Alejandro Olmos Gaona

Deuda o soberanía


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de la Nación, sin los medios ni la legislación adecuados para funcionar como regulador de la circulación, había suplido y suplía con su acción eficiente, mediante el redescuento, la falta de elasticidad necesaria, y si atenuó los males de la inflación y, más tarde, los de la rápida deflación, si esta entidad desempeñó funciones de un banco central de reserva sin la estructura pertinente, lo lógico era investirlo de esa función, organizando adecuadamente un departamento especial, en vez de crear un banco nuevo, como el propuesto por el señor Niemeyer, que no era parte integrante del Estado, banco basado en planes ajenos a nuestro medio y que era fruto de visiones extranjeras en la organización de su gobierno. Señalé el peligro que traía consigo el banco del señor Niemeyer, de delegar en una sociedad por acciones, en la que el Estado no tenía eficaz participación ni fiscalización, la soberanía económica de la República y anotaba el riesgo de que la asamblea de accionistas, constituida en su mayoría por bancos extranjeros, fuese manejada por entidades que sólo miran el interés propio, y que el gobierno económico del país dirigido por extraños al Estado, sufriese la influencia foránea representada por los intereses de la mayoría de la banca extranjera”. Concluía afirmando “que no era conveniente en materia tan trascendental, implantar instituciones elaboradas en Inglaterra, sin tener en cuenta la vida y las peculiaridades de nuestro país, y que si bien ellas pueden aplicarse con éxito en una colonia del imperio británico, chocan con la independencia, la idiosincrasia y la estructura institucional argentinas”. Ibarguren, Carlos, La historia que he vivido, Buenos Aires, Ed. Peuser, 1955, pág. 443.

      7 La presentó el presidente de la Comisión de Economía del Centro Argentino de Ingenieros, Ing. Moisés Resnick Brenner.

      8 Fragueiro, Mariano, Organización del crédito, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1976, pág. 232.

      LA NORMATIVA PARA LA INVERSIÓN EXTRANJERA

      A principios del siglo XX, la situación económica de la Argentina se traducía en las palabras que Carlos Pellegrini pronunciara en el Senado de la Nación en 1901: “Hoy la Nación no solo tiene afectada su deuda exterior, el servicio de renta de la aduana, sino que tiene dadas en prenda sus propiedades; no puede disponer libremente ni de sus ferrocarriles, ni de sus cloacas, ni de sus aguas corrientes, ni de la tierra de su puerto, ni del puerto mismo, porque todo está afectado a los acreedores extranjeros”. Esa estructura colonial del país tuvo su origen en la forma y falta de condiciones en que se produjo la inversión externa, que siempre careció de controles adecuados que hicieron posible un desarrollo de la economía con la permanente y decisiva injerencia de los inversores, que pasaron a controlar los aspectos más relevantes de la misma, transfiriendo al exterior las ingentes ganancias producidas por los capitales invertidos, sin que existiera un plan de gobierno que estableciera en qué condiciones admitir los capitales, con las restricciones necesarias, para que hubiera reinversiones en el propio país.

      Durante las dos presidencias de Hipólito Irigoyen hubo un fugaz intento para ver la forma más adecuada de canalizar las inversiones y en los sectores estratégicos, como el de los hidrocarburos, se decidió claramente el empleo del capital nacional para desarrollarlos. El golpe militar interrumpió esa gestión, y se creó una estructura económica en la que el capital británico ejerció un predominio sustancial, imponiendo leyes favorables a sus capitales, controlando el Banco Central, manejando completamente la estructura de los transportes, el comercio de carnes, y tratando de consolidar una estructura agraria que empezaba a cambiar sustancialmente, ante el avance de algunos capitales norteamericanos que iban a impulsar un desarrollo industrial acotado pero indetenible. Esa precaria industrialización generada en la década del 30 tuvo un decisivo avance durante la presidencia de Perón, quien se propuso modernizar la economía a través de una serie de planes que profundizaran esa industrialización, y dieran una participación sustancial al sector asalariado en la redistribución de la riqueza, estableciendo un nuevo modelo que vendría a cambiar la estructura económica del país, con inevitables limitaciones que determinaron que no se pudiera poner en marcha una transformación industrial poderosa que permitiera salir de los viejos parámetros, limitándose a algunos aspectos de la economía.

      Hasta la llegada del peronismo, los ingresos de capital tenían un control más aparente que real por parte del Banco Central de la República Argentina, que en realidad estaba manejado por capitales extranjeros, ya que se trataba de una sociedad mixta. Para terminar con una situación que no resultaba beneficiosa a los intereses nacionales, se dictó el Decreto 3347/48 que establecía la fiscalización de las inversiones extranjeras, aunque no regulaba el ingreso de divisas líquidas, ni la forma de transferir utilidades, ni la eventual repatriación de las mismas por parte de los inversores. A través de ese decreto se creó una “Comisión Nacional de Radicación de Industrias” para proceder a la realización de estudios que permitieran proponer al Consejo Económico y Social la radicación de las industrias que fueran necesarias; realizar gestiones que fueran idóneas para facilitar la obtención de licencias de importación en los países de origen, e intervenir como única autoridad en la radicación de industrias de capital extranjero que contribuyeran al desarrollo industrial de la Nación. Un comienzo importante había sido la constitución de SOMISA con el aporte de capitales y tecnología de una conocida empresa norteamericana de dudosos antecedentes.

      Mediando los primeros años de la década del 50 se tenía conciencia de que era importante contar con el aporte de capitales extranjeros que pudieran ser útiles para los planes que tenía proyectado poner en ejecución el gobierno, debido a que no había posibilidades de contar con financiación nacional de envergadura, y si bien el decreto citado era un comienzo, se necesitaba el dictado de una serie de disposiciones de otra naturaleza que mostraran no solo la decisión del gobierno, sino el marco normativo que garantizara a los inversores la seguridad jurídica indispensable para radicar capitales. Fue así que el 21 de agosto de 1953 se sancionó la Ley 14.222, en cuyo artículo 1º se estableció: “Los capitales procedentes del extranjero que se incorporen al país para invertirse en la industria y en la minería, instalando plantas nuevas o asociándose con las ya existentes, para su expansión y perfeccionamiento técnico, gozarán de los beneficios de la presente Ley”. En los distintos artículos se determinaba la necesidad de aprobación del Poder Ejecutivo para los proyectos de inversión; que los capitales solo podían ingresar bajo la forma de divisas o bienes productivos; el sometimiento a la legislación argentina; la equiparación de los capitales extranjeros