Isabel del Peral Martos

¿Jugamos a princesas?


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lo teníamos bastante fácil.

      En este caso toda la responsabilidad recaía sobre la mujer, al contrario que en la «marcha atrás» (coitus interruptus), que recaía en los hombres. Por aquel entonces los condones eran difíciles de conseguir, así que cada mes tenías el miedo en el cuerpo por si te quedabas embarazada. Más de una vez me hice la prueba por un retraso. En nuestras escapadas a escondidas teníamos que usar la imaginación para buscar los lugares menos frecuentados en el campo, en el 600 de su padre, que acababas cuadrada. En cierta ocasión nos metimos con el coche por un camino de tierra que daba a una casa de payés; la noche antes había llovido y, al intentar salir, las ruedas se atascaron con el barro y tuvimos que llamar a la casa para que nos ayudaran. La cara del hombre era un poema, pues imaginaba el porqué de la situación.

      Habían pasado ya tres años y su carácter era cada vez más posesivo conmigo, lo que nos llevaba a continuas discusiones, bien fuera por mi forma de vestir o por mi carácter extrovertido. Las escenas de celos eran continuas. No me dejaba salir sola, llegando a tener discusiones tan fuertes como para dejarme plantada en cualquier lugar. El hecho de trabajar juntos en la misma empresa aumentaba sus celos, controlando todos mis pasos.

      Viendo que me había quedado estancada en la empresa, ya que no evolucionaba, decidí dar un cambio de rumbo y volver a mis orígenes en el ámbito laboral, así que me dediqué a buscar de nuevo en los anuncios del periódico. Encontré uno interesante: una empresa situada en las afueras de la ciudad. Allí conseguí el puesto como responsable del departamento de personal, encontrándome un ambiente muy familiar.

      Entre los comerciales había un chico algo mayor que yo. La verdad es que yo le caía bien. Era simpático y alegre; se notaba su trato con los clientes. Pol, que así se llamaba, venía de clase bien, con novia algo pija, pero él era bastante campechano a pesar de ir siempre con un traje superarreglado. Había cierta complicidad entre nosotros. Eso me hizo dudar de mi relación. Pensé cuán distintos eran los dos, pero, como era normal, aquello no llevaría a ningún lugar. Él estaba prometido y yo también, su mundo era totalmente opuesto al mío, así que me lo quité de la cabeza.

      Me centré en mi relación, ya que los celos empezaban a disminuir. Por supuesto, nunca le conté nada de Pol. Al vernos solo los fines de semana, los encuentros eran mucho más intensos. Mis dudas empezaron a desaparecer, afianzándose más mi relación con Ramón. Una tarde me contó, todo ilusionado, que le habían ofrecido un puesto de comercial, lo que nos beneficiaría económicamente para poder ahorrar y comprarnos un piso. El único inconveniente era que debería viajar a Madrid durante tres meses y solo nos podríamos ver un fin de semana al mes. Empezamos a valorarlo, aceptando a pesar de la distancia.

      Las cartas diarias y las llamadas eran nuestro único sistema de comunicación. Durante ese momento me sentía querida y deseada como nunca. En la radio no paraba de sonar la banda sonora de la película El padrino, la cual se había estrenado recientemente, cantada por Andy Williams, su famoso Tema de amor y Without you, de Harry Nilsson. Me pasaba todo el día cantándolas, ya que Nilson sacó una versión en castellano y me veía bastante reflejada en su letra: «No puedo vivir, no puedo vivir sin ti».

      Todo iba bien hasta aquella noche, con aquella llamada fatídica:

      —¿Es usted Laura? —dijo una voz desconocida para mí.

      —Sí, dígame.

      —Verá, le llamo del hospital del Corazón, en Madrid. Ramón me ha pedido que le haga saber que ha tenido un accidente —oía que me comunicaban por el teléfono.

      —¿Qué le ha pasado? —No me lo podía creer.

      —Circulaba a gran velocidad por una carretera comarcal sin iluminar, no vio un tractor que estaba parado y ha chocado por detrás. El coche ha quedado siniestro total.

      —¿Cómo se encuentra? —respondí, empezando a temblar como una hoja y pensando lo peor.

      —Tiene golpes en todo el cuerpo, pero la peor parte se la ha llevado en la cabeza. El cristal del coche ha estallado, clavándole los cristales en la cara y en la cabeza.

      —¿Hay alguien con él? —Supuse que estarían sus padres. También era normal que no me hubieran dicho nada.

      —No, por eso le llamo. Debido a la soledad en que se encuentra, ha caído en una depresión y no quiere tomar la medicación. Me pide que se lo haga saber.

      —Gracias —dije, llorando desesperadamente—. Intentaré poner solución.

      —De acuerdo. Así se lo diré.

      La monja parecía haberse quedado tranquila. Sin embargo, yo había quedado en shock. Ahora que todo parecía ir bien, la vida nos daba este duro golpe. Inmediatamente hablé con mis padres. Tan lejos y no estaba a su lado, como era mi obligación. Estaba solo y nadie se movía para estar junto a él. Mis padres me dijeron que la obligación era de su familia, ya que yo, por el momento, no era su mujer y me impedirían estar allí. Creí morirme. ¿Cómo podía estar tan lejos de la persona que más amaba mientras él sufría tanto? No entendía la negativa de mis padres a permitir desplazarme a quinientos kilómetros.

      La recuperación llegó y a su llegada al aeropuerto pude ver las marcas en su cara, pero a mí me seguía pareciendo el hombre más seductor del mundo. Nos fundimos en un apasionado beso y en un abrazo intenso. ¡Ya volvíamos a estar juntos! Mientras, entre susurros, me comentó:

      —¡No te puedes imaginar lo que te he añorado! Ha sido tanta la necesidad de tu presencia que creía no poder seguir viviendo sin tenerte a mi lado. Los médicos me decían que debía de haber algo más, que no fuera físico, que me impedía mejorar. ¡Tuve tanto miedo a no poder volverte a ver! Tus llamadas son las que han hecho posible poder estar ahora contigo.

      —Ahora ya estamos de nuevo juntos y no nos separaremos nunca más.

      En la empresa le permitieron seguir en su trabajo, pero por la zona donde vivíamos. Una tarde, mientras tomábamos café, me confesó la idea que durante su estancia en el hospital le había surgido:

      —Durante este tiempo he considerado casarnos. No puedo estar sin ti ni un minuto más —me comunicó con determinación.

      —También necesito estar contigo. Y más después de la decisión de mis padres, impidiéndome poder ir a verte.

      —Bien, pues les comunicamos nuestra decisión para casarnos en tres meses. No será necesario montar una gran boda.

      —Hay un problema.

      —¿Cuál?

      —Las prisas pueden llevarlos a creer en un embarazo.

      —No me preocupa. Ya se darán cuenta de su error.

      —Ya, pero no creo que lo acepten.

      —Lo aceptan o nos vamos de casa para vivir juntos.

      Como es normal, se formalizó el compromiso de boda a pesar del desacuerdo por ambas partes. Mi madre había observado en él sus celos, mal genio y carácter posesivo, viéndome sufrir en silencio muchas veces. Un día me expuso sus dudas:

      —Hija, ¿ya te lo has pensado bien?

      —Sí, mamá.

      —Es una persona que no te conviene.

      —No entiendo por qué.

      —Tú sabes los malos ratos que te ha hecho vivir. ¿O acaso crees que no te he visto llorar por las noches?

      —Esos eran otros tiempos. Ramón ha cambiado. Ahora me quiere mucho.

      —Los hombres no cambian. Pueden disfrazar su carácter, pero al final vuelve a salir.

      —Tranquila, yo lo haré cambiar.

      —Hija, no seas tonta. Deja esa relación antes de que te haga más daño.

      —No, estoy decidida a casarme, pese a quien pese.

      —Bien, es tu decisión. Al menos lo he intentado. Te deseo que seas feliz.

      Para