de lo mismo. Trabajadores domésticos indocumentados hablaron sobre las condiciones violentas y denigrantes que enfrentaban en el mercado laboral desregulado. Mujeres hondureñas afro garífuna contaron cómo fueron engañadas por rumores de que si venían solas con sus niños menores de edad, se podía cruzar sin peligro a Estados Unidos, aunque al hacerlo terminaron presas y luego entregadas a familiares. Durante nuestras audiencias tenían que sentarse cerca de un enchufe para que sus tobilleras electrónicas no se descargaran —una instancia moderna de las mujeres latinx negras encadenadas—. Por un momento la constante violencia patrocinada y/o sancionada por el Estado se volvió dolorosamente visible. Yo ya conocía estas políticas deshumanizadoras, pero rara vez las había vivido tan directa e íntimamente. Al ir cada persona confiándonos su historia, mirándonos a los ojos, él o ella esperaba que hiciéramos algo contra esa injusticia tan cruel. Después de todo, las Cortes determinan culpabilidad y se supone que existen consecuencias por cometer crímenes. Pero aun cuando los jurados declararon a los gobiernos culpables de crímenes contra la humanidad, la mayor contribución del tribunal fue más simbólica e informativa que judicial. En cierto sentido era “solo” una performance, una representación aspirando a justicia. Si bien el PPT tiene una posición importante en círculos de derechos humanos, sabíamos que nada concreto resultaría del proceso. También estas historias se hundirían nuevamente en la invisibilidad, otro lado de la crueldad normalizada de nuestra vida cotidiana. Nunca me había sentido tan impotente y responsable hacia y por personas a las que no conocía.
¿Qué podemos hacer cuando parecería que no hay nada que hacer y no hacer nada no es una opción?
Para muchos de nosotros involucrados en el Tribunal, el escuchar y luchar por la justicia son actos moral y éticamente vinculantes. Tenemos que estar ¡presentes! Todos los del jurado tenemos un largo pasado de activismo, a veces con peligro de vida. Solalinde maneja un albergue para migrantes, acompañándolos en ocasiones por rutas peligrosas y hasta mortales, argumentando que su cuello de sacerdote le ofrece un mínimo de protección. Juan Carlos Ruiz ayuda a organizar el movimiento santuario para proteger a los migrantes contra la deportación, muchas veces siendo arrestado en el proceso. Yo soy una académica, una latinoamericanista dedicada a los estudios de performance, por lo que decidí hacer lo que hago mejor: activarme en y a través de la práctica creativa y crítica, un saber ligado al hacer, que requiere de investigación y performance en una acción corporal y reflexiva.
Varios colegas del Instituto Hemisférico (Hemi)3 estuvimos de acuerdo en dedicarle bastante tiempo a viajar por tierra por Centro América, México y la frontera méxico-estadounidense —trabajando y entrevistando a migrantes y a quienes cuidan y abogan por ellos—. Podíamos ayudar a crear un registro de testimonios de los migrantes que encontrábamos en nuestro camino. Cruzamos Honduras, El Salvador y Guatemala; atravesamos el Suchiate (río fronterizo entre México y Guatemala) en balsas y seguimos las rutas migratorias. Hablamos en albergues con migrantes y sus defensores, con voluntarios que cuidaban de los que habían perdido miembros, habían sido amputados durante el viaje en tren (La bestia)4, buscamos las tumbas sin identificación en ruta y nos reunimos con las familias de los desaparecidos. Algunas veces los militares locales nos tenían en su mira, amenazando a cualquiera que nos hablara. Los activistas locales desestiman el peligro —el gobierno ya sabía quiénes eran y los eliminaría cuando quisiera—. El asesinato de la activista ambiental Berta Cáceres en Honduras, justo antes de nuestra llegada, confirmó esto.
En la ruta Marcial Godoy-Anativia, director ejecutivo de Hemi, y yo estábamos a veces tan cansados y desconsolados que perdíamos la capacidad de hablar, de formar frases coherentes, ya fuera en inglés o en español. Seguimos la “frontera vertical” del hemisferio, nos juntamos con activistas y académicos en la frontera de Arizona y más tarde en la ciudad de Nueva York, para protestar contra ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) para exigir la libertad de los detenidos. Participamos como observadores internacionales en misiones especiales de derechos humanos y trajimos docenas de estudiantes de posgrado de toda América para que caminaran la ruta con nosotros5. En uno de los albergues, los estudiantes y los migrantes —algunos casi de la misma edad, unos pocos de los mismos países— empezaron a bailar juntos. Era difícil distinguir unos de otros. Al final de la tarde nos subimos en nuestro autobús con aire acondicionado y ellos quedaron solos frente a su peligrosa caminata hacia el norte. Todos nos sentimos asqueados por las inmensas desigualdades no solo en términos de privilegios sino también de expectativas de vida. ¿Por qué hablarían con nosotros? ¿Qué podrían ganar con eso? Un migrante articuló una poderosa condición —hablaré con ustedes, dijo, pero me prometen que harán algo sobre todo esto—. Todos estuvimos de acuerdo y muchos de nosotros nos esforzamos de varias maneras por cumplir nuestra promesa. En ese viaje uno de los estudiantes trans empezó a trabajar con migrantes trans y nunca se detuvo. Otros ahora son abogados y activistas de derechos humanos. Algunos idearon intervenciones basadas en arte. En Hemi, creamos Ecologías de Atención al Migrante (https://ecologiesofmigrantcare.org/), un repositorio digital bilingüe de más de cien cuentos/testimonios de migrantes y de los que trabajan y cuidan de ellos. Los videos les permiten contar sus propias historias, en sus propias palabras. Nuestro proyecto comparte la visión articulada por Fray Tomás, quien inició y dirige “72”, el refugio para migrantes en Tenosique, México: “No somos la voz de nadie. Tienen su propia voz; son sujetos por derecho propio. Son personas muy valientes”. El estar aquí/allá físicamente en la ruta hablando y caminando con otros crea demandas físicas, políticas y éticas. Estas interacciones presentan otra manera de saber y de actuar sobre lo que sabemos. Desde el 2014 he participado como activista6, profesora7 e investigadora8 en una serie de intervenciones relacionadas con la crisis de la migración. Ha sido abrumador para todos nosotros saber que solo podemos hacer lo que podemos hacer —pero eso sí tenemos que hacerlo—. El cinismo o la desesperación no son opciones.
Este trabajo reexamina y vuelve a representar la historia de la violencia del Estado surgida de la Conquista, de las historias de la Colonia, de las intervenciones imperialistas y del extractivismo neoliberal, resurgiendo y desplegándose continuamente en nuevos proyectos de violencia y desaparecimientos. Mientras la catástrofe de la migración es solo parte del problema que examinaré, el correo electrónico de Ruiz pidiéndome/pidiéndonos estar ¡Presente! precipitó una reflexión política a la vez que personal —¿qué significa estar presente hacia otros y hacia uno mismo?—.
¡Presente! con o sin signos de exclamación depende del contexto. Simultáneamente un acto, una palabra, y una actitud, ¡presente! puede entenderse como un grito de guerra frente a la anulación; un acto de solidaridad; un compromiso a ser testigo; un acompañar alegre; presente entre, con y al caminar y hablar con otros, una reflexión ontológica y epistémica sobre presencia y subjetividad como participativa y relacional, fundada en el reconocimiento mutuo. Un mostrar o exponer frente a otros; una actitud, gesto o declaración de presencia militante; la “imperativa ética”, como lo describe Gayatri Spivak, a enfrentarse y hablar de la injusticia9. ¡Presente! siempre involucra a más de uno. A veces expresa un movimiento político, a veces un estar juntos, caminando por una calle o celebrando y representando nuestra respuesta, posición y actitud en nuestro encuentro con el otro, aun si el “otro” ha sido desaparecido o esconde su cara.
Mientras estos ejemplos se enfocan en presente como algo interactivo y político, también tienen una dimensión de auto-reflexión —un estar en el momento, un estar presente en la propia vida—, Jesusa Rodríguez, una de las mayores artistas, activistas y ahora senadora de México, junto conmigo, hemos dirigido un ejercicio en pedagogía de performance (un tema del que hablo extensamente en “Camino largo”) que tiene una idea crítica: la forma como haces esto es cómo lo haces todo. No importa lo que esto es. La forma en que decido encontrarme con un amigo, abogar por justicia, equilibrar una roca sobre la otra, cocinar algo o enseñar una clase, es como lo hago todo. ¿Estoy apurada? ¿Haciendo mil cosas a la vez? ¿Reflexiva? ¿Pensando en otra cosa? ¿Perfeccionista? ¿Suficiente bien basta, y casi suficiente también funciona? La llamada de Ruiz a estar presente me hizo reflexionar sobre las formas en las que estoy/no estoy presente en todo lo que hago. ¿Presente hacia quién? ¿Adónde? ¿Por qué? ¿Qué significado ético y político tiene? ¿Y en términos académicos y pedagógicos? Presencia, en el sentido de ¡presente!, como compromiso corporal, como