ante la práctica de la meditación, sino que se evidencia además el papel que tiene la mente en la transformación del cuerpo. Quizás, lo que más me atraía del estudio científico de la meditación era poder ver en el laboratorio de qué modo el ejercicio que consiste en observarse uno mismo hace cambiar aquello que se observa. Nunca he concebido la meditación como una técnica exclusiva de una cultura o como un método, sino como una capacidad intrínseca de los seres humanos. Observarse a sí mismos. Y observar el mundo que nos rodea. Vivir con consciencia el momento presente no parece ser una técnica propia de una escuela, sino una propiedad de la vida. Propiedad que no siempre usamos cuanto deberíamos.
Poco tiempo después de mi vuelta a los laboratorios recibí la llamada de una mujer con una energía cautivadora, una de esas personas que con su labor hacen el mundo más humano. Era Cristina Alonso, la directora del Instituto de Humanidades Francesco Petrarca de Madrid. Me ofrecía dar cursos de neurociencia a un público no técnico, a divulgar lo que encuentra la ciencia que estudia el cerebro. Era el reto que necesitaba. Aprender a destilar la esencia de lo que aporta la ciencia fue sanador para mí. Como dice el físico Feyman, cuando uno da clases el que más aprende es el profesor. Además de lo mucho que me divierte dar clases, cada día descubro nuevas caras a la ciencia. Entendía por qué el divulgador y científico Facundo Manes dice que conocer el cerebro nos ayuda a vivir mejor. Me sorprendía la cantidad de información valiosa que esconden los artículos científicos debajo de su lenguaje técnico, y puramente descriptivo. Y cuando uno extrae esa esencia es casi imposible no recurrir a la filosofía, a la historia, al arte, a la literatura, y a sentir el cuerpo. ¡Qué pena haber separado la ciencia de las humanidades!
Los laboratorios son hoy lugares más centrados en la metodología que en el objeto de estudio. En un viaje a Florencia pude visitar la Basílica de la Santa Cruz, donde está la tumba de Galileo. Célebre por contradecir las teorías vigentes, es considerado por muchos como uno de los padres de la ciencia moderna. En su exhumación, en el año 1737, se tomaron dos dedos y un diente como reliquia. Su dedo hoy pertenece a la exposición permanente del Museo de Historia de la Ciencia de la Universidad de Padua donde ejerció de profesor. Siempre me hizo gracia que lo que se conserve de Galileo, el representante de la ciencia exacta, sea su dedo, ya que la ilusoria objetividad que se persigue nos hace ver más el dedo que la luna que señalamos.
Este libro recoge los estudios científicos que considero más relevantes sobre la neurociencia de la meditación y es una invitación a recorrer los mecanismos neuronales de la atención y de la emoción. Iremos descubriendo cómo es el cerebro, su tendencia a esconderse del presente, su dependencia de los hábitos, su habilidad para seleccionar un pensamiento frente a otro, su resignación ante la emoción pero sobre todo veremos su capacidad de convertirse en un espejo de sí mismo. Este libro pretende plasmar mi voluntad de transmitir y vivir la neurociencia desde una perspectiva más humana, que abarque el estudio de algo tan complejo como la mente no solo desde lo técnico, sino desde un mundo multidimensional que englobe las ciencias y la inspiración desde lo humanista. Pero es un recorrido que haremos principalmente de la mano de la neurociencia, por ser la farola más cercana que tengo.
Nasrudin es el Sancho Panza de la cultura persa. Cierta noche estaba Nasrudin bajo una farola buscando con inquietud. Un vecino le preguntó qué estaba haciendo. «Busco mis llaves», contestó. Ambos se pusieron a buscarlas. Pasado un rato, el vecino exclamó que allí no había nada, y le preguntó: «Nasrudin, ¿has perdido aquí las llaves?». «No, pero es aquí donde hay luz», dijo Nasrudin.
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