necesario para ello». Creo que la sorpresa de la reina sería mucho mayor, y nos preguntaría: «¿En qué se fía ese joven?» Y si nosotros le respondiéramos: «En su belleza, en su talle, en su riqueza y en las dotes de su espíritu», ¿no es cierto que nos tendría por locos, si fijaba su atención en la superioridad de estos datos respecto de ella misma? Pero sin subir tan alto, creo, que Lampito (Lampido), hija de Leotíquidas (Leotychides), mujer de Arquídamo y madre de Agis, que son todos de casta real en Lacedemonia, no se sorprendería menos, si se le dijese, que mal educado como has sido, deseas ponerte a la cabeza de los atenienses para hacer la guerra a su hijo. ¡Ah!, ¿y no sería una vergüenza, que mujeres, y mujeres de nuestros enemigos, sepan mejor que nosotros mismos las cualidades que deberíamos tener para hacerles la guerra? Así, mi querido Alcibíades, sigue mis consejos, y obedece al precepto que está escrito en el frontispicio del templo de Delfos: Conócete a ti mismo, porque los enemigos con quienes te las has de haber son tales como yo los represento, y no como tú te imaginas. El único medio de vencerlos es la aplicación y la habilidad; si renuncias a estas cualidades necesarias, renuncia también a la gloria fuera y dentro de tu país, gloria a que has aspirado con más ardor que otro alguno.
ALCIBÍADES. —¿Puedes explicarme, Sócrates, cuál es el cuidado que debo tomar de mí mismo? Porque me hablas, lo confieso, con más sinceridad que ningún otro.
SÓCRATES. —Sin duda puedo hacerlo; pero no es esto útil a ti solo. Juntos debemos buscar los medios de hacernos mejores, que yo no tengo menos necesidad que tú, yo que sobre ti tengo solo una ventaja.
ALCIBÍADES. —¿Cuál es esa ventaja?
SÓCRATES. —Que mi tutor es mejor y más sabio que Pericles, que es el tuyo.
ALCIBÍADES. —¿Quién es ese tutor?
SÓCRATES. —El Dios que hasta hoy no me ha permitido hablarte; siguiendo sus inspiraciones, solo mediando yo puedes conseguir la gloria, como antes te dije.
ALCIBÍADES. —¿Te burlas, Sócrates?
SÓCRATES. —Quizá; pero siempre es una verdad que tenemos una necesidad muy grande de mirar por nosotros mismos, como la tienen todos los hombres, y nosotros dos más que ninguno.
ALCIBÍADES. —Sí, Sócrates, cuando menos por lo que a mí toca.
SÓCRATES. —Y lo mismo me sucede a mí.
ALCIBÍADES. —¿Qué haremos, pues?
SÓCRATES. —Éste es el momento, querido mío, en que es preciso quitar la pereza y la desidia.
ALCIBÍADES. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Veamos y examinemos juntos lo que intentamos. Dime, ¿no queremos hacernos muy buenos?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿En qué clase de virtud?
ALCIBÍADES. —En la virtud que constituye la bondad del hombre.
SÓCRATES. —¿Y quién es el hombre bueno?
ALCIBÍADES. —El que lo es para los negocios.
SÓCRATES. —¿Para qué negocios? ¿Para los de equitación?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —Porque eso corresponde a los picadores.
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿En los de la marina?
ALCIBÍADES. —Tampoco.
SÓCRATES. —Porque eso corresponde a los pilotos.
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Pues en qué negocios?
ALCIBÍADES. —En los negocios que ocupan a nuestros mejores atenienses.
SÓCRATES. —¿Qué entiendes por nuestros mejores atenienses? ¿Son los hábiles o los inhábiles?
ALCIBÍADES. —Los hábiles.
SÓCRATES. —Por lo tanto, según tú, cuando es hábil uno para una cosa, ¿es bueno para la cosa misma?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y los inhábiles no son en manera alguna buenos?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Un zapatero tiene toda la habilidad para hacer zapatos; ¿es bueno para esto?
ALCIBÍADES. —Muy bueno.
SÓCRATES. —¿Pero es inhábil para hacer trajes?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente es un mal sastre.
ALCIBÍADES. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —Este mismo hombre, por lo tanto, ¿es bueno y malo?
ALCIBÍADES. —Así me lo parece.
SÓCRATES. —Se sigue de este principio, que aquellos que tú llamas buenos son igualmente malos.
ALCIBÍADES. —No es eso lo que yo quiero decir.
SÓCRATES. —Pues entonces ¿qué entiendes por hombres buenos?
ALCIBÍADES. —Entiendo los que saben gobernar.
SÓCRATES. —Gobernar, ¿qué?, ¿caballos?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —¿Hombres?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Los enfermos?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —¿Los pilotos?
ALCIBÍADES. —Tampoco.
SÓCRATES. —¿Los labradores?
ALCIBÍADES. —Tampoco.
SÓCRATES. —Pues, ¿quiénes? ¿Los que hacen algo, o los que no hacen nada?
ALCIBÍADES. —Los que hacen alguna cosa.
SÓCRATES. —¿Quiénes son? ¿Qué? Trata de explicarte y de hacérmelo comprender.
ALCIBÍADES. —Los que viven en sociedad y se sirven los unos a los otros, como los que vivimos en las ciudades.
SÓCRATES. —Según tú, es gobernar a los hombres que se sirven de otros hombres.
ALCIBÍADES. —Así lo entiendo.
SÓCRATES. —¿Es gobernar a los contramaestres que se sirven de los marineros?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —Porque eso pertenece a los pilotos. ¿Es gobernar a los tocadores de flauta que se sirven de músicos y danzantes?
ALCIBÍADES. —Tampoco.
SÓCRATES. —Porque eso pertenece a los maestros de capilla.
ALCIBÍADES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Entonces ¿qué entiendes por gobernar a los hombres que se sirven de otros hombres?
ALCIBÍADES. —Entiendo mandar a hombres que viven juntos bajo las mismas leyes y el mismo gobierno.
SÓCRATES. —¿Y qué arte es ese que enseña a mandarlos? Si te preguntase, cuál es el arte que enseña a mandar a todos los marineros de un mismo buque, ¿qué me responderías?
ALCIBÍADES. —Que es el arte de los pilotos.
SÓCRATES. —Y si te preguntase, ¿cuál es el arte que enseña a mandar a los músicos y danzantes?
ALCIBÍADES. —Yo te respondería que es el arte de los maestros de capilla.
SÓCRATES. —¿Cómo llamas este arte que enseña a mandar a los que forman un mismo cuerpo de Estado?
ALCIBÍADES.