Gabriel Insausti Herrero-Velarde

Récord de permanencia


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de que se haya ido, que todo esto existe.

      Acompañar al río un rato me recuerda lo que soy.

      Saber que antes de que llegase yo estaba todo ahí —la muralla, los castaños, la curva del río, la ladera del monte— me pone ante los siglos. Saber que cuando yo me haya ido todo seguirá ahí me pone ante lo eterno.

      Recuerdo del Camino, antes que la erudición de los nombres y las fechas, los palacios y las catedrales, los reyes y los santos, aquella enseñanza viva: que es posible habitarlo de algún modo. El Camino cuenta con sus propios horarios y sus propios hábitos, con sus costumbres y sus sobreentendidos, y constituye un hogar que se desplaza con uno mismo.

      Qué feliz casualidad que haya terminado viviendo ahí precisamente, al borde del Camino, en su entrada a la ciudad: un portón medieval, un puente levadizo, la muralla que se extiende hacia ambos lados… y mi casa. Desde ella veo llegar los peregrinos, a veces de uno en uno, otras en grupos más numerosos, y oigo las mil lenguas en que relatan las incidencias del día, cuando se detienen a descansar bajo el castaño. Y me doy cuenta entonces de que habito una paradoja: una casa en el Camino, esto es, el intento de levantar lo permanente sobre lo pasajero. Homo viator, “peregrino”, dicen que es el hombre desde que sembraron en él esa sed que lo mueve a caminar. Sed de qué, es la pregunta.

      Me lo recuerda el paso de tanto peregrino: el camino y la aventura empiezan a la puerta de mi casa.

      Qué osadía en esa rama del castaño: pretendía, sin mí, ser real.

      Hay un lirón en la muralla, frente a mi balcón. Lo oigo en la noche —ñac ñac— morder una raíz, mientras escribo. Lo oigo, igual que yo, roer el tiempo.

      Ser ese que mira. Ser sólo una mirada, alguien que ve pasar las cosas, que se reduce tanto a ese ejercicio que él mismo se vuelve invisible para todos. Situarse en un rincón y cortar el nudo que lo uniría con lo que fluye alrededor. Casi un modo de creer que él mismo no pasa con las cosas.

      Tengo un balcón y en él está el mundo de visita.

      Miras a tu alrededor y vuelves a preguntarte por ese misterio: cómo lo que está ahí afuera —la muralla, los castaños, el río con su vega, los montes al fondo— puede vivir, de algún modo, aquí dentro; cómo lo que miramos nos hace ser lo que somos. Y recuerdas entonces aquella frase que nos dejó un sabio, noli foras ire: era preciso desconfiar de todo lo exterior, sólo dentro de cada uno habitaría la verdad. Lo cual haría del mundo un lugar de hostilidad —de apariencia hueca, de frivolidad, de espectáculo— en el que no sería posible encontrar nada afín al espíritu del hombre.

      Y, sin embargo, te resistes. Casi, contra ese acento en la búsqueda de lo que habita el interior, apuestas más bien por una adhesión a las cosas. En esa actitud habría una forma de olvido de sí. Lo has escrito en un poemilla, muy breve:

      Nunca ha sido más claro

      que ahora, cuando llega

      abril de rama en rama

      igual que una promesa

      que se ha cumplido; miras

      un brote, una flor nueva,

      la lumbre que devuelve

      el álamo a su idea

      y es cierto: la sustancia

      real de que está hecha

      tu alma, lo más tuyo…

      hay que buscarlo afuera.

      Que la verdad, o la realidad, esté “ahí afuera” y que al mismo tiempo que la habitamos seamos capaces de traerla “aquí dentro” casi sugiere que en nuestra vida habría una tentativa de rescatar las cosas, de eternizarlas de algún modo. El empeño —¿inútil?— de otorgarles otra vida y transfigurarlas. Una forma de resistirse a la cascada en la que se precipita la corriente del tiempo, de salvar un puñado de imágenes, de rostros, de objetos amistosos.

      Qué otra cosa es la memoria. Pero para tenerla, para recordar las cosas, es preciso haberlas vivido como si fueran parte de uno mismo.

      Desde mi balcón no poseo nada y soy dueño de todo.

      Cómo lo mirabas todo, con qué extraña mezcla de avidez y reticencia, como si en tus ojos hubiese dos pozos muy profundos y temieses verter en ellos según qué. Tan profundos eran que una vez en su fondo, eso temías, nada podría salir de ellos. ¿Cuál era tu fe, sin saberlo? Que un hombre se va convirtiendo en lo que mira.

      No sabría cómo definirlo. De las nueve acepciones que recoge el diccionario, “sitio o paraje” es la que más se acerca a mi idea. Poco añade, no obstante, una expresión tan vaga: definir, o sea, poner límites a la idea de lugar, es difícil porque a menudo es difícil poner límites a un lugar. ¿Dónde termina, dónde acaba? Lo único que puedo evocar es esa intuición que se produce por la relación entre los objetos, las escalas, la orientación frente al entorno, la posición respecto del sol…

      Lo he reconocido mil veces, en un rincón junto al mar, o en una plazuela a desmano, o sobre un banco junto a un lago, o bajo un frondoso castaño, o entre las rocas de un collado… El lugar supone un espacio en particular, nada que ver con la mera extensión: un cierto carácter, que otorga al hecho de estar ahí esa condición única. También una idea de permanencia, de que se puede regresar a él.

      Habito un puñado de lugares porque he hecho de ellos un hábito. Acudo de vez en cuando, y no hago nada. Estoy, simplemente. No debo regar, ni arar, ni cosechar, ni podar, ni dar de comer a unos animales, ni cercar una pieza. Tampoco se trata de tener: no poseo nada de cuanto hay allí, sólo espero mirar las cosas como quien pasa revista al mundo y tomar nota de algunas incidencias: un camino que la maleza ha devorado, el nido que vuelven a ocupar unas malvices, una casona que perdió la techumbre y que es cada vez más una ruina… Y si tardo, siento estúpidamente como que tuviera a ese lugar desatendido. Que acaso alguien me echa en falta.

      Regreso a algunos lugares como a algunas personas. Y lo que encuentro es siempre más que lo que dejé.

      Tengo agua, comida y un techo. También, tras la ventana, la cinta de plata del río, el perfil de un monte, la vidriera azul del cielo. Sólo me falta la pureza necesaria para verlo.

      Un lugar significa, sólo es preciso leer en él. Diría incluso que empecé a intuir tal cosa mucho antes de tener conciencia alguna. Cuando de niños íbamos a una isla y jugábamos a piratas, o visitábamos un castillo y nos fingíamos guerreros, ¿qué hacíamos sino dejarnos sugestionar por el lugar? ¿Qué sino sospechar el rastro de otros hombres, la huella del tiempo, en esos parcos testimonios de lo que se ha ido? A veces siento que todo cuanto escribo consiste simplemente en proseguir los juegos de aquel niño.

      No sé si fue en el siglo XVIII cuando en Inglaterra establecieron el window tax. Creo, en cualquier caso, que duró hasta la segunda mitad del XIX y que se hizo muy impopular. ¿Como cualquier otro impuesto? Pues sí, sólo que este era especialmente ladino: el window tax o impuesto de las ventanas era en realidad un impuesto sobre el patrimonio, sólo que no se gravaba según la superficie habitable del edificio sino de acuerdo con el número de ventanas. Ese era el cómputo, ese el criterio.

      El window tax, por consiguiente, gravaba el aire, la luz, el panorama que se otea desde el hogar de uno. O sea, que gravaba la vida misma y por eso se le tenía tanta inquina. Y no debió de ser algo exclusivo de Inglaterra. En Los miserables, si no recuerdo mal, hay un momento en que una buena mujer se queja del impuesto de las ventanas y dice que son pobres y no tienen nada, ni siquiera para pagar ese gravamen.

      Como es lógico, el window tax hizo que muchos propietarios cegaran algunas ventanas de sus casas, para economizar. De hecho, algunas antiguas ventanas se han quedado ciegas como ojos que hubiesen bajado los párpados para siempre, y si uno da un paseo en punt por el río Cam puede comprobar cómo algunos colleges y algunos particulares han dejado así sus viejas ventanas, y todavía se distinguen el ladrillo y el mortero, el petacho con el que se tapó ese vano en el muro. El window tax sirvió fundamentalmente para eso.

      Y, sin embargo, hay que reconocer