que se dibujaron con la información recabada.
Desde inicios del siglo XVI, se conjeturaba sobre el lugar que guardaba el secreto de un pasaje interoceánico que comunicara el Atlántico con el Pacífico, la ansiada y escurridiza ruta hacia oeste que permitiera comunicar Europa, América y Asia, y que, se especulaba, se encontraba en algún lugar de la geografía del Nuevo Mundo. Exploradores, cartógrafos, comerciantes y gobernantes se aventuraron a escudriñar la desconocida geografía americana en busca del pasaje interoceánico ubicado en algún estrecho o río que atravesara el continente. Entre los siglos XVI y XIX se incentivaron varias expediciones que zarparon desde diversos puertos americanos para explorar posibles pasos que facilitaran la comunicación de Europa con Asia; no solo se buscaba un istmo, sino tal vez otro estrecho, o por qué no, un gran río que atravesara como una arteria horizontal el Nuevo Mundo y permitiera la soñada comunicación de los continentes y mares.
Sin embargo, no solo se trataba de encontrar el ansiado pasaje que permitiera la comunicación y el comercio, también fue una competencia entre imperios por controlar el paso y por los territorios americanos, una contienda por dominar el Nuevo Mundo. En tal sentido, encontrar el paso interoceánico no significó únicamente descubrimientos y constataciones de los enigmas de la geografía; esta búsqueda respondía al imperialismo propio de la modernidad. Desde el siglo XVI, los esfuerzos por encontrar el esquivo pasaje también involucraron a individuos y empresas que financiaron las exploraciones por la geografía americana y, además, ambicionaban tomar posesión de los territorios no explorados aún por los europeos (Jaén, 2016).
Dentro de esta tendencia de crecimiento imperial que comenzó en el siglo XVI, algunas expediciones en busca del paso interoceánico zarparon de puertos americanos, y reflejaron el emprendimiento y tenacidad de las autoridades y comerciantes americanos por encontrar las rutas de comunicación entre los dos océanos. Estas exploraciones constataron las dificultades geográficas, y confirmaron que el Pacífico era un gran océano navegable y la nueva frontera a ser explorada.
Algunas expediciones que rastrearon el pasaje interoceánico y navegaron por el Pacífico tuvieron un gran impacto en el conocimiento geográfico, etnográfico, científico y comercial sobre América. Estas generaron la apropiación del espacio físico y cartográfico en tiempos de expansión imperial. Este rastreo en busca de pasaje interoceánico se prolongó hasta finales del siglo XIX, y requirió del impulso de los habitantes americanos y de los informantes nativos, para quienes la geografía americana era conocida.
El presente libro se enfoca en el esfuerzo por descifrar el enigma del paso interoceánico en diversos puntos de la geografía americana. De acuerdo con el lineamiento de la colección Enigmas de las Américas, los artículos de este segundo libro abordan el impacto de la búsqueda del paso interoceánico en la cartografía, reflejado en aquellos dispositivos visuales conocidos como mapas. Estos registran la información geográfica de las expediciones, que en sus trayectos alcanzaron interesantes descubrimientos geográficos y etnográficos, alentadas por el anhelo continuo de encontrar en algún lugar de la inexplorada vastedad de Mar del Sur, “tierras llenas de impensables riquezas (…) parte de aquella búsqueda inagotable” (Williams, 1997, p. 70).
En este segundo libro de Enigmas de las Américas, los artículos tratan sobre expediciones que zarparon de los puertos americanos entre los siglos XVI y XIX, con el objetivo de encontrar un pasaje interoceánico. Cada uno de los autores analiza, desde distintas perspectivas y en diversos momentos, el impacto de las expediciones en el registro cartográfico, y cómo tales viajes alimentaron la construcción del imaginario sobre un posible pasaje interoceánico, un anhelo que se mantuvo vigente hasta finales del siglo XIX. Este tema sin duda resulta relevante en la actualidad, cuando, por una parte, se ha reavivado la posibilidad de un paso noroeste como consecuencia del cambio climático y, por otra, en este año 2020 se conmemoran los 500 años del famoso primer viaje de circunnavegación de Magallanes-Elcano, que en su travesía descubrió el pasaje interoceánico que lleva el nombre del capitán de la expedición.
Este libro aborda, en ocho artículos, la persistente búsqueda de un paso interoceánico que atravesara aquella masa continental, un paso que acortara la comunicación entre ambos océanos, y aproximara a Europa y Asia. Aquel rastreo empezó 400 años antes de la construcción del canal de Panamá. La búsqueda de comunicación entre los dos océanos fue uno de los sondeos más tempranos. Bajo el reinado de Carlos I (1500-1558) ya se pensó que el continente era un obstáculo infranqueable, que solamente sería superado si se forjaba un pasaje artificial que uniera el río Grande con el río Chagres, para alcanzar la navegación que condujera desde el Atlántico hacia el Pacífico, y conseguir la comunicación con las posibles rutas entre los puertos americanos y los puertos asiáticos. Hasta el siglo XIX persistía en el imaginario la idea de construir un canal artificial, y se pensó que el Darién o inclusive Nicaragua podían ser el lugar propicio (Williams, 1997, p. 691).
Durante más de tres siglos, varias exploraciones buscaron el ambicionado paso interoceánico. El famoso viaje de Vasco Núñez de Balboa, en septiembre de 1513, desató la ilusión de la posible existencia de un pasaje interoceánico y evidenció que efectivamente había un océano al otro lado de América, al cual se bautizó como Mar del Sur, un océano, la nueva frontera por explorar. En el mismo año se produjo otro viaje muy significativo, el de Juan Ponce de León (1513), quien llegó a Florida mientras buscaba el paso interoceánico. Dos años más tarde, en otro recodo de la geografía, Juan Díaz de Solís (1515), en su anhelo de encontrar el pasaje interoceánico y con la intención de llegar a las Molucas, encontró una amplia entrada al sur del continente, que, se pensó, podía ser el ambicionado paso, pero resultó ser el Río de la Plata. Finalmente, el viaje de Magallanes-Elcano (1520) dio con un peligroso paso, bautizado como el estrecho de Magallanes. Este fantástico hallazgo develó la posibilidad de la navegación transoceánica y, desde entonces, el gran océano fue nombrado Pacífico.
Desde 1513, el istmo del Darién se había convertido en el territorio de exploración del ambicionado paso, y la ciudad más importante fue Panamá, situada en el corazón de las posesiones españolas. Desde el puerto Perico, en Panamá, se articulaban las rutas entre los puertos del Pacífico del virreinato de Nueva España y del Perú. Desde entonces, Panamá fue el centro neurálgico del intercambio entre los puertos españoles, americanos y asiáticos de la cuenca del Pacífico (Bancroft, 1886, p. 2491). Varios proyectos de búsqueda del pasaje natural se produjeron en el istmo y, más adelante, otros proyectos buscaron abrir el canal interoceánico artificial, que finalmente sería realidad a principios del siglo XX y que sigue siendo el canal de comunicación entre ambos océanos (Bancroft, 1886, p. 691).
El primer artículo de Bárbara Polo resalta algunas interrogantes interesantes en referencia a la cartografía, que van más allá de la narrativa sobre el histórico viaje de Vasco Núñez de Balboa (1513). Una de esas preguntas relevantes es ¿por qué no aparece información del Mar del Sur en el Padrón Real de finales de 1514? Llama la atención esta omisión o silencio, puesto que el Padrón Real debía recoger toda la información referente a las expediciones españolas, y el descubrimiento del Mar del Sur fue crucial para el imperialismo español en el siglo XVI. Es destacable en este primer artículo la referencia al portulano de Jorge Reinel (1519), manuscrito en portugués en el cual se denomina al Pacífico como “Mar visto pe los castelhanos” y no Mar del Sur, como lo había bautizado Vasco Núñez de Balboa.
Desde 1513, en Centroamérica se especulaba sobre el pasaje y la distancia que separaba el Mar del Norte del Mar del Sur, como demuestra la controvertida crónica de Girolamo Benzoni (1519-1570), un viajero milanés, que, se supone, visitó el Darién entre 1541 y 1556. Benzoni observó que entre las localidades de Panamá, en el Pacífico, y Nombre de Dios, en el Atlántico, había una distancia de 50 millas. Registra cómo el primer día de este trayecto podía ser tolerable; sin embargo, el resto de la ruta a través de la selva era un viaje tortuoso e impensable en los meses de lluvia (Bancroft, 1886, p. 248). A pesar de la dificultad del