Entonces, Glenda dice:
–¿Oh, no fue horrible lo que le pasó a Bob Morganfield?
–Sí. Lo escuché en las noticias anoche…
–Era muy amable. Todo el mundo lo quería.
–La primavera pasada me compré estos zapatos en su tienda.
–Son hermosos. Ojalá yo pudiera usar tacos aguja.
En “Historias de Big Bertha”, un hombre le cuenta a su esposa sobre una joven que conoció en Vietnam.
–¿Qué le pasó? –pregunta la mujer.
–No lo sé.
–¿Es ese el final de la historia?
–No lo sé.
Más tarde, la esposa, pensando en su esposo, se da cuenta de que sus propias simpatías se han silenciado sin haber podido ser articuladas. “Ella no ha pensado en él como realmente es. No la educaron de esa forma, para examinar el alma de alguien”. En otro cuento, un personaje dice: “En Luz de luna no paran de hablar, hablar y hablar… Es realmente irritante”.
Para encontrar una palabra edificante sobre sus problemas, los personajes de Mason miran el programa de Phil Donahue, donde encuentran los diversos conflictos de sus vidas formulados de una forma comprensible. En el relato “Hunktown”, una mujer dice: “No soporto mirar cosas que son idénticas a las de mi vida”. Estos personajes parecen compartir la sorprendente creencia de que sus vidas se corresponden con la cultura televisiva que ha descendido sobre ellos. Pero es más una esperanza que una fe, el deseo de rehacerse y ubicarse a sí mismos, de medicar sus sentimientos de exilio con un conocimiento barato.
Para pasarlo bien, van a Paducah o a Gatlinburg. “Allí, en un museo, ella vio un violín hecho con una lata de jamón”. Trabajan en fábricas de colchones o plantas de tabaco, y cuando se rozan con el glamour y la opulencia, es en la forma de personas que tienen jacuzzis o “su propia compañía de alquiler de podadoras rotativas”. Para la espiritualidad está la cristiandad local –“Abre la Biblia y lee de ‘los Filipinos’”–, que también puede incluir hablar en lenguas: “Pronuncia un idioma de sonsonete hecho de sonidos duros y perturbadores. ‘Chequi bet bi floit Ai chequie tibi libi. Dabsriii la cru la crou’. Parece estar queriendo decir ‘abracadabra’ o cualquier otra palabra familiar”. Un solo personaje de Mason se anima a consultar a un terapeuta al que llama “The rapist”,1 “porque la palabra therapist puede ser dividida en dos palabras, the rapist”. Cuando él le dice que quizás esté tratando de escapar de la realidad, ella contesta: “¡La realidad, diablos!... La realidad es mi gran problema”.
Las mujeres de Mason tienden a ser prácticas, desilusionadas, egoístas. Son miembros de clubes de cosmética, usan demasiado maquillaje, tienen nombres como Beverly o Jolene. Por lo general, desean de forma asfixiante a los hombres de Mason, que tienden a ser inútiles, soñadores, a estar ebrios y desempleados. Cada sexo es un enigma para el otro, y la melancolía y la distracción permean sus existencias. El divorcio parece el único remedio para una vida donde una pareja “permaneció casada como dos perros encerrados juntos dentro de la pasión, salvo que no era pasión”. El uso que hace Mason del presente en la mayoría de sus relatos sirve como la expresión de esa condición de encierro, pero también funciona como una especie de imperfecto existencial: el congelamiento en el tiempo sugiere el flujo; el momento detenido y aislado del pasado y el futuro es emblemático de aquello que fue y está por venir, emblemático de la gris transitoriedad de las cosas.
Sin embargo, los personajes en Love Life parecen determinados a divertirse. En “Mentiras privadas”: “A él le gustaba payasear, cantaba ‘The Star-Spangled Banner’ imitando en broma el estilo operístico; pretendía haber olvidado la letra y luego cambiaba abruptamente a la canción ‘Carry Me Back to Old Virginny’. En las fiestas era un descontrolado”. En “El secreto de las pirámides”: “La última vez que él la llevó a cenar, tuvieron que esperar por su mesa y Bob dio el apellido ‘Fiesta’ para que la recepcionista dijera fuerte por el micrófono: ‘El turno de Fiesta’”. En “Memphis”: “‘Yo también lo estoy pasando genial’, dijo Beverly en el mismo exacto momento en que un hombre enorme con tatuajes de monstruos del espacio exterior la sacaba a bailar a Jolene”. Los días de estos personajes están puntuados por las alegrías y las generosidades atenuadas. Mason reduce los grandes gestos de la vida a la escala más pequeña y los inflama de sentido. “El amigo de Steve, Pete, derrama limpiavidrios sobre el parabrisas de Steve: un servicio personal que las estaciones de autoservicio no suelen proporcionar” (“Magia de medianoche”).
Aunque una forma de vida así esté moralmente cercada, cubierta por la basura de nuestra cultura, es la única vida a la que los personajes de Mason pueden recurrir. Enterrados en las mismísimas entrañas de Estados Unidos, sintiendo profundamente el encierro de la tierra, estiran sus antenas y reciben aquello de lo que son capaces, reciben lo que hay. No se enteran si son burlados y desvalorizados por lo que consumen; mofarse y menospreciar son pasatiempos costeros, y ellos no poseen los medios materiales o espirituales para participar de esos juegos. “Liz deseaba poder ir al océano, al menos una vez en su vida”, dice un narrador. “Eso es lo que realmente quería”. A pesar del imperativo poco pretencioso de su título, esta maravillosa colección, antes que ser el consejo de un optimista respecto a la vida amorosa, habla sobre la forma en que algunas personas ordinarias y valientes necesitan y luchan para que les guste al menos un poco.
(1989)
1 Si se separa la primera sílaba de therapist (terapeuta), se obtiene the rapist, literalmente “el violador”. [N. de la T.]
A CARELESS WIDOW, DE VICTOR SAWDON PRITCHETT
Este año, sir Victor Sawdon Pritchett cumplirá ochenta y nueve años y estará finalizando la séptima década de una enorme carrera literaria: más de tres decenas de libros, biografías de Turguénev y Balzac, volúmenes de crítica, novelas, libros sobre viajes, autobiografía y, ahora, un nueva colección de ficción breve, A Careless Widow. Un evento como la publicación de este libro puede leerse cual milagro literario o puede ser desaprobado desde el punto de vista profesional, en lugar de interpretarse como lo que en realidad es: un acontecimiento natural en una vida de letras vivida de forma total sin haber sido jamás fingida.
Hijo de padres de clase media baja, V. S. Pritchett creció en un barrio áspero de Londres, el escenario de una infancia algo dickensiana: por momentos, él y su hermano vivieron como dos niños pobres de la calle, su casa estaba entre una ruidosa panadería industrial y una pista de patinaje que retumbaba. Cuando era joven y quería escribir, languideció brevemente en la industria de cuero hasta que escapó a Francia, luego a Irlanda y finalmente a España. Contemporáneo casi exacto de Hemingway, Pritchett también estuvo en París en la década de 1920 y en España en la de 1930, y tal vez buscó participar de reuniones de escritores en esos lugares. Pero no lo hizo. En cambio, recorrió su propio camino (recibiendo en 1975 un título de caballero por sus distinguidos servicios a la literatura), viviendo y produciendo más que todos los miembros de esos grupos.
A pesar de que los críticos discuten sobre si ha escrito una gran novela, debatiendo en particular los méritos de Mr. Beluncle (1951), no hay dudas sobre el poder y la maestría de las memorias de Pritchett: A Cab at the Door (1968) y Midnight Oil (1971), ni sobre la grandeza de sus cuentos. La forma del cuento fue siempre a la que regresó con mayor inspiración. Pritchett ha comparado la escritura de relatos con la creación de baladas, y es posible pensar en sus relatos no solo como una orquestación de ironías, sino también como un lugar en el que las humildes oraciones del autor pueden mostrar su resplandor musical: “Siempre me ha gustado el lustre duro y decorado con lentejuelas de las calles de Londres por la noche”, escribió en el conocido relato “El carácter es más importante que la apariencia”. “Los autos bajan sobre ellas como ratas”.
Pritchett ha confesado que ha tallado muchos de sus cuentos a partir de nouvelles