Arturo Almandoz Marte

La ciudad en el imaginario venezolano


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roussoniano en su versión venezolana, el pacto de Puntofijo pierde vigencia. A partir de los años noventa la coexistencia de barrios y urbanizaciones sin mayores conflictos se transforma en un escenario de urbes fracturadas y violentas en las que los saqueos se hacen frecuentes, la criminalidad crece desmesurada, los limites urbanísticos se desdibujan y los vendedores informales irrumpen en los espacios públicos de Catia a Sabana Grande, la seguridad se privatiza, y ahora no solamente las casas se enrejan sino que las calles se cierran al paso libre en casi todo el sureste de Caracas, al tiempo que aparecen los centros comerciales metropolitanos (Sambil, Tolón, El Recreo) como lugares de seguridad para la vida ciudadana que no puede, o no quiere ya, vivir en la calle. Es un remedo de los suburbios norteamericanos con sus gated communities y sus malls en una ciudad en la que se instala la «carrocracia», la subcultura motorizada y la delincuencia. Ya estos temas de la ciudad criminosa venían incluyéndose en novelas como La noche llama a la noche (1985), de Victoria de Stefano, pero ahora se hacen más patentes en Salsa y control (1996), libro de cuentos de José Roberto Duque, o en el relato ganador del Concurso de Cuentos de El Nacional el año del golpismo: «Boquerón» (1992), de Humberto Mata.

      Esta nueva identidad capitalina de la ciudad fracturada y en decadencia precoz, se imagina en novelas como Si yo fuera Pedro Infante (1989), de Eduardo Liendo, ficción premonitoria del héroe justiciero que vendría a redimir a los humillados; y desde luego en Latidos de Caracas (2006), de Gisela Kozak, en la que la protagonista, profesional fracasada, recorre la ciudad dando cuenta del proyecto frustrado de modernidad. Es, sin embargo, el momento en que la ciudad encuentra su proyección hacia el universo fotográfico, artístico, filosófico, y de crítica arquitectural. La ciudad, en su empobrecimiento, en lo que llamo decadencia precoz, es cuando paradójicamente alcanza un mayor rango en el estudio de sí misma. Caracas no solo se relata, ahora se multiplica en libros, artículos, foros, fotolibros –acciones en las que sin duda tuvo un papel fundamental la Fundación para la Cultura Urbana. Arquitectos (William Niño Araque, Federico Vegas, Marco Negrón, Hannia Gómez, Guillermo Barrios, Nicolás Sidorkovs, y por supuesto el autor de este libro); filósofos (Juan Nuño, María Elena Ramos), estudiosos, fotógrafos, artistas y editores «propician cierta conceptuación y rescate de la vida urbana, así como una puesta en perspectiva con el patrimonio y el pensamiento histórico». No dejo de pensar que esta valorización de lo urbano en la que Caracas comienza a ser objeto de los estudios culturales y literarios (Miguel Gomes, María Elena D ’Alessandro, Sandra Pinardi, la misma Kozak) coincida con el tiempo en que la ciudad emprende la travesía de su caída, y creo que es probablemente esa caída, que ya presentíamos, uno de los elementos en juego en este surgimiento del pensamiento urbano y en la revalorización de las imágenes recobradas (Tito Caula, Alfredo Cortina) de sus espacios perdidos y de su debilitado patrimonio ancestral (Carlos F. Duarte, José Rafael Lovera, Paolo y Graziano Gasparini). La ciudad deja, por fin, de ser un cáncer, un engendro deshumanizado y caótico, para ser un centro que atrae la mirada de la investigación y el pensamiento.

      Cónsona con este renacimiento la novela finisecular también se renueva y recobra estratos rurales y provincianos, históricos y míticos del patrimonio y la memoria capitalina, pero no son ya los tradicionales recuentos o descripciones del pasado, sino la captura del legado caraqueño desde la memoria de un sujeto urbano que reconstruye su pasado personal y lo inserta en lo colectivo. La voz rural de Maricastaña, dice Almandoz, se urbaniza y vuelven las voces de recuerdos provincianos, pero ahora para una memoria de cuño capitalino. Sirvan los ejemplos que cita el autor: El round del olvido (2002), de Eduardo Liendo, mi Malena de cinco mundos (1997), Viejo (1994), última novela de Adriano González León, así como Ojo de pez (1990), de Antonieta Madrid, y aunque un tanto anterior, Cartas de relación (1982), de Antonio López Ortega. Habría que agregar los nuevos imaginarios que surgen de la ciudadanía mediática y cosmopolita que llega del cine, la televisión, la música, los países visitados, y que se integran como ciudades intertextuales en la vieja Caracas. Es la cultura pop que registran Elisa Lerner o Boris Izaguirre, o Carlos Noguera en Juegos bajo la luna (1994).

      Una modalidad de este fin de siglo son las postales retro de la Caracas cosmopolita. Cita el autor dos ejemplos estupendos en las crónicas autobiográficas de Silda Cordoliani, «Luces de neón» (1990), y de Celeste Olalquiaga, «Autobiografía íntima de la plaza Altamira» (1999) –y de nuevo una novela mía, Vagas desapariciones (1995)–, que reflejan al mismo tiempo el fulgor del neón y el desengaño. En este registro sin duda es emblemático el cuento «Residencias Pascal» (2000), de Stefania Mosca. Allí puede leerse el desarreglo de la Caracas finisecular de la clase media. Perdido ya el deslumbramiento sesentista de mi personaje Pepín –que era también el mío– cuando contemplaba las luces de neón desde las oficinas de un edificio de Bello Monte o el de Cordoliani en su llegada a la capital en los años de su infancia, la narradora que autoficciona Mosca mira desde los balcones enrejados de un apartamento en Los Palos Grandes la ciudad violenta y fracturada, al mismo tiempo que sufre el deterioro físico y social de su vivienda, un magnífico regalo del esfuerzo de sus padres emigrantes llegados en el esplendor y deslumbramiento de la ciudad moderna.

      Y sobreviene la Caracas roja. Quizá sea la colección de ensayos El país que siempre nace (2008), de Gisela Kozak, la obra que mejor recoge lo ocurrido en el imaginario literario, y para ello recurre a dos personajes de ficción: Andrés Barazarte de don Adriano, a quien conocimos tiempo atrás, en 1968, y el general Pardo, aparecido en 1999, de quien esto escribe. Ambos reivindican su genealogía de héroes rurales, trujillano uno, y central el otro, para guiar al pueblo que busca su redención en el caudillo decimonónico, que finalmente se presenta, como predecía Eduardo Liendo, y acoge la prédica revolucionaria para desconocer la institucionalidad, la democracia, la urbanización y la modernidad de la segunda mitad del siglo XX venezolano. Pero sus pasos literarios serán motivo de otro volumen.

      ANA TERESA TORRES

I INTRODUCCIÓN

      Fin del costumbrismo urbano

      Negar el costumbrismo decimonónico y la narrativa agraria para caer en un costumbrismo urbano (el barrio, el malandro, la clase media empobrecida, la jerga, etc.) no significa superación creativa alguna. Y es lo que guía a algunos narradores jóvenes…

      JUAN LISCANO, Panorama de la literatura venezolana actual (1984)

      Como si al hablar de la ciudad, aún en clave experimental, no sea otra forma de costumbrismo.

      HARRY ALMELA, «Enderezar la modernidad» (2005)

      1. A COMIENZOS DE LOS AÑOS OCHENTA, al revisar su Panorama de la literatura venezolana actual (1973, 1984), Juan Liscano entreveró factores tecnológicos, económicos y existenciales que atentaban contra la función intelectual en un mundo de polarizados totalitarismos, herederos en mucho de la Guerra Fría que estaba por finalizar:

      La descomposición cumplida en forma inexorable al parecer, y unida al crecimiento agobiante de la natalidad y de las ciudades ya apoplegéticas, el acondicionamiento creado en forma creciente por la tecnología puesta al servicio del consumo y apoyada en el tecnomercado, desvían la formación de los existentes, desde su más tierna edad, hacia el interés por la artificialidad y la valoración de las cosas, más que del espíritu. La evolución material se produce a costa de la conciencia. El objetivo secreto y hasta involuntario, tanto del capitalismo como del totalitarismo, es el de convertir al individuo en hombre-masa apto para consumir los bienes producidos o las consignas expuestas…[1]

      El dictamen de Liscano se avalaba no solo por haber sido uno de nuestros más representativos críticos literarios, sino también por fungir como uno de los últimos humanistas del siglo XX venezolano. No olvidemos que, junto a su congénere Arturo Uslar Pietri, don Juan era uno de los argos de la intelectualidad nacional, lo que le haría ser considerado «notable» en la crisis política de la Venezuela finisecular.[2] Sin embargo, al tomarlo para abrir esta reflexión introductoria del cuarto libro de la investigación sobre la ciudad en el imaginario venezolano,[3] conviene advertir en la posición de Liscano –marcada por antinomias propias de su generación, como capitalismo y totalitarismo– un recurrente