Víctor Manuel Fernández

Los cinco minutos del Espíritu Santo


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       Así yo sé que nada podrá derribarme, porque ningún poder humano, ninguna enfermedad y ninguna dificultad pueden ser más fuertes que tu amor.

       Ven Espíritu Santo, infunde tu dinamismo en mis acciones, inunda de vitalidad todo mi ser.

       Tómame Señor, una vez más, para derramar tu poder y tu luz en el mundo.

       Ven Espíritu Santo.

       Amén.”

      15 Cuando nos preguntamos por qué esta Persona divina se llama Espíritu, podríamos responder “porque no es material”. Pero esa respuesta es muy pobre. En la Biblia ese nombre significa mucho más.

      En el Antiguo Testamento la palabra espíritu (ruaj) es un sonido que imita el ruido de la respiración agitada. El sentido principal es el de aire. Pero hay que decir “aire en movimiento” porque el hebreo no conoce la idea de aire quieto, sino moviéndose o moviendo. Indica una vitalidad dinámica que depende de Dios (Sal 33,6; 104,29-30) y está ausente en los ídolos (Jer 10,14).

      El espíritu tiene una gran movilidad: es comunicado, entra, sale, renueva, impulsa, abandona (Núm 11,24-29). Este aspecto dinámico es una característica inseparable de la noción de espíritu. De hecho, el Antiguo Testamento lo relaciona particularmente con la actividad profética, que orienta hacia adelante, hacia el futuro.

      En el Antiguo Testamento traducido al griego, la palabra espíritu tiene también ese sentido dinámico. La raíz del término expresa un “movimiento de aire cargado de energía”.

      En el libro de la Sabiduría se describe al “espíritu” como ágil, que atraviesa y penetra, espejo de la actividad de Dios, que se despliega vigorosamente, etc. (7,22.24.26; 8,1).

      Según los escritos de San Pablo el Espíritu moviliza, da fuerzas, y derrama dones en orden a actuar, para enriquecer la vida de la Iglesia (Rom 8,14-15.24-27; 1 Cor 12,1-11; 2 Cor 3,6.17-18; Gál 4,6-7; 5,22-25). Y esta concepción dinámica se expresa también en la invitación a “no apagar el Espíritu” (1 Tes 5,19).

      En los Hechos de los Apóstoles, el derramamiento y la acción del Espíritu producen un permanente y fervoroso dinamismo (Hech 1,8; 2,2.41; 4,29-31; 8,39-40; 10,44-46; 13,4; 19,6; 20,22-23). Es bueno pedirle al Espíritu Santo que nos llene de ese dinamismo de vida.

      16 Sabemos que en toda la Escritura la palabra espíritu habla de dinamismo. Y si el Espíritu Santo tiene ese nombre es porque él derrama vida en movimiento, impulsa hacia adelante, no nos deja estancados o inmóviles. Él sopla, mueve, arrastra, libera de todo acomodamiento y de toda inmovilidad. Por eso mismo también en el Nuevo Testamento se lo asocia con el simbolismo del viento: Se dice que así como el viento sopla donde quiere, así es el que nace del Espíritu (Jn 3,8). Cristo resucitado sopla cuando derrama el Espíritu en los discípulos (Jn 20,22) y los impulsa hacia una misión. Por eso no es casual que se asocie el derramamiento del Espíritu en Pentecostés, sacándolos del encierro, con una ráfaga de viento impetuoso (Hech 2,2).

      El mismo impulso del Espíritu Santo nos lleva a buscar siempre más. En su carta sobre el tercer Milenio, el Papa atribuye particularmente al Espíritu la construcción del Reino de Dios “en el curso de la historia”, preparando su “plena manifestación” y “haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva” (TMA 45b). Por eso no sólo esperamos llegar al cielo, sino que deseamos vivir en esta vida algo del cielo.

      No podemos ignorar que el Nuevo Testamento no habla sólo del Reino que ya llegó con Cristo, o del Reino celestial que vendrá en la Parusía, sino también del Reino que va creciendo (Mc 4,26-28; Mt 13,31-33; Ef 2,22; 4,15-16; Col 2,19). Y si va creciendo, esperamos que el Espíritu Santo nos ayude para ir a crear un mundo cada vez mejor.

      17 “Ven Espíritu Santo, y mira todos los miedos que guardo dentro de mí. Te ruego que sanes todo temor, para que pueda caminar seguro en tu presencia.

       Mira a esta creatura que te suplica, no me abandones, fortaleza mía. Tú eres como un escudo protector, y si tu fuerza me rodea no tengo nada que temer.

       Cúbreme con tu potencia, y no permitas que ningún violento me haga daño, no dejes que algún espíritu dominante pretenda adueñarse de mi vida. Aleja de mí a todos los que quieran aprovecharse de mí.

       Tú me protegerás de los envidiosos y de los que no se alegran con mis éxitos y alegrías. Tú me protegerás de los peligros imprevistos. Deposito en ti toda mi confianza.

       Yo acepto a Jesús como Señor de mi vida, todo mi ser es suyo. Por eso confío en tu protección, Espíritu Santo, y dejo ante ti todos mis temores. Ven Espíritu Santo. Amén”.

      Quiero luchar y caminar, pero lleno de paz y de confianza.

      18 La esperanza tiene que ver con el amor de deseo, con ese interés profundo que alimenta la actividad cotidiana del hombre en camino.

      El que cree que de esta historia nada puede esperarse, sólo puede desear que todo termine, y por eso mismo, no tiene ganas de nada.

      Es cierto que cuando descubrimos que las cosas no son eternas, se despierta en nosotros el deseo de una vida que está más allá, la esperanza en el Reino celestial.

      Pero la esperanza es mucho más que el sabor amargo que sentimos cuando captamos la insuficiencia y la contingencia de las cosas terrenas. Con la esperanza, ese gusto inquietante se convierte en deseo eficiente, en ilusión, en camino. Esperamos que todo pueda llegar a ser mejor también en esta tierra.

      El paso del tiempo es vida que crece, porque está el Espíritu, asegurando con su presencia una permanente e inagotable vitalidad.

      Los cristianos nunca podremos entender el paso de los años como un proceso degradante que cada vez se aleja más de los tiempos dorados. No podemos pensar que antes todo era bueno, y que fue perdiendo cada vez más su poder originario por un inevitable desgaste. Si fuera así, no habría esperanza.

      La presencia del Espíritu es una primicia del triunfo definitivo, nos hace sentir que con pequeñas cosas vamos preparando algo mejor. Por eso, el Espíritu impide las visiones pesimistas. Él siempre nos lanza hacia adelante.

      19 “Espíritu Santo, quiero vivir en tu paz, gozar de tu amor cada día, y entregarme a la vida con entusiasmo.

       Pero tú sabes que guardo dentro de mí rencores y resentimientos que he tratado de ocultar.

       Hoy te pido la gracia de liberarme, Espíritu Santo. Derrama en mí un profundo deseo de perdonar, de vivir en paz con todos y de comprender profundamente las agresiones y desprecios de algunas personas.

       Ayúdame a descubrir sus sufrimientos y debilidades para poder mirarlos con ternura y no juzgarlos por lo que me hacen.

       Regálame la gracia de comprender y bendecir a los que me ofenden, persiguen y desprecian, alabándote por ellos, que son tuyos.

       Derrama en mí un espíritu de profunda tolerancia.

       Ven Espíritu Santo. Amén.”

      20 “Ven Espíritu de amor. Todo mi ser ha sido creado para amar, pero muchas veces elijo el egoísmo.

       Yo sé que todo lo que me regalas es para que lo comparta. Tú quieres llenarme de cosas bellas para que sea como un cántaro que sacie la sed de los demás. Me has elegido para que comunique un poco de felicidad a los hermanos. Pero me cuesta compartir mis cosas y dar mi tiempo a los hermanos.

       Abre mi corazón egoísta, Espíritu de amor, para que pueda disfrutar dándome a los demás. No dejes que me prive de esa alegría de un corazón generoso. No dejes que me quede encerrado sólo en mis propias preocupaciones y ayúdame a descubrir a Jesús en cada hermano. Ven Espíritu Santo. Amén.”

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