Joyce Carol Oates

Persecución


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del autobús del que acaba de bajarse, y un instante después el vehículo arremete contra ella al ponerse en movimiento. La lanza por los aires, como una muñeca de trapo, y su cabeza da contra el pavimento.

       ¡Dios santo! Sencillamente se me plantó delante. No iba mirando, tenía la cabeza gacha. Justo antes, en el cordón, me había parecido que pensaba algo, que tomaba una decisión. Y luego de pronto dio un paso para ponerse delante del autobús. Por suerte para ella, yo acababa de arrancar y no iba rápido. Si no, podría haberla arrollado, podría haberle aplastado el cráneo o la columna, y habría muerto en el acto.

       Primera vez en los once años que llevo conduciendo este autobús, en esta ruta. Nunca me había ocurrido nada parecido.

       Y una chica tan linda. ¡En qué estaría pensando!

      «Promete que nunca la abandonará»

      Promete que nunca la abandonará.

      Incluso cuando se vea obligado a alejarse de su cama en el hospital, o cuando se la lleven para hacerle pruebas o someterla a una operación para reducir la presión de la sangre en el cerebro, él permanecerá lo más cerca (físicamente) de ella que pueda.

      En un pasillo del hospital, al otro lado de las puertas de vaivén en las que se lee: Prohibido el paso excepto al personal del hospital.

      Por las noches, en los jardines que rodean el hospital, en una bolsa de dormir. Tras un trío de contenedores, donde a nadie se le ocurriría mirar.

      Es el primer visitante en entrar en el hospital cuando se abren las puertas a las 6:30 de la mañana.

      El último visitante en salir de la UTI a las 11:30 de la noche.

      Cuando la trasladen de Terapia Intensiva a una habitación en una de las plantas, en su calidad de marido, se le permitirá pasar con ella toda la noche.

      Entretanto, sigue a su lado en Terapia Intensiva. Se toma solo los descansos imprescindibles, y a la carrera, temiendo que ella pueda abrir los ojos, buscarlo y llamarlo, y que él no esté ahí…

      Sigue junto a su cabecera mientras ella yace inmóvil (excepto por que respira rápida y entrecortadamente a través de un aparatito plástico en sus fosas nasales) en la alta cama de hospital. Aferrándole la mano con la suya.

      Pese a que ella tiene los dedos fríos, laxos e indiferentes, está convencido de que nota cómo los ciñe con sus propios dedos. Aunque tiene los ojos (ennegrecidos e hinchados de un modo casi grotesco) cerrados (al parecer), ella puede entreverlo, puede reconocerlo, desde algún lugar en su cerebro, donde mora su alma.

       Abby, cariño, estoy aquí. Jamás te abandonaré.

       Vas a despertar, muy pronto… y te estaré esperando.

       Soy tu marido, y te quiero.

       ¿Me oyes? Creo que sí me oyes…

       Apriétame los dedos si me oyes… ¿Abby?

      No para de pensar en ello. Se atormenta dándole vueltas.

      ¿Fue un accidente o fue a propósito?

      Nadie lo sabe. Nadie puede saberlo, a menos que la propia Abby lo recuerde cuando despierte.

      Si despierta.

      E incluso entonces, hasta qué punto sería fiable el recuerdo de Abby tras el trauma de una fractura de cráneo…

      Willem se desliza de la silla junto a la cabecera hasta quedar de rodillas en el suelo. La dureza implacable de la superficie le proporciona cierto consuelo. Con la frente apoyada contra el armazón metálico de la cama, le reza a Jesús, le reza a Dios.

      Sabe que sus oraciones avergüenzan a otros, incluso a algunos que creen en la oración. En la sala de espera de la UTI, durante gran parte del día, con frecuencia hay miembros de la familia Zengler de rodillas, rezando por la joven esposa de Willem, a la que apenas conocen. Algunos tienen las mejillas surcadas de lágrimas, y no solo las mujeres y las niñas. Padre nuestro que estás en los cielos, ten piedad de nuestra querida Abby.

      Jesús es el amigo de Willem. A Jesús, Willem puede verlo en un rincón de la habitación.

      Dios es más distante. Willem nunca se ha sentido cómodo con Dios. Si Jesús es su amigo y también su hermano, Dios es el padre de ambos.

       Jesús, gracias por la vida de Abby.

       Te doy las gracias por cada aliento que Abby respira, Jesús.

       Te doy las gracias por la vida que insuflaste en Abby cuando nació, Dios.

      Llegados a elegir, Dios, llévate mi vida y deja que Abby viva.

      «A primera vista»

      Él no creía en algo tan superficial y tan tonto como el amor «a primera vista».

      Aun así, al ver a Abby por primera vez —lo cual no significa que supiera su nombre, porque no era así—, había experimentado una abrumadora sensación de certeza. Esta es la chica con la que voy a casarme.

      Había tenido la sensatez de no quedarse mirándola fijamente. Tenía asuntos propios de los que ocuparse. Había llegado al Centro de Rehabilitación para una sesión de lectura de dos horas con una anciana mujer ciega que quería que le leyera un libro que llevaba por título Ley constitucional: prontuario para alumnos de Derecho; su nieto cursaba una materia sobre ese tema en la facultad y ella quería ser capaz de «conversar de manera inteligente» con él.

      Y ahí estaba esa chica linda con su cara pálida y pecosa y su serenidad, una de las más jóvenes del personal de rehabilitación, con una blusa blanca bien planchada, una falda tubo gris perla y unos zapatos negros de cuero blando como de bailarina, que escuchaba educadamente las amargas quejas de un hombre con un mohín en el rostro y cuencas vacías por ojos. Resultaba tan terrible contemplar el semblante de aquel ciego como el de un profeta del Antiguo Testamento, pero la chica linda de la cara pecosa no parecía intimidada, y ni siquiera trataba de aplacar su ira. Haciendo gala de la sensatez de alguien mucho mayor, se limitó a dejarlo desahogarse hasta que hubo acabado, con una expresión de irritada satisfacción.

      Willem oyó cómo la chica le aseguraba al ciego que le transmitiría todo lo que había dicho a su supervisor, y se estremeció ante aquella voz dulce, susurrante y reconfortante, en absoluto estridente o chillona como resultan a veces las voces femeninas, en especial en situaciones de mucha tensión.

      Se fijó en que llevaba las uñas bien cuidadas, cortas y con un brillo transparente. La Iglesia Metodista Reformada no aprobaba las uñas largas como garras y pintadas de tonos vivos que tanto les gustan a chicas y mujeres, al igual que el lápiz labial rojo y la sombra de ojos malva, y que a Willem y sus amigos les parecían excitantes y repulsivos por igual.

      Advirtió que no llevaba alianza en la mano izquierda; de hecho, no llevaba anillos en ningún dedo.

      Reparó en que se mostraba amable, paciente y compasiva con un individuo irascible al que otros bien hubieran rehuido. Se dio cuenta de que era una buena persona.

      Pensó, ¡Sí! Es ella.

      Su primera conversación con Abby tuvo lugar a la semana siguiente, tras el cierre del Centro de Rehabilitación a las cinco de la tarde. Willem había decidido esperar detrás del edificio de Servicios Asistenciales, ante la puerta que con toda probabilidad usaría el personal de rehabilitación, y en efecto Abby salió por ella a las 5:20, sola. Y ahí estaba Willem Zengler, sentado en un cordón y con la cabeza inclinada sobre el libro en su regazo; parecía saber que Abby se detendría a mirarlo, que lo reconocería, ya que por supuesto se habían fijado el uno en el otro en el centro. En ese momento, Willem alzó la vista, le sonrió como si estuviera (leve y agradablemente) sorprendido