Si de lo que se trata es de realizar un diagnóstico crítico de nuestra modernidad, de interrogar aquellos discursos de verdad que a un tiempo nos constituyen y resultan problemáticos, entonces debemos centrar nuestra atención en el humanismo entendido como el intento inclaudicable, de fines del siglo XVIII en adelante, por hacer de una cierta concepción del hombre el fundamento (y el horizonte último) del saber y de la acción. Para hacernos una idea de la omnipresencia y el prestigio de la temática humanista en aquellos años, basta evocar la figura tutelar de Sartre: encarnación –hasta la caricatura– del intelectual comprometido, él reivindicaba para sí la bandera humanista al punto de publicar, en la inmediata posguerra, un manifiesto titulado El existencialismo es un humanismo. Pero Sartre era, apenas, la frutilla del postre. Para Foucault, todas las empresas morales y teóricas (el marxismo, la religión, la filosofía) consistieron desde el siglo XIX en demostrar que el hombre, la existencia del hombre, la verdad del hombre es “el secreto a descubrir y la realidad a liberar”. De ahí su llamado a “liberarnos del humanismo como durante el siglo XVI ha sido necesario deshacerse del pensamiento medieval. Nuestro Medioevo, en la época moderna, es el humanismo”. (2)
A priori, el diagnóstico foucaulteano puede resultar sorprendente. ¿No es acaso el humanismo el nombre de todo lo que está bien? ¿No es el humanismo una corriente que viene a oponerse al oscurantismo teológico, a las inclemencias del capitalismo, a la frialdad impersonal del avance tecnológico, a la insensibilidad de la razón de Estado? Sin embargo, para Foucault, se trata de un sueño pesadillesco en el que nos encontramos atrapados desde hace más de dos siglos y del que necesitamos despertar, análogo al “sueño dogmático” al que refiere Kant en la Crítica de la razón pura y del que su filosofía crítica vendría a liberarnos.
No solo porque, a su entender, dos siglos de filosofías humanistas y de ciencias del hombre no permitieron avanzar un ápice en el descubrimiento de un presunto núcleo positivo del hombre, sino porque la antropología moderna opera, según Foucault, como una suerte de obstáculo epistemológico al desarrollo de saberes que no caben en los estrechos márgenes del cogito. En segundo lugar, porque, políticamente, el humanismo habría servido para justificar todo tipo de regímenes y obturar la comprensión del modo real de funcionamiento del poder en nuestras sociedades. Volveremos sobre este aspecto en la segunda parte de este estudio. Por último, desde un punto de vista ético, el principal problema que entraña el humanismo moderno desde una perspectiva foucaulteana es el supuesto de una naturaleza humana por descubrir, por restaurar en su autenticidad, por desalienar, ya que abona la ilusión de que una liberación es posible de una vez y para siempre, al tiempo que –paradójicamente– asimila esa liberación a un retorno a sí mismo, al descubrimiento de –y la fidelidad a– la verdad profunda y oculta del propio deseo. Algo de eso se expresa en el mantra tan a la moda hoy día que insta a “ser fiel a uno mismo”, como si esa expresión tuviera algún sentido y como si implicase una forma de libertad y no, como cree Foucault, el encierro en la jaula de cristal de la propia identidad. Retomaremos esta discusión ética con el humanismo en la última parte. Deshacerse del hombre del humanismo, o al menos deshacerse del encanto que ejerce sobre nuestro pensamiento y nuestra vida moral y política, será por lo tanto para Foucault la tarea a encarar.
De manera retrospectiva, en sus últimos cursos y entrevistas, Foucault dirá que ese hoy que hay que diagnosticar, esa experiencia de la que busca dar cuenta, intentó analizarla a partir de tres polos distintos, aunque siempre estrechamente entrelazados entre sí: 1) el polo de la verdad (de los saberes), 2) el polo de la gubernamentalidad (de los poderes), y 3) el polo de la subjetivación (de las éticas). Su obra se estructura en buena medida en función de ese triángulo: en sus trabajos de los años 60, el énfasis estará puesto en el primer vértice (los saberes en su relación con el hombre como sujeto y objeto de dichos saberes); durante los años 70, se centrará en el segundo polo (las relaciones de poder en su interacción con los saberes y con el sujeto entendido como efecto de sus dispositivos); y durante la primera mitad de los años 80, se enfocará en el tercer polo (las prácticas de subjetivación, como polo siempre presente, pero obturado en buena medida por los dispositivos modernos de saber-poder).
Los primeros trabajos de Foucault giran, entonces, en torno al problema de la relación entre verdad y sujeto. La pregunta no será, sin embargo, aquella a la que nos tiene acostumbrados la tradición filosófica del quid iuris, a saber, qué legitima la relación entre sujeto y verdad, cómo justificar, de derecho, nuestro conocimiento; sino más bien el quid facti: ¿cómo es que, a partir de determinados discursos de verdad, surge en la modernidad esto que llamamos sujeto y que opera como presunto fundamento del saber? ¿Y cómo y bajo qué condiciones ese sujeto se convierte, a partir de un determinado momento, en el objeto por antonomasia del saber occidental? La pregunta por las condiciones históricas del surgimiento de esa figura bifronte que es el hombre moderno –a un tiempo sujeto y objeto predilecto de nuestro saber– (3) es el punto en el que confluyen todos los trabajos publicados por Foucault durante la década del 60, aunque partan de puntos en apariencia muy lejanos entre sí. Allí convergen, en efecto, su tesis doctoral Historia de la locura en la época clásica, publicada por primera vez en 1961; El nacimiento de la clínica, publicado dos años más tarde; su obra cumbre de 1966, Las palabras y las cosas (subtitulada de modo sugerente Una arqueología de las ciencias humanas); y el tratado metodológico con el que cierra su período arqueológico, antes de pasar al estudio de los dispositivos de poder durante la década siguiente, La arqueología del saber (1969).
Ese esfuerzo de reconstrucción histórico-crítica de la relación entre verdad y sujeto (ya no desde la interioridad de una necesidad, sino desde la exterioridad de la historia) lo llevará, a su vez, a entablar una doble discusión: por un lado, con las ciencias humanas y su supuesto positivismo (en particular, la psiquiatría y la medicina, a partir de las cuales se erige, por primera vez, al hombre como objeto positivo de un discurso de verdad); pero también, por otro, con las filosofías poskantianas y su pretensión de fundar ese supuesto conocimiento positivo del hombre (en particular, con la fenomenología existencialista, a partir de la cual el hombre irrumpe como sujeto de la experiencia en el sentido de sub-jectum, de lo que infunde sentido a esa experiencia y en esa medida la hace posible).
En la medida en que presumen de haber contribuido a conocer más y mejor al hombre, y, en base a ese conocimiento, a volverlo más libre, las ciencias humanas son sin dudas uno de los pilares de ese humanismo moderno que Foucault identifica como eminentemente problemático. En los dos primeros libros mencionados, (4) Foucault se empeñará en cuestionar la pretensión autofundacional y el presunto positivismo de la psiquiatría y la medicina modernas, es decir, la idea de que estas disciplinas, en su versión contemporánea, describirían los mismos fenómenos que los tematizados por el saber clásico o renacentista, solo que de forma cada vez más objetiva, precisa y, por ende, más verdadera. La estrategia argumentativa de Foucault en estos primeros trabajos tiene esencialmente dos pilares.
Por un lado, en la estela de la escuela francesa de la historia de las ciencias cuyas figuras tutelares fueron Gaston Bachelard, Alexandre Koyré y Georges Canguilhem, buscará socavar el continuismo reivindicado por una historia positivista de los saberes mostrando, por ejemplo, que la concepción de la locura como enfermedad mental, predominante desde el siglo XIX hasta nuestros días, poco y nada tiene que ver con lo que la época clásica, renacentista o medieval entendían por locura, y que los desplazamientos que se dan de una época a la otra no pueden reducirse a un mayor esclarecimiento de un objeto preexistente e inalterable. Por el contrario, mostrará Foucault, con cada época histórica no cambia solo el instrumental que nos damos para conocer un objeto sempiterno, sino que cambia la idea misma que nos hacemos del saber, del sujeto de dicho saber, de lo que es un objeto y, por ende, también, de todos los objetos particulares.
Así, Historia de la locura en la época clásica muestra cómo, durante la