morada interior del Espíritu
No se puede sobrestimar la importancia de esta tremenda verdad. Volvamos a leer Juan 14:16, 17 y 21 al 23:
“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros”. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él. [...] Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él”.
El Espíritu Santo ha estado con los hombres en las épocas pasadas; pero, desde Pentecostés en adelante, el propósito de Dios ha sido que esté “en vosotros”. Esto ha de ser una realidad sagrada. El mundo no lo recibe porque no lo ve; la devoción del mundo se tributa a lo visible, lo material. Pero el cristiano debe experimentar en su ser la morada personal e interna de Dios el Espíritu Santo.
La primera y segunda personas de la Deidad residen ahora aquí, en la tierra, por medio de la tercera. El Espíritu es el representante omnipresente. Su presencia en el mundo abarca la de las otras dos personas. De esa manera nos percatamos de la presencia de Cristo. Para conocer al Padre, debemos conocer al Hijo (Mat. 11:27); y para conocer al Hijo, necesitamos conocer al Espíritu. De modo que el Hijo revela al Padre y el Espíritu revela al Hijo.
Así se termina nuestra orfandad. No hay más destitución ni soledad. Los seres humanos sienten hambre de la presencia personal de Cristo, y al someternos al Espíritu Santo obtenemos esa presencia transformadora. Acerca de esto leemos:
“La obra del Espíritu Santo es inconmensurablemente grande. De esta fuente el obrero de Dios recibe poder y eficiencia; y el Espíritu Santo es el Consolador, como la presencia personal de Cristo para el alma” (Elena G. de White, Review and Herald, 29 de noviembre, 1892 [la cursiva es nuestra]; Recibiréis poder, lectura del 17 de junio).
Une la vida de Dios con la del hombre
El Espíritu Santo viene como Dios a tomar posesión de la vida. Por medio de él, se percibe a nuestro Señor glorificado y viviente. Y él será impartido a cada alma tan completamente como si esta fuera la única en la tierra en quien mora Dios; y esta experiencia puede ser una relación ininterrumpida. Sin embargo, aunque el Cristo histórico es absolutamente necesario, no nos salva del poder del pecado. Para ello, debemos poseer un Salvador presente y viviente, y así el Cristo de la historia se transforma en el Cristo de la experiencia.
De nuevo leemos:
“El Espíritu Santo procura morar en cada alma. Si se le da la bienvenida como huésped de honor, quienes lo reciban serán hechos completos en Cristo. La buena obra comenzada se terminará; los pensamientos santificados, los afectos celestiales y las acciones como las de Cristo ocuparán el lugar de los sentimientos impuros, los pensamientos perversos y los actos rebeldes” (Consejos sobre la salud, p. 563).
“Y será en vosotros”. Para esto fue creado el hombre; para esto Jesús vivió y murió. Por falta de este hecho la vida del discípulo está plagada de fracasos, mientras que la verdadera vida cristiana consiste solamente en Jesús que vive su vida en nosotros. Debemos compenetrarnos del sentido de su presencia. Solo así el Señor será la realidad grande, gloriosa y viviente que llene todo nuestro horizonte.
El Hijo del hombre vino al mundo para unir la mismísima vida de Dios con la humanidad del hombre. Cuando él completó su obra mediante su obediencia, muerte y resurrección, fue exaltado a su Trono, para que el Espíritu Santo, que había vivido con él, pudiera venir como una presencia soberana y omnipresente, y el discípulo llegara a ser partícipe de su misma vida. Así, la vida del Creador penetra la de sus criaturas, y descubrimos lo que el Espíritu de Dios está haciendo por nosotros. Notémoslo:
“La transformación del carácter es para el mundo el testimonio de que Cristo mora en el creyente. Al sujetar los pensamientos y deseos a la voluntad de Cristo, el Espíritu de Dios produce nueva vida en el hombre y el hombre interior queda renovado a la imagen de Dios” (Profetas y reyes, p. 175).
Nos conduce a toda verdad
Además, el Espíritu también hace esto por nosotros: Nos guía “a toda verdad”. Porque él mismo es el “Espíritu de verdad” (Juan 16:13). Y nos enseñará “todas las cosas” (Juan 14:26). No hay verdad que necesitemos conocer para conducimos a la cual el Espíritu Santo no esté preparado. Y jamás pasaremos más allá de esa necesidad.
Había un guía, en los desiertos de Arabia, de quien se decía que nunca se había perdido. Guardaba junto a su pecho una paloma mensajera, con una fina cuerda atada a una de sus patas. Cuando se hallaba en duda acerca de qué rumbo tomar, soltaba la paloma en el aire y esta, al tratar de volar en dirección a su nido, tiraba de la cuerda mostrando inequívocamente a su amo el camino hacia el hogar. La gente lo llamaba “el hombre de la paloma”. De manea similar, el Espíritu Santo es la Paloma celestial, con capacidad y voluntad de guiarnos si tan solo se lo permitimos.
El Espíritu Santo es la vida interna de la verdad, la misma esencia de la verdad, el Maestro viviente y personal. Acerca de esto leemos:
“El Consolador es llamado el ‘Espíritu de verdad’. Su obra consiste en definir y mantener la verdad. Primero mora en el corazón como el Espíritu de verdad, y así llega a ser el Consolador. Hay consuelo y paz en la verdad, pero no se puede hallar verdadera paz ni consuelo en la mentira” (El Deseado de todas las gentes, p. 624).
“El Espíritu Santo viene al mundo como el representante de Cristo. No solamente habla la verdad, sino que es la verdad: el Testigo fiel y verdadero. Es el gran escrutador de los corazones y conoce el carácter de todos” (Consejos para los maestros, p. 66).
Y sin el Espíritu de verdad no habría hoy verdad salvadora para nosotros. Cristo es la personificación de la verdad (Juan 14:6), y nadie sino el Espíritu de verdad puede llevarnos a la comprensión del carácter y la obra, el sufrimiento y la muerte de Cristo. Cuando el Espíritu inunda e ilumina el corazón, la Biblia se transforma en un nuevo libro.
“No podemos llegar a entender la Palabra de Dios sino por la iluminación del Espíritu por el cual ella fue dada” (El camino a Cristo, p. 111).
En conexión con esto, es muy significativo que, en la profecía de Joel relativa a las lluvias temprana y tardía, se dé como acotación marginal para “lluvia temprana” (Joel 2:23) la expresión “maestro de justicia”. ¡Qué provisión más generosa! Aun en el Antiguo Testamento el profeta escribió: “Enviaste tu buen Espíritu para enseñarles” (Neh. 9:20).
El verdadero Vicario de Cristo
El asiento de la autoridad divina sobre la tierra es el Espíritu Santo. El cardenal Newman entró en la Iglesia Romana porque buscaba una autoridad suprema, y encontró una especie de reposo en la autoridad esgrimida por la Iglesia Católica. Pero, olvidó que en asuntos de fe y doctrina, y administración, la única fuente de autoridad es el Espíritu Santo, y que “Jesús es el Señor”. Ese es el centro ineludible de toda doctrina cristiana. Todo lo demás surge de allí, porque “nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Cor. 12:3). Este señorío de Cristo es la base de toda nuestra doctrina relativa a los últimos días.
“Cristo, su carácter y obra, es el centro y circunferencia de toda verdad. Él es la cadena a la cual están unidas todas las joyas de doctrina. En él se halla el sistema completo de la verdad” (Elena G. de White, Review and Herald, 15 de agosto, 1893).
“Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Rom. 14:9).
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