Vámonos ya.
—Sí,—dije yo;—vámonos ya.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí,—repetí;—¡por el amor de Dios!—
Mas aguardé en vano respuesta a estas últimas palabras. Me impacienté. Llamé en alta voz:
—¡Fortunato!—
No obtuve contestación. Llamé de nuevo:
Tampoco hubo respuesta. Introduje una antorcha por la abertura que quedaba y la dejé caer dentro. Sólo respondió un repiqueteo de los cascabeles. Mi corazón se oprimió; sin duda la humedad de las catacumbas era la causa. Me apresuré a terminar mi labor. Forcé la última piedra hasta colocarla en posición, luego la aseguré con argamasa. Contra la nueva obra de albañilería elevé la trinchera de huesos. Por más de medio siglo ningún mortal los ha removido jamás. ¡In pace requiescat!
EL ESCARABAJO DE ORO
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