Stefano Conti

Yo Soy El Emperador


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coger su chaqueta, saca un pequeño diario de cuero negro del bolsillo interior, vuelve a la silla maltrecha y marca el número: «Buenas tardes, soy…»

      «¡No diga su nombre!»

      La voz al otro lado del teléfono lo interrumpe de inmediato. «Le dije que no me llame».

      «Sí… es verdad, pero, sabe…»

      La misteriosa voz lo interrumpe: «¿Ha hecho lo que le pedí que hiciera?»

      «Sí, el señor…»

      «¡Le he dicho que no diga nombres!»

      «En resumen, ese italiano: lo detuvimos retrasamos todo el tiempo que pudimos. Ahora que tiene un pase de la embajada, recuperará su pasaporte recién el lunes».

      «¡Bien! Recuerde. Cuando regrese a Ankara con el ataúd haz lo que te escribimos».

      «Sí, sellarlo bien y grabar las letras…»

      «Siga las instrucciones» lo interrumpe la voz autoritaria.

      El teniente continúa temeroso: «Por supuesto. Quisiera saber si, según lo acordado, mi hijo…»

      «Puede hacer la solicitud».

      «Entonces me asegura que lo obtendrá…»

      De nuevo la voz autoritaria: «Le he dicho que haga la solicitud: ¡Significa que será escuchada!»

      «Yo... yo, le agradezco».

      «Me despido. ¡No llame más a este número!»

      «Gracias una vez más, buonas tardes».

      Aturk regresa de la cocina con paso lento y torpe, cuida de no derramar una gota del vaso lleno de vino blanco barato: «¿Y?»

      «Puedes hacer la solicitud».

      Incluso el hijo no entiende lo que le está diciendo: «Ya tengo la solicitud hace meses…»

      «Te he dicho que hagas la solicitud: el puesto es tuyo».

      «Gracias, gracias». Aturk se acerca a su padre como para darle un beso, pero se limita a un abrazo, que le corresponde de manera fría.

      «Vamos, ahora ve y prepara la cena para ti y tu hermano».

      El teniente bebe lentamente su vino antes de acostarse, satisfecho de lo que había hecho ese día.

       Sábado 17 de julio

      Me había quedado dormido soñando con California, me despierto con ruidos de bocina y un grito incomprensible, mientras el autobús avanza lento a la estación. Tarso se parece a Palermo, famoso, según la película Johnny Stecchino, por su tráfico caótico.

      Llego a pie al centro o, al menos, supongo que lo es. Paso por una puerta monumental de época romana (¿cuál es la famosa puerta donde Antonio conoció a Cleopatra antes de la derrota de Azio?). Aquí nadie sabe alemán, solo muestro la hoja con la dirección del ingeniero a, al menos, diez personas. Entre gestos y medias palabras en inglés, me indican un camino a lo largo del río Tarsus Cayi. Las memorias clásicas me recuerdan que es el Cidno, famoso en la antigüedad por sus aguas transparentes pero gélidas, tanto que Alejandro Magno corrió el riesgo de ahogarse en él. Ahora, se ha reducido a un río negro, por los vertidos de las numerosas industrias petroleras de la zona, supongo. Toco el timbre de la casa número 60, una especie de casa sobre esteras. Abre una anciana y encorvada señora.

      «Busco a Fatih Persin…» digo en mi lengua materna, un poco perdido en mis pensamientos.

      «Italiano, ven italiano» sonríe la anciana mostrando un poco los dientes que le quedan y haciendo un gesto. Luego, huye por una escalera.

      Esta casa es rara. Está en la mitad del río, no tiene objetos ni muebles particulares, pero es original en su género. Me acomodo en una silla roja de madera con un asiento tejido de paja. El olor a salsa de carne a fuego lento está impregnado en toda la casa.

      Un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, muy alto y delgado, desciende de la destartalada escalera: «Buenos días, soy Fatih» me da la mano y dice algo a la señora.

      «Soy Francesco Speri, Chiara me ha dado su dirección… Chiara…» me olvidé su apellido.

      «Rigoni» completa un poco sorprendido Fatih. «¿Qué puedo hacer por ti?» El ingeniero habla mi idioma con cierta dificultad, pero nos entendemos. Mientras se sienta, llega su madre, por lo menos, creo que lo es, con una bandeja y dos tazas de café. Su aspecto no es muy atractivo. Algo flota en la taza y el olo es agrio. Sí, agrío, no amargo.

      Le agradezco y cojo la taza enorme. «Chiara me dijo que podía pedirle ayuda. Tengo que seguir la carretera que bordea el río en dirección al monte Tauro. En algún lugar de allí, mi profesor de arqueología estaba cavando cuando…»

      «No es como el cafè italiano, ¿cierto? Tiene limón», explica Fatih, al ver mi mirada de desconfianza. Sonríe: «No hay problema, hoy es sábado, puedo ir contigo en la moto».

      Acepto la ayuda, no sin antes haberme tragado esa especie de limonada caliente con sabor a café.

      Salimos de inmediato, sin casco. La moto, en realidad, es un scooter. No va más de 30 km por hora, pero incluso ahora, que no estoy manejando, ¡es como si fuese un avión! El camino es largo y sinuoso. En cada curva, abrazo más fuerte al pobre conductor, me da un poco de vergüenza, pero el miedo de caerme es más fuerte. Este tipo de carretera no parece terminar nunca… de repente, Fatih frena. Notó que había señales que indicaban trabajos en curso. Dejamos el scooter y seguimos a pie hasta una colina en pendiente. Este es el sitio que el profesor estaba excavando.

      Pobre Julian, sepultado en un remoto páramo de montaña, lejos de ese fabuloso mundo sobre el que había reinado. En realidad, no fue su elección. Odio a los habitantes de Antioquía, desde dónde había partido para la expedición a Persia, se había propuesto acampar en Tarso al regreso, en lugar de volver a ver a los antioqueños. No regresó vivo de esa guerra. Sus oficiales, como una forma extrema de respeto, decidieron enterrarlo donde había decidido quedarse ese invierno: un invierno largo e interminable.

      No se puede acceder a la excavación, la entrada esta protegida con un rudimentario alambre de púas. Un hombre, fastidiado agarrando el sombrero de paja que tenía en la cabeza, se acerca. Parece sospechoso, pero en cuanto menciono a Luigi Barbarino se abre con nosotros y se presenta como el asistente del profesor. El sol golpea sin descanso. Hace un gesto para seguirlo hasta una especie de almacén. Veo fragmentos de jarrones antiguos, huesos de animales, incluso, ollas sucias y ropa apilada. En ese almacén, cubierto con placas de aluminio y lleno de polvo, ese extraño tipo no solo trabaja ahí, creo que incluso duerme y come ahí.

      Quisiera la información sobre el increíble descubrimiento del Apóstata. Con el semblante triste, le pido a Fatih que traduzca primero noticias del profesor.

      La expresión de mi “intérprete” se torna preocupada y, luego, lúgubre. Por otro lado, no había tenido tiempo de contarle sobre la salida del “queridísimo”. «Dice que encontró muerto al profesor el sábado pasado, al pie de… ¿Cómo se dice el gran descenso?»

      El asistente asegura que el viernes pasado, antes de irse, vio al eminente arqueólogo realizando reconocimientos en el sector que estaba excavando y, a la mañana siguiente, lo encontró un poco más arriba, tirado en el suelo. Había tenido un ataque cardíaco y, luego, rodó por el escarpe. El turco no parece, particularmente, disgustado. Quizás trabajar con el profesor le ha dejado el mismo efecto que a mí: fastidio. El asistente, de baja estatura, pero ágil, nos lleva al lugar del desastre. Está ansioso por mostrarnos la ubicación exacta del descubrimiento.

      «Eso de ahí arriba, ¿qué es? ¿Una tumba?» pregunto.

      «Sí, estaba tomando fotos allí. Era muy importante. Había encontrado una piedra con una inscripción cuando sucedió» traduce Fatih.

      Subo jadeando la colina arriba, seguido de los dos. Derrumbado, en el suelo,