Flory Vargas

Las hijas del sol de sangre


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con un repelente, un par de gaseosas y unos emparedados. El río era muy ancho y sus aguas calmas. En el trayecto observaron muchos animales: monos, dantas, venados y cocodrilos colmilludos que se asoleaban en las pequeñas playas que se formaban a ambos lados. El aire puro llenaba sus pulmones.

      —Don Benito, recuerde que no podemos pasar la frontera –le dijo su padre preocupado al ver que se aproximaban a la desembocadura del río y el bote no se detenía ni cambiaba su rumbo.

      —No se preocupe don, allá es donde vamos, aquel pequeño poblado a la izquierda –mientras señalaba la otra orilla con su mano curtida.

      —Pero vea don Benito, por favor, que no pasemos la frontera, nosotros no tenemos pasaportes y nos podemos meter en problemas.

      —Tranquilo, no más dejamos ahí el hielo que traemos y nos regresamos –insistió el lugareño como quien no entiende la gravedad del acto.

      El caserío al que se acercaban llamó de inmediato la atención por su extrema pobreza. Los cerdos corrían libres a su antojo y el polvo lo cubría prácticamente todo. En el río algunas mujeres lavaban ropa sobre las piedras en medio del agua de un tono amarillento achocolatado por el barro.

      Al llegar al destartalado muelle, si es que así se le podía llamar, un grupo de militares salió de entre la maleza haciendo señas para que se detuvieran. Estaban fuertemente armados y apuntaban directamente hacia ellos. Atónitos, vieron cómo los soldados subieron al bote y empezaron a pedir sus documentos. Con sus voces temblorosas, explicaron que simplemente estaban de paseo por el río y por eso no los tenían con ellos; además, había varios menores de edad. Solamente la pareja de turistas y su padre llevaban consigo alguna identificación.

      Los obligaron a bajar mientras se apoderaban de las dos cajas con hielo y otras tantas repletas con licor que no habían visto. Caminaron aproximadamente media hora bosque adentro, siempre encañonados por las ametralladoras. Las piernas de Mariela flaqueaban por el pánico, máxime después de ver el miedo reflejado en el rostro de sus padres. Ella, apenas con quince años, estaba muy asustada, sí, pero segura de que su padre lo solucionaría de algún modo. Ahora no sabía qué pensar.

      Llegaron a una casucha abandonada, sin muebles, y los obligaron a sentarse en el piso, contra la pared. Ahí estuvieron por varias horas. Afuera, lo suficientemente lejos como para que nadie comprendiera con claridad sus conversaciones, los militares discutían acaloradamente, posiblemente sobre su futuro, a la vez que se servían los primeros tragos del licor decomisado.

      —Mamita, trate de controlarse, vea que tenemos que lograr que sus hermanos mantengan la calma –le dijo su madre al oído mientras le acariciaba las manos que no dejaban de temblar.

      —Voy a hablar con ellos –dijo su papá armándose de valor. Se levantó con precaución y se acercó al soldado para solicitarle que lo llevara con su jefe.

      Le dijo a su custodio que él podía demostrarles que era una persona honesta que siempre trató de ayudar a su país. Le comentó sobre la época de la guerrilla sandinista y cómo la gente del lado tico les había apoyado. Sus palabras calaron un poco en el soldado, porque finalmente le permitió salir para reunirse con su comandante.

      Mientras su padre se alejaba para tratar de liberarlos, ella cerró con todas sus fuerzas los ojos y pidió a Dios que los sacara con bien de aquel trance. A esas alturas, probablemente su papá ya les estaría explicando lo que había ocurrido hacía varios años; cuando su casa se convirtió en una especie de hospital de la guerrilla. A su pueblo llegaban los soldados heridos para ser atendidos por médicos y otros voluntarios que les cuidaban hasta que fueran capaces de regresar a combate. Casi podía ver sus vendajes sangrantes y algún brazo amputado por una granada. La gente se había volcado a apoyar a los hermanos vecinos. Después de la misa del domingo, en los pequeños poblados usaban fundas viejas de almohadas para recoger dinero entregado con cariño por gente a la que no le sobraba ni un cinco. Lo hacían con la ilusión de ayudarles a alcanzar una libertad que, desafortunadamente, como demostraría luego la historia, se convirtió en nada más que una quimera.

      Su papá fue apenas uno de muchos costarricenses que lo dieron casi todo por lo que creían una noble causa. Su mamá le había contado alguna vez que tras ganar la guerra le habían ofrecido una recompensa que él nunca aceptó. Sin embargo, parecía que ahora era el momento para cobrar esa simbólica factura.

      Mariela no podía respirar con normalidad y las náuseas eran incontrolables. Recostada en el suelo, seguía apretando fuerte sus ojos que se negaban a aceptar la peligrosa realidad. No sabía cuánto tiempo había transcurrido y la espera se hacía eterna, hasta que sintió que la levantaron de un fuerte tirón de su cuello. Era su padre, quien llevándola casi suspendida en brazos le gritaba a los demás que corrieran hacia la embarcación. Todavía aturdida por el susto, escuchó que le daban instrucciones a Benito para alejarse a toda prisa, antes de que el licor hiciera que los soldados cambiaran de opinión.

      Casi sin aliento por el pánico y la adrenalina, Mariela se aferró fuertemente a sus hermanos y corrieron como locos hasta llegar a la embarcación. Mientras se alejaban por el lago, de regreso a territorio costarricense, pudo sentir como poco a poco el alma regresaba a su cuerpo, pero, su corazón no dejó de palpitar a mil por hora. Atrás solo quedó el rastro amarillento del barro que se levantó batido por el motor desesperado de la lancha.

      ***

      —¿Lista doña Mariela? Ya no podemos esperar más… ¿Pero cómo que está otra vez llorando? ¡No señora! Se me pone alegre que la noche apenas empieza y hoy es día de club de cine que tanto le gusta –le insiste la enfermera mientras le limpia con una toalla las mejillas humedecidas por las lágrimas.

      Mientras otra de las cuidadoras lleva a la anciana en la silla de ruedas hasta su sitio en el comedor, Irene se dirige a la nueva asistente de enfermería que se encuentra a su lado.

      —A doña Marielita me la tratás con mucho cariño, por favor. Ella tiene un trauma muy grande por algo que le pasó siendo jovencita. Aunque ella nunca ha hablado de eso, dicen por ahí que fue violada salvajemente por unos guerrilleros en la montaña.

      El acantilado

      La criatura nació al amanecer y, en el preciso momento en que abría sus ojos, el sol, que también nacía entre las montañas, se volvió color sangre por unos instantes. Casi nadie lo notó. Todos estaban demasiado pendientes de la llegada de un nuevo miembro a la pequeña villa. No había muchos nacimientos en aquella tierra que ya no daba frutos como antes, donde el agua era escasa y las mujeres se habían debilitado demasiado como para engendrar vidas. Pronto tendrían que buscar un nuevo territorio donde rehacer su historia y para eso se necesitaban brazos jóvenes y fuertes que empuñaran por igual el arado y las armas para defender a su pueblo.

      Dentro de una pobre cabaña Jaro observaba a su esposa. Su mirada reflejaba por igual el amor y la congoja de un padre primerizo. Ella parecía a punto de exhalar su último aliento. A pesar de que las parteras conocían muy bien su oficio, el parto se había complicado un poco más de lo usual. Él sostuvo su mano con cariño y la besó tiernamente tratando de darle un poco de ánimo en su gran esfuerzo por sobrevivir. Ambos se volvieron hacia los sabios sacerdotes que, agrupados en una esquina, esperaron con paciencia hasta que la criatura fuera puesta en sus manos. Según la costumbre, ellos tendrían que decidir si sería marcada con el fierro de los siervos o con el de los señores. Así era la ley en esas tierras. Se nacía para servir o se nacía para ser servido, y eso se definía en los primeros minutos de existencia. Excepto si eras niña. Si ese era el caso, no habría deliberación, pues estaban indefectiblemente destinadas a servir.

      Nació niña y al ver su pequeño y enrojecido rostro, sus padres no pudieron más que adorarla, sintiendo inevitablemente un doloroso aguijón en el pecho al tener que entregarla de inmediato al grupo de sacerdotes. El grito de la recién nacida terminó de oprimir su corazón. Acababa de ser marcada en su frente para siempre con el mismo sello que llevaron ellos durante toda su existencia.

      Los días pasaron y los novatos padres vieron con gran preocupación cómo la marca, que se suponía indeleble, se desvanecía poco