Francisco Serratos

El capitaloceno


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con la Razón. No es de sorprender que, aunque francés, Descartes haya escrito el grueso de su obra, al igual que Grocio, en los Países Bajos cuando sus rutas comerciales abarcaban ya casi todo el hemisferio occidental, desde los bosques de Brasil y Polonia, los humedales de Rusia e Inglaterra, hasta las minas de los Andes y Suecia. Moore toma cuatro lecciones de Descartes que impactaron la realidad. La primera, dice, impuso orden ontológico en los entes o sustancias sobre las relaciones entre estos últimos; la segunda, relacionada con la anterior, es que forjó un binomio «esto o lo otro» en lugar de una dualidad, es decir Naturaleza y Sociedad en lugar de Sociedad en la Naturaleza. La tercera es la del control de la naturaleza con un propósito específico a través de un método científico; la cuarta y última es la hegemonía del sentido visual, el órgano del ojo, u ocularcentrismo, como único sentido con el que se explica el mundo.

      La misma idea cartesiana sería retomada, ahora en el contexto inglés, por Francis Bacon, para quien la ciencia era el método de extracción de los secretos de la naturaleza. Pero Bacon, señalan los autores, añade otro elemento a la concepción de la naturaleza, que es su característica femenina: la ciencia —el hombre— debe escarbar, abrir, explorar, penetrar, diseccionar «el útero de la naturaleza» para poder entenderla, explotarla, dominarla. El sometimiento de la mujer es fundamental para el capital desde el momento en que, de su trabajo doméstico y su control natal, se extrae una plusvalía y se impone un orden social. Tampoco es casualidad, tal y como Descartes, que Bacon haya formulado su pensamiento durante el comienzo de la minería de carbón, es decir una actividad laboral que ejerce una violencia evidente sobre la tierra: la abre, escarba su interior, la dinamita y extrae un recurso explotable, en este caso el carbón durante el reinado de Elizabeth I, de quien fue consejero oficial. Para Merchant, entre 1500 y 1700 la «naturaleza viva y animada murió, mientras que el muerto e inánime dinero fue dotado de vida» por un pensamiento llamado racional fundado por Descartes, Bacon, Harvey y Newton, quienes sentaron las bases de la Revolución Científica en los siglos XVI y XVII y sus contribuciones propulsaron las innovaciones tecnológicas que, en última instancia, comenzaron a tener un impacto ecológico.

      De esta forma, la naturaleza, el mundo, la res extensa, quedó conformada como un ente pasivo, vulnerable de ser dominado, y puramente femenino para la mirada masculina eurocéntrica. Esta transición ontológica de la naturaleza como un ente vivo, animado e íntimamente inherente a lo humano a una materia inerte fue necesaria para que el capitalismo emergiera. Jason Hickel asevera que una vez que la naturaleza fue convertida en un objeto «se pudo hacer todo con ella: cualquier restricción ética para la posesión y la extracción que restaba contra la posesión y la extracción había sido removida, para el deleite del capital. La tierra se volvió propiedad, los seres vivos se volvieron cosas y los ecosistemas, recursos». Estas características de la nueva naturaleza como mero recurso, continúan Moore y Patel, permitieron concebir el espacio como mensurable, calculable, mapeado para ciertos propósitos; en suma, para su valoración económica. «El mapa moderno no simplemente describía el mundo, sino que era una tecnología de conquista», aseveran los autores —más adelante detallo este importante factor—. Las palabras del teólogo, científico y naturalista William Derham en su obra Physico-Theology (1713) resumen todo este periodo: «Podemos, si es necesario, saquear el mundo entero, penetrar en las entrañas de la Tierra, descender hasta el fondo de las profundidades y viajar hasta las regiones más lejanas del planeta para hacernos de riqueza» (cursivas mías).

      La errónea teoría de Buffon añadió a aquel tinglado filosófico un aire de cientificidad al argumentar que los americanos eran desiguales a los europeos debido a la determinación ambiental. Un filósofo que siguió este hilo de pensamiento, señala el historiador Shawn William Miller en su An Environmental History of Latin America, fue Gottfried Wilhem Leibniz: según él, los humanos descienden del mismo origen biológico, pero las variaciones ambientales y climáticas en el planeta son las que dan forma a cada uno de los grupos humanos. Una persona progresa no a pesar de sus limitaciones raciales sino por las del medio ambiente en que se desenvuelve. Así, hay ambientes más benignos que otros. Los europeos, para Leibniz, gozaban de ese beneplácito: eran blancos —creía que los primeros humanos lo eran— y sus rasgos físicos eran refinados y bonitos, mientras que los habitantes de los trópicos, al vivir en tal tempestivo ambiente, se habían degradado. Por esto tienen piel oscura y sus capacidades física y mental eran menores. Fue esta la razón por la que los nativos de América y África, en la visión eurocéntrica, no fueron capaces de construir civilizaciones similares a la europea. Otro ejemplo que recuerda Miller es el del barón de Montesquieu, quien en El espíritu de las leyes (1748) lo deja muy en claro cuando dice que «en el norte se encuentra gente con menos vicios, más virtudes y mucho más sinceridad y honestidad». La gente del sur, por el contrario, «se aleja de la moralidad» porque las pasiones en esa región se alebrestan y por tanto hay más crimen. Haciendo eco de las palabras de su connacional Buffon, Montesquieu remata: «El calor del ambiente puede ser tan excesivo que el cuerpo se debilita y esta postración contamina el espíritu; no hay curiosidad, nobleza del emprendimiento, ni sentimiento de generosidad; todos los deseos se marchitan».

      Por último, otro filósofo determinante en la separación entre naturaleza y sociedad y entre civilizados y salvajes fue John Locke, quien además aprendió mucho de Grocio al decir en Two Treatises of Government que los cautivos de guerra pierden sus libertades y pasan a ser sujetos del dominio absoluto y arbitrario de sus nuevos amos. De hecho, la filosofía de la privatización liberal —volveré sobre esto en otro apartado— tiene sus pilares en Locke. Aunque no el único ni el primero, sí fue el más representativo de la nueva ideología debido a que su concepción de la propiedad privada era una diatriba contra las tierras comunales del antiguo régimen: su pensamiento estaba encarnado en las nuevas prácticas de los señores capitalistas. Locke dedica todo un capítulo al concepto de propiedad privada en su Second Treatise of Government en el que declara que, si bien Dios dio el mundo a todos los hombres, hay dos excepciones a esta regla: su persona y su trabajo; es decir, el cuerpo de una persona y la actividad laboral que ésta ejerce para garantizar su subsistencia. La mezcla de estos dos elementos tiene la capacidad de alterar la naturaleza o de mejorarla para proveer al hombre de una ganancia (profit). La naturaleza en sí misma, insiste Locke, no tiene un valor a menos que se ejecute sobre ella una labor, pero no se trata de un valor de uso sino de cambio, de comercio: el señor capitalista no trabaja una tierra para extraer de ella una substancia vital sino para ofertarla en el mercado y así obtener una ganancia. En el fondo, esta sería la ideología detrás de la colonización de América del norte por parte de los ingleses y que fue muy distinta a la de los españoles y portugueses en el resto del continente. Locke incluso critica a esos señores católicos y aristócratas que sólo viven para cobrar rentas y no para mejorar la tierra; hay que recordar el profundo desprecio que tenía contra los irlandeses.

      Según Locke, una parcela en América que no se trabaja es una parcela inerte, sin beneficio para nadie, y por esto mismo menos valiosa que una parcela inglesa; si los indios no la trabajan, entonces no tienen ningún derecho sobre ella. Hay un pasaje en el que llega a aseverar que los indios de hecho habitaban «tierras sin dueño», vacuis locis, lugares vacíos. Pero si un hombre «civilizado» llega y la hace productiva entonces tiene el derecho de reclamarla como suya porque ha creado algo para el beneficio de la sociedad. Por esta razón el filósofo inglés incluso dice que es un pecado no lucrar con la tierra porque después de todo el trabajo era un mandato de Dios. Para Locke, lo importante es la productividad de la propiedad antes que la tierra como mera propiedad, o sea la primera es la condición de la otra; pero, al mismo tiempo, al establecer Locke estos nuevos términos de propiedad privada, justifica la expropiación, la colonización y el despojo de la tierra en las colonias americanas. Y esto no es todo: Locke, en otro pasaje de su Tratado, justifica aún otras cosas relativas, como la esclavitud y la explotación de los indios y negros. En un famoso fragmento que ha sido interpretado y disputado profusamente dice lo siguiente: «Así, la hierba que mi caballo ha rumiado, y el heno que mi criado a segado, y los minerales que yo he extraído de un lugar al que yo tenía un derecho compartido con los demás, se convierten en propiedad mía, sin que haya concesión o consentimiento de nadie. El trabajo que yo realicé sacando esos productos del estado en que se encontraban me ha establecido como propietario de ellos».