LeRoy Edwin Froom

La venida del Consolador


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disposición, escogió el tema del Espíritu Santo, el cual inspiraría y confortaría sus corazones. Sin embargo, a pesar de que Cristo dio tanta importancia al tema del Espíritu Santo, ¡cuán poco se considera en las iglesias!” (Elena G. de White, Bible Echo, 15 de noviembre, 1893).

      Antes de abandonar su magisterio terrenal, Jesús presentó a su Sucesor en su discurso de despedida.

      “Estorbado por la humanidad, Cristo no podía estar en todo lugar personalmente. Por lo tanto, convenía a sus discípulos que fuese al Padre y enviase el Espíritu como su sucesor en la tierra” (El Deseado de todas las gentes, pp. 622, 623).

      Reveló, así, la formidable realidad de la dispensación del Espíritu. Y este aspecto dispensacional es imposible de sobrestimar. Se basa en la obra terrenal de Cristo, y su inauguración era imposible hasta cuando él acabara su tarea y ascendiera a los cielos. En Juan 14 y 16 Jesús desarrolló tres verdades colosales: 1) El prometido advenimiento del Espíritu Santo; 2) El carácter y la personalidad del Espíritu Santo; 3) La misión, u obra, del Espíritu Santo.

       La dispensación del Espíritu

      Al analizar estas verdades en el orden enunciado observamos, primeramente, la explícita declaración acerca de la venida del Espíritu Santo. Resulta impresionante notar que tan ciertamente como los profetas prenunciaron el advenimiento de Jesús, así él anunció la venida de Otro igual que él y sucesor suyo. Uno ascendía, mientras el otro descendía. El mismo reconocimiento y deferencia que los discípulos acordaron a la autoridad de su Señor, habrían de brindar al Espíritu Santo como vicario de Cristo en la tierra.

      Así como la misión de Cristo debía realizarse en un marco de tiempo determinado, la del Espíritu Santo también tendría límites específicos: del Pentecostés a la Segunda Venida. El Espíritu es una persona de la Deidad, que vino a la tierra de manera específica, en un tiempo determinado, para realizar una obra particular. Y, desde entonces, ha estado aquí tan ciertamente como Jesús estuvo durante los 33 años que duró su misión especial.

      “La dispensación en la cual vivimos debe ser, para los que soliciten, la del Espíritu Santo” (Testimonios para los ministros, p. 511).

      Nos hallamos bajo la tutela personal y directa de la tercera Persona de la Deidad tan ciertamente como los discípulos lo estuvieron bajo la dirección de la segunda.

      El Pentecostés fue, por así decirlo, la sesión inaugural de la obra especial del Espíritu Santo, aunque este existía y obraba desde tiempos inmemoriales. Muchas biografías de Cristo comienzan con Belén y terminan en el Gólgota, a pesar de que él existía desde los días de la eternidad.

      El Espíritu se menciona 88 veces en 22 de los 39 libros del Antiguo Testamento. Las huellas de la tercera persona de la Deidad pueden trazarse a lo largo de los siglos, desde el comienzo del mundo.

       Manifestaciones del Espíritu en el Antiguo Testamento

      El Espíritu Santo se hallaba presente en la Creación, “moviéndose” sobre la faz del caos, y fue el agente productor del cosmos. También se lo menciona específicamente en conexión con la humanidad. Pero, antes del Pentecostés vino a la tierra más como visitante pasajero, con el fin de capacitar a ciertos hombres para la realización de tareas especiales, y no para actuar constantemente entre ellos. Descendió sobre ciertos individuos obrando a través de ellos o revistiéndolos de un poder formidable para efectuar acciones particulares. Luchó con los hombres (Gén. 6:3); concedió pericia a Bezaleel (Éxo. 31:3-5); dio fuerzas a Sansón (Juec. 14:6). De modo que el Espíritu Santo hizo de los seres humanos sus instrumentos en el cumplimiento de tareas o la transmisión de mensajes. También fueron como estos los casos de Josué (Núm. 27:18); Gedeón (Juec. 6:34); Saúl (1 Sam. 10:10) y David (1 Sam. 16:13). Notemos:

      “Durante la era patriarcal, la influencia del Espíritu Santo se había revelado a menudo en forma señalada, pero nunca en su plenitud. Ahora, en obediencia a la palabra del Salvador, los discípulos ofrecieron sus súplicas por este don, y en el cielo Cristo añadió su intercesión. Reclamó el don del Espíritu, para poderlo derramar sobre su pueblo” (Los hechos de los apóstoles, p. 31).

      De especial significado es el hecho de que, en el Antiguo Testamento, nunca se hable del Espíritu como el Consolador, “el Espíritu de Jesucristo” (Fil. 1:19) o “el Espíritu de su Hijo” (Gál. 4:6), u otras expresiones similares, sino como el Espíritu de Dios el Padre. ¿Por qué se encuentran todos estos nuevos títulos en el Nuevo Testamento? ¡Ah, algo había sucedido! ¡Un acontecimiento que había modificado las cosas!

      Jesús nació y murió por nosotros; se levantó de la tumba y ascendió a los cielos. Y, cuando Cristo completó su obra terrenal y ascendió, con su humanidad glorificada, a fin de tomar su lugar en los atrios celestiales, entonces se cumplieron las condiciones para que el Espíritu Santo descendiera como representante oficial y sucesor de Cristo, haciendo eficaz su obra redentora para cada individuo. De modo que vino trascendentalmente como el Espíritu de Jesús.

       La provisión del Nuevo Testamento

      De paso, puede ser de interés notar que el Espíritu Santo se menciona 262 veces en el Nuevo Testamento –un verdadero batallón de textos. Detrás de todo, encontramos la obra terrenal de Jesús acabada y la persona glorificada de nuestro adorable Señor. Al contemplar al Salvador glorificado, observamos que su obra terrenal fue concluida por su obediencia hasta la muerte, para traernos a Dios, mediante la sustitución vicaria obrada mediante su propia vida sin pecado y su muerte expiatoria, cumpliendo así los requerimientos de la justicia y la Ley, tanto como los de la santidad. Por esto vino el Espíritu Santo, como señal de que el Padre aceptaba la obra del Hijo; también, para dar al hombre la seguridad de que esa obra sería eficaz para él. “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados. Y nos atestigua lo mismo el Espíritu Santo” (Heb. 10:14, 15).

      Tomemos en consideración el doble carácter de la obra del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento, actuó sobre los hombres más de afuera hacia adentro, pero no moró permanentemente en ellos. Se les apareció y los revistió de poder, y en algunos casos hizo a menudo su morada en ellos. Pero, desde Pentecostés en adelante, se efectuó un tremendo cambio. A partir de ese momento, la suya es una obra especial, diferente de la realizada en épocas pasadas. Se hizo provisión para que, en adelante, el Espíritu entrara y viviera en todos los creyentes cristianos, y para que su obra se realizase de adentro hacia afuera, llenándolo todo e impregnándolo todo.

      Esta presencia del Espíritu Divino en el ser íntimo de cada persona es la gloria distintiva de la dispensación cristiana. Todo el pasado había sido una experiencia preparatoria para esto. La provisión del Antiguo Testamento había sido promesa y preparación; la del Nuevo, cumplimiento y posesión. La diferencia yace, simplemente, en la distinción de significado entre una obra hecha desde afuera y la de morar en lo íntimo del ser. Y este morar en lo íntimo del ser es una posesión permanente, puesto que el Espíritu viviría con nosotros perpetuamente.

       Un don del Padre, por intermedio del Hijo

      La venida del Espíritu Santo fue un don del Padre, concedido por intermedio del Hijo (Juan 14:16). La voz griega que se refiere a Cristo orando o solicitando del Padre el Espíritu, da la idea de una petición efectuada por alguien en perfecta igualdad con él. No obstante, no suplicó por el Espíritu Santo, en su maravillosa oración ofrecida poco después y registrada en Juan 17. ¿Por qué? Porque todavía no había sido consumada su pasión.

      El Espíritu vino a vindicar el carácter del ministerio de Jesucristo y de su misión de sacrificio (Juan 14:23-26). Su venida se fundamentaba en la obra completa y acabada del Calvario. Fue el Cristo glorificado quien solicitó, recibió y envió el Espíritu Santo a sus anhelantes discípulos.

      El Espíritu Santo es, intrínsecamente,