evento mencionado, el cineasta realizaba el prodigio de publicar una ficha-presentación-sinopsis del filme, otorgándoles nombres supuestos, jamás mencionados en el relato fílmico en sí, a sus personajes incidentales por completo anónimos (tipo Meche / Clarisa Rendón, Andrés / Joaquín Rodríguez, Bruno / un nada Norteado Harold Torres de poderosa presencia en el lobby del cine et al.), antes de concentrarse en el sentido del segmento concluyente del filme y resumiendo lo inevocable, incluso lo informulable e innombrable de él, como sigue: “El amor como martirio épico cuya redención y cumplimiento sólo pueden hallarse en el más allá de la vida. Este nuevo filme de Julián Hernández narra la historia de Kieri y Ryo, dos hombres que se aman de manera incondicional. El absoluto de ese amor da sentido a sus vidas. Sin embargo, ese recíproco don de sí mismos no dura eternamente. Ryo es secuestrado y esto significa para Kieri el comienzo de un viaje místico. No sabe que es ‘Corazón de Cielo’ quien guía y protege al amante en su travesía, atizando sin cesar el deseo. Para Ryo, la fuga, la búsqueda y la espera son etapas de la ruta solitaria en la que habrá de perecer, mientras que Kieri, en su esfuerzo por recuperar a su amante, ofrece su cuerpo para lograr la resurrección de Ryo. Se encuentra en agonía cuando la tierra, guiada por Corazón de Cielo, cubre el cuerpo de los amantes a fin de que pueda brotar una nueva vida. Reunidos en la muerte, Ryo y Kieri recobran la vida a través del mito —ya que en efecto el cielo no olvida a quien es capaz de un amor incondicional”.
La justeza de la rabia martirizada consigue que, bajo el influjo de la mano divina el amante abra la boca, se remueva, entreabra los ojos, los entorne y torne a gatear (“No tengas miedo, no estás solo, yo soy la luz”), antes de que el sol desaparezca y emerja de la cueva en la deslumbrante luz sobreexpuesta, cargando el cuerpo del amado. O bien, que Kieri nade en el fondo del lago y el trío nade bajo la superficie, antes de que Tari saque la cabeza del lavabo y, en otra dimensión, armónica y doméstica ésta, su rival también lo haga para conseguir, en una feliz reunión, besar los muslos de Ryo redivivo, la cámara retroceda y descubra a los otros a la vera de la pareja dichosa, el arracadas permisivo Tari junto al marco de la ventana y la deleitosa pensativa aunque sentenciosa Tatei del vestido listado en el balcón (y con voz grave de Diana Lein fuera de campo), también dichosos y sonrientes (“Brilló en medio de la oscuridad, y apareció el día. Ahora todo es claro, querido, no impuesto por el destino”).
Y la justeza de la rabia martirizada era ante todo un extraliterario menosprecio de ligue y alabanza de pareja, una suma de intensos momentos fílmicos sobresignificativos casi autónomos, una relectura distendida y sobreentendida del mito de Orfeo y Eurídice en los infiernos de las ánimas en pena, un paréntesis abierto entre el sol y el beso, un reparador ejercicio de resurrecciones sucesivas, una transfiguración sostenida como exitosa práctica homosexual, sin duda una lapidaria obra maestra poética del cine amoroso (y gay) mundial.
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