Francisco Ugarte Corcuera

Mexicano de corazón


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El lunes santo pudieron acercarse a él y Cristina González Castaño le dijo: «Padre, somos mexicanas y traemos un recado: usted le dijo a don Pedro que cuando la región de México estuviera madura, iría a México. Y él le manda decir que ya es el momento». Chela añade que san Josemaría no dio una respuesta concreta pero que don Álvaro, al escuchar aquello, sacó de su sotana una pequeña agenda en la que anotó algo, que no supieron qué fue, pero ellas quedaron satisfechas por haber transmitido el recado.

      Don Álvaro del Portillo, que sucedió al fundador al frente del Opus Dei en 1975, contaría en 1977 cuál fue el motivo y el día en que san Josemaría decidió planear el viaje a México:

      Corrían momentos muy duros, en los que el Santo Padre se lamentaba constantemente de la tormenta que se abatía sobre la Iglesia: ¡tantos descaminos, tantas almas desorientadas, tantas doctrinas perversas! Nuestro Fundador sufría enormemente ante esa desolación (…). Su dolor era tan grande, que muchas veces, sin espectáculo, lloraba. «A cierta edad —comentaba—, las lágrimas de los hombres queman las mejillas». Le sucedía especialmente al celebrar la Santa Misa, o durante la acción de gracias (…).

      En esas circunstancias tan graves y dolorosas de la Iglesia, nuestro Padre reaccionó según su norma de conducta habitual: acudiendo a los medios sobrenaturales, ¡rezando y haciendo rezar! Y un buen día, en Roma, nos anunció de repente: «Me voy a México, a rezar a la Virgen de Guadalupe». Era el 1 de mayo de 1970.

      Aquel mismo día, primero de mayo, comenzaba en la Residencia Universitaria Panamericana, en México, la VI Convención de residencias de estudiantes. Jorge Castro, que era miembro de la comisión regional y encargado de seguir aquel evento, se encontraba en la RUP cuando entró una llamada de don Álvaro del Portillo desde Roma —había querido hablar con don Pedro pero, por una confusión en los teléfonos, llamó allí— y Jorge se puso al habla. Don Álvaro le pidió que informara al consiliario que el Padre vendría cuanto antes, y que le acompañarían el propio don Álvaro y don Javier Echevarría. Especificó que deberían gestionarse los permisos de entrada al país (los tres contaban con pasaporte español y en aquella época no había relaciones diplomáticas entre México y España). Jorge se presentó inmediatamente con don Pedro, quien se encontraba hablando con una persona. Después escribiría sobre ese momento:

      La noticia de la próxima venida del Padre, tan totalmente inesperada, me impresionó profundamente y fue tanta la emoción que no supe reaccionar externamente (...). Como instintiva reacción para reprimir la emoción que estaba penetrando hasta el fondo del alma, quise proseguir la entrevista interrumpida aparentando que nada había ocurrido. Pero desde ese momento nada pude entender de cuanto me refería mi interlocutor.

      Posteriormente don Álvaro nos hizo saber, de parte del Padre, que su viaje tenía un carácter totalmente privado, que no deseaba que hubiera ninguna manifestación pública. Por otra parte, nunca se mencionó cuánto tiempo permanecerían en México.

      Don Pedro solicitó una cita con el presidente Díaz Ordaz, para informarle del viaje, y fue recibido el 6 de mayo por la tarde. El presidente estuvo muy cordial y comentó en tono de broma:

      Yo le aseguro que las autoridades mexicanas tendrán el mayor respeto y consideración para Monseñor Escrivá de Balaguer, pero no puedo comprometerme a que la prensa no diga alguna majadería (...); lo de la prensa es cosa suya: rece y haga lo que pueda para que no le molesten. Por mi parte, haga saber a Monseñor que le deseo la estancia más grata posible en nuestra nación.

      Cuando el Padre se encontraba ya en México, el presidente le envió una amable y respetuosa carta, augurándole días muy felices en el país.

      Ernesto Aguilar Álvarez de Alba se encargó de tramitar todo lo referente a los visados, así como de las gestiones en el aeropuerto, para facilitar el proceso migratorio cuando el Padre llegara. Se guardó discreción sobre el viaje, entre otras cosas para evitar un recibimiento aparatoso que seguramente le desagradaría. La comunicación de la fecha de llegada a México se recibió el 12 de mayo y se preveía que sería el día 14, alrededor de las 10 de la noche, en un vuelo de Aeronaves de México.

      Desde el mismo día de la primera llamada telefónica de don Álvaro en la que supimos que el Padre vendría, don Pedro, que se distinguía por su gran —por no decir exagerada— capacidad de previsión, nos reunió a los que vivíamos en la sede de la comisión regional, para distribuir los diversos trabajos, de manera que todo estuviera a punto cuando el Padre llegara.

      Entre las cosas a prever estaba el arreglo de los detalles materiales de la casa, para que no hubiera desperfectos y todo reflejara el cuidado de las cosas pequeñas, que san Josemaría tanto había predicado. A este respecto recuerdo una anécdota que me sucedió y quedó muy grabada. A pesar de que nos habíamos esmerado en el cuidado de aquellos detalles, el mismo día que el Padre llegó, pasó a la terraza del fondo del jardín y detectó una mancha blanca sobre la superficie de piedra oscura de una de las paredes, y nos lo hizo notar delicadamente. A mí se me vino el alma a los pies, después de haber puesto tanto empeño en que no fuera a ocurrir algo así. Luego añadió algo que me sorprendió: que preguntáramos a don Álvaro por la sustancia apropiada para quitar la mancha. Yo pensé para mis adentros por qué tenía que saber de sustancias para quitar manchas, cuando él llevaba responsabilidades tan altas, en el Opus Dei y en el mismo Vaticano donde trabajaba parcialmente. Le preguntamos, nos contestó inmediatamente y fuimos a comprar la sustancia indicada.

      Un rato después, Alfonso Monroy y yo nos aproximamos al lugar con una escalerilla para alcanzar la mancha, y resultó que ahí se encontraba san Josemaría conversando con alguien, pero nos dijo que pasáramos, que no lo interrumpíamos. Me subí a la escalera, comencé a tallar con un trapo humedecido por la dichosa sustancia, y la mancha empezó a desaparecer. Por tratarse de un encargo directo del mismísimo fundador —y quizá, sobre todo, porque me estaba viendo realizar aquella operación—, seguí haciendo el trabajo con mucha intensidad, hasta que el Padre me dijo: «Hijo mío, ya déjalo, porque una cosa es quitar la mancha y otra seguir tallando donde ya no existe». De este suceso aprendí dos cosas: la importancia de cuidar los detalles materiales, como medio de santificación —«Has errado el camino si desprecias las cosas pequeñas», había escrito san Josemaría— y la conveniencia de evitar el perfeccionismo, pretendiendo quitar manchas donde ya no las hay.

      Otra característica del modo de ser de don Pedro, además de su capacidad previsora, eran las ideas un tanto originales que en ocasiones tenía y que solía sostenerlas con mucha seguridad y constancia. Esto, unido a su cariño al Padre, daba lugar a situaciones incluso divertidas. Refiero a continuación un suceso que lo ilustra.

      En aquella primera reunión preparativa del viaje, don Pedro indicó que se avisara a la administración que siempre hubiera una jarra de jugo de naranja en la habitación del Padre, porque era muy importante que tomara la mayor cantidad posible para evitar que se enfermara de gripa. Nos llamó la atención la medida, porque era el mes de mayo, el más caluroso en la Ciudad de México, y no había ninguna epidemia. Sin embargo, se transmitió la indicación pero don Pedro, al ver que el Padre tomaba aquel líquido esporádicamente y en pequeñas dosis, comenzó a recomendarle que lo hiciera con mayor frecuencia. No conforme con ello, pasó a ofrecerle personalmente el jugo en diversos momentos y lugares de la casa, hasta que el Padre, con humor, le dijo algo así: «¡ya estoy harto de tanto jugo de naranja!, voy por un pasillo y te me apareces con el jugo, abro una puerta y ahí estás con la bandeja, me aprieto así —y hacía presión con los dedos en un brazo— ¡y me sale jugo de naranja!». Pero esto no impidió que don Pedro se mantuviera firme en su propósito hasta el final.

      Mago Murillo y Tete Campero recordaban que el día que el Padre consagró el altar de Ipala, un centro de mujeres en Guadalajara, hacía mucho calor y le preguntaron después de la ceremonia si quería tomar jugo de naranja o prefería un helado, a lo que contestó que «si se apretaba un cachete (y hacía la seña), le saldría jugo de naranja por las orejas».