Echeverría19 esta apreciación central implicará insistir en una modernidad alternativa que se ha manifestado a través de la historia en América Latina desde su época barroca, siempre subsumida a la modernidad capitalista hegemónica y represiva. En la teoría crítica inaugurada por Marx, no se trata, entonces, de una búsqueda externa a la modernidad, sino que se produce desde su interior y sus determinaciones para la experiencia regional.
El pensamiento crítico latinoamericano, en ese orden de ideas, se define por la reflexión sobre el devenir histórico del subcontinente, una postura filosófica que caracteriza su experiencia moderna a partir de las condiciones materiales de existencia particulares que la constituyen, y con miras a una configuración social racional que redunde en la autorrealización recíproca de sus individuos. La modernidad es pensada y juzgada con respecto a su papel humanista, y ubicada en el contexto para su correspondencia con las características propias del proceso histórico regional. Al ser ubicado el concepto de modernidad en las condiciones sociales concretas de América Latina deviene en instrumento de reflexión crítica para el develamiento de sus contradicciones, y para la generación de cambios sustanciales en las relaciones de dominio establecidas por la historia particular de colonización y capitalismo dependiente que han definido la vida social regional.
No es mi intención insistir en la pregunta de si hay o es posible una filosofía latinoamericana. Creo que es un tema que ha sido muy provechoso para la reflexión filosófica regional, y también uno al que ya se ha dado respuesta afirmativa satisfactoria. Los trabajos de Leopoldo Zea20 y Augusto Salazar Bondy,21 entre otros, profundizaron con gran rigurosidad en esta pregunta, y no encuentro nada para agregar que pueda mejorar la contundencia y el oficio de ambos. Zea y Bondy expresan la necesidad de una comprensión dialéctica de los problemas y situaciones propios de esta región, dada su valoración de una filosofía así concebida, que insista en el derecho que tenemos a hacernos nuestras propias preguntas y respondiendo a nuestro propio contexto. Rápidamente se concluirá que un pensamiento crítico latinoamericano asume de entrada una condición de autonomía intelectual ganada y aprovechada para la apropiación de conceptos y la legítima consideración de una modernidad alternativa y propia. Mi postura, reconociendo el proceso amplio de esta filosofía a lo largo y ancho del subcontinente, entiende que el proceso del pensamiento crítico latinoamericano es el de la apropiación –“asimilación”, dirá Zea−22 de la modernidad, que había sido reducida al hombre europeo, para ampliarla a proceso humano, que debe servir al contexto regional para afirmar su autonomía intelectual y material.
Sospechamos de nuestro pensamiento de base europeo porque nos obliga a un universalismo abstracto en el que las condiciones que padecemos no pueden ser expresadas; condiciones propias del orden social capitalista, bajo la modalidad todavía en práctica de un colonialismo que nos obliga a ingresar a la promesa mundializada que es la modernidad desde una situación de dependencia y alienación. Acusamos este universalismo abstracto de ser en realidad un “localismo amplificado”, como expresa Echeverría, “que mira en la otredad de todos los otros una simple variación o metamorfosis de la identidad desde la que se plantea”.23 Un pensamiento crítico latinoamericano no pretende reemplazar un localismo amplificado por otro, intercambiando una superioridad reconocida por otra, como si se tratara de dar continuidad al uso del pensamiento para el dominio. Todo lo contrario, pretende la “universalización concreta de lo humano”,24 una que no reduzca la diversidad cualitativa de lo humano a una de sus formas, sino más bien una que renuncie al principio de identidad como finalidad inherente de la vida social y la experiencia del mundo. Al referirme a esta dialéctica entre lo universal y lo particular que se desarrolla en la filosofía latinoamericana, procuro sostener su tensión basal, siempre en peligro de perderse en lo universal abstracto o en lo particular esencializado y folclorizado, ambos falsos y deficitarios para pensar cualquier cosa. La situación colonial latinoamericana, la del proceso histórico de constitución de la dinámica social mestiza americana de la Colonia y la contemporánea en que se actualiza, no es más que una particularización de la condición universal que ha sido estructural a la historia humana. Al dotarla de ciertos rasgos históricos, procuramos una reflexión que problematice, al tiempo, la forma universal y la forma particular. Creo, además, siguiendo el logro metódico del materialismo histórico, que es la única forma de hacerlo.
El “hecho colonial en filosofía”,25 como llama Echeverría al sesgo europeizante a partir del cual repetimos de manera pasiva lo que en el Viejo Continente ha sido un trabajo activo y vital sobre los conceptos, no puede superarse negando de manera abstracta nuestro parentesco. Nuestra filosofía debe expresar el conflicto de quien “lleva en su sangre y cultura al dominador y al bastardo”,26 observa Zea; pensar América Latina implica entendernos en esta contradicción estructural. La “sumisión colonial”27 se supera en la intervención de esta filosofía “universal” para aplicarla a nuestro modo, un proyecto filosófico que tiene “como punto de partida la propia realidad”28 de este impulso crítico regional. Diría, de acuerdo a lo que definía como pensamiento crítico, que un proceder dialéctico en su forma latinoamericana pasa por direccionar el proceso de Ilustración, del que América hace parte, hacia la reivindicación de la diversidad cualitativa propia de este contexto, diversidad que ha sido reprimida por el proceso colonial y el principio de identidad que, como mecanismo de control, ha sido impuesto para producir un gran Otro que sea reducible a la mismidad del colonizador. “Ilustrar a la Ilustración”,29 como proponían Adorno y Horkheimer, en función de un estado de cosas social más justo y racional en América Latina. Que el pensamiento crítico latinoamericano se haya ocupado transversalmente de pensar una modernidad propia, situada en contexto, tiene que ver con que ha sido consecuente con el pensamiento moderno occidental, lo que implica exigir universalidad real a los conceptos de este pensamiento fundador, determinante y a su vez determinado por la experiencia americana.
El pensamiento crítico latinoamericano se apropia del impulso humanista de la modernidad y lo busca realizar en América “a la americana”. Esta apropiación ha sido llevada a cabo como “utopía concreta”, según la expresión de Ernst Bloch,30 o como “utopía alcanzable”,31 según la apropiación que de ella hace Echeverría: se insiste en que el proyecto moderno es realizable. Si el pensamiento crítico occidental tuvo una de sus expresiones más fuertes, sino la más importante y fuerte, al plantear la necesidad de ilustrar a la Ilustración, o, lo que es lo mismo, hacerle una crítica radical a la Ilustración con el anhelo de que la modernidad conservara su impulso humanista y revelara y replanteara su impulso antihumanista, un pensamiento crítico latinoamericano consecuente con esa idea no podría establecer el postulado de la misma manera, si bien sí debe partir de aquel, o entender su íntima relación. Si el pensamiento crítico occidental hace una crítica radical a la modernidad capitalista y le exige que cumpla con la promesa humanista que la legitima −exigencia que implica imaginar una modernidad no capitalista−, el latinoamericano, haciendo esa misma crítica, tiene que exigirle que sea realmente universal, esto es, que incluya su particularidad histórico-cultural en su concepción de lo humano. Ser realmente universal, cumplir con su ímpetu de universalidad, implica dar cuenta del “ser humano concreto”, de una experiencia humana diversa que se desarrolla en la historia, la constituye y también la puede transformar.
En otras palabras, resulta fundamental dar cuenta de un matiz dentro del mismo pensamiento crítico, donde se podría ubicar una lectura latinoamericana de este, que lo aplica de manera concreta a partir de mediaciones históricas que dan la pauta a la reflexión posible y viable. La discusión respecto a la modernidad es la misma: la modernidad como impulso humanista, la insistencia en la experiencia del mundo social como una más justa y racional que es posible. El matiz estaría, sobre todo, en que la teoría crítica latinoamericana, reflexionando sobre sus condiciones históricas específicas, revela lo falso de la aparente universalidad del hombre occidental y sus padecimientos; se trata de una toma de conciencia y papel activo en el proceso mismo del pensamiento. Situando conscientemente los conceptos en contexto, se obliga a la modernidad y a los conceptos que aquí se constituyen a ser realmente universales. Ya no puede haber un conformismo o una identidad “lograda” entre el hombre occidental y el ser humano en general, desde la cual la teoría crítica pregone lo humano planteando únicamente los problemas del hombre occidental, de las sociedades industriales avanzadas, “desarrolladas”, del primer mundo. Solo puede haber