciones, la neognóstica ha resurgido con particular fuerza en nuestros días, constituyendo una ineludible llamada a mostrar de nuevo la mayor consistencia racional de la teología y de la representación cristiana, es decir, de un Dios que, encarnado, es bastante más que armónica unidad y quietud, silencio, mismidad o paz. Y sin descuidar, por ello, que se trata de carne fundada en el amor antecedente de Dios, articulación de gratuidad y justicia, y transparente de manera particular –y por propia decisión– en los parias, los pobres y los crucificados («lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis», Mt 25,40) y –no se puede descuidar– en sus lamentos, gritos y reivindicaciones.
2. La mayor consistencia racional del teísmo cristiano y católico