las crisis que, periódicamente, sacuden nuestros hemisferios, alimentan la sensación de que, pese a que nos comunicamos cada vez con celeridad o disfrutamos de comodidades insólitas, la naturaleza humana se encuentra en repliegue. Nuestra última tribulación ha sido un minúsculo agente infeccioso que ha saturado de muerte y enfermedad el día a día, obligando a plantearnos si el modo de vida contemporáneo, centrado en el consumo, es el más acorde con nuestra forma de ser. Recluidos entre cuatro paredes y calmando la sed de dopamina con dosis regulares de noticias, hemos podido constatar, tal vez por primera vez en nuestra existencia, que hay, además de objetos que sirven, cosas que importan.
Pero no aprovechemos la última pandemia para alimentar narrativas de la catástrofe o escribir épicas de la esperanza. Sería un recurso fácil. De lo que se trata es de recordar que la senda más fértil para reconstruir nuestra humanidad es la cultura y de que llegado la hora de que esta salga en defensa de la naturaleza y del hombre. De hecho, si, como veíamos que sostenían sus últimos profetas, la cultura se halla en crisis, no deja de ser porque el hombre, al fin y al cabo, lleva siglos estándolo. Y de la misma manera que el cuerpo lucha y muere por la acción de los virus, también el espíritu puede enfermar, poniendo en peligro nuestro ser, nuestra condición.
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