Pío Baroja

El aprendiz de conspirador


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LA MALA FE DE EMPARANZA

       LIBRO SÉPTIMO EL AVENTINO

       I. ETCHEPARE EL SOLITARIO

       GANISCH

       EN BAYONA

       MASÓN

       II. UN ESPAÑOL REVOLUCIONARIO

       LOS FUNDADORES DEL AVENTINO

       LAZCANO

       ALTUNA

       III. NARRACIÓN DE ETCHEPARE

       GUZMÁN

       MAGDALENA

       EL COMITÉ DE BAYONA

       IV. UNA INTRIGA EN LA ÉPOCA DEL TERROR

       MAGDALENA, ABANDONADA

       V. NUEVOS TRABAJOS DEL AVENTINO

       LOS FILADELFOS

       DE FRASSAC, ENAMORADO

       EL RAPTO

       Índice

      LAS RECOMENDACIONES DE MI TÍA ÚRSULA

      Varias veces mi tía Úrsula me habló de un pariente nuestro, intrigante y conspirador, enredador y libelista.

      Mi tía Úrsula, cuya idea acerca de la Historia era un tanto caprichosa, afirmaba que nuestro pariente había figurado en muchos enredos políticos, afirmación un tanto vaga, puesto que no sabía concretar en qué asuntos había intervenido, ni definir qué entendía por enredos políticos.

      Yo supongo que para mi tía Úrsula, tan enredo político era la Revolución francesa como la riña de dos aldeanos borrachos a la puerta de una taberna, un día de mercado.

      Aseguraba siempre mi tía, con gran convicción, que nuestro pariente era hombre de talento, despejado, esta era su palabra favorita, de mala intención, astuto y maquiavélico como pocos.

      Yo, que he tenido la preocupación de pensar en el presente y en el porvenir más que en el pasado, cosa absurda en España, en donde, por ahora, lo que menos hay es presente y porvenir, oía con indiferencia estos relatos de cosas viejas que, por mi tendencia antihistórica y antiliteraria, o por incapacidad mental, no me interesaban.

      Hace unos años, pocos días después de la muerte del ex ministro don Pedro de Leguía y Gaztulumendi, a quien se le conocía en el pueblo por Leguía Zarra, Leguía el viejo, una mañana, mi tía Úrsula, que venía de la iglesia, vestida de la cabeza hasta los pies de negro, con una cerilla enroscada, un rosario y el libro de misa en la mano, se me acercó con apresuramiento:

      —Oye, Shanti—me dijo.

      —¿Qué hay?

      —Sabes que Leguía Zarra ha dejado muchos papeles al morir.

      —No sabía nada.

      —Pues entre estos papeles están las Memorias de nuestro pariente Eugenio de Aviraneta. Pídeselas a la Joshepa Iñashi, la Cerora, que se ha quedado con las llaves de la casa, y te las dará, porque sabe dónde están.

      —Bueno; ya se las pediré—repuse yo, con la indiferencia de un hombre a quien no preocupa la Historia.

      —Debías ver esos papeles—siguió diciendo mi tía—, y hasta publicarlos.

      —Yo no soy editor.

      —¿Qué importa? Publica las Memorias como si las hubieras encontrado o como si las hubieras escrito tú. Leguía no se ha de quejar.

      —¡Ah! ¡Claro! Por ahora, al menos, en la vida real no hay la costumbre de quejarse desde la tumba, y creo que Leguía no será una excepción a la regla.

      —Pues yo no tendría escrúpulo ninguno.

      —Tú, no; pero yo, sí. Cada cual tiene sus incompatibilidades. Tú no irías ahora por la calle con una flor en el pelo, y, sin embargo, yo la llevaría sin ninguna molestia.

      —Siempre estás con esas necedades—dijo Dama Úrsula, que pensaba que mi ejemplo de la flor en el pelo era una alusión a sus postizos.

      —No, no son necedades—repliqué yo—. El no querer aprovecharse del trabajo de los demás es una obligación. Yo no quiero ser como el grajo de la fábula, que se adornaba con plumas ajenas. Además, no sé si Leguía era un buen prosista. No vaya a desacreditarme.

      —¡Desacreditarte!

      Esta exclamación me mortificó. Comprendí que Dama Úrsula había hablado con el vicario, que es tradicionalista y buen gramático, según asegura el secretario del Ayuntamiento, y dice a todo el mundo que yo, no sólo no soy un prosista castizo de la vieja cepa castellana, sino que mi prosa parece traducida del vascuence.

      Mi tía, además de dudar, como el vicario, de la pureza de mi prosa, dudaba de la pureza de mis intenciones con relación a lo ajeno.

      Para incomodarla un poco, Dama Úrsula tenía la chifladura de los parentescos, le dije que guardaba mis dudas acerca de que Aviraneta fuera, en realidad, pariente nuestro.

      —¡Pues no había de ser!—exclamó—. Era primo hermano de don Lorenzo de Alzate y de tu bisabuela, que era hermana de don Lorenzo. Ahora se puede decir esto claramente.

      —¿Y antes no? ¿Por qué?

      —Porque Aviraneta tenía una fama malísima; todo el mundo decía que era un ateo, un masón, y muchos aseguraban que era un canalla que había pertenecido a la Policía.

      Esto de hacer sinónimo canalla y policía me pareció una prueba de buen sentido de mi tía Dama Úrsula.

      —¿Y qué hizo, en resumen, ese Aviraneta?—pregunté yo.

      —Debió de hacer muchas trastadas. Por eso me gustaría ver esas Memorias.

      —¿Y por qué no las lees?—dije yo.

      —Es que están escritas con una letra malísima, con abreviaturas, y no puedo entender bien lo que dice.

      —¿Y quieres que yo descifre el manuscrito? ¿Por eso me aconsejas que