Robert Louis Stevenson

La isla del tesoro


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y dos veces! ¡tenemos que ponernos en franquía!

      —¡Ponte en franquía al infierno, mandria! gritóle Pew. Dirk se ha manifestado desde un principio cobarde y tonto, y Vds., no deben hacerle caso. Esas gentes deben estar por aquí, muy cerca, tenemos la mano sobre ellas, con seguridad. Revolver todo, registrarlo todo... ¿á qué hemos venido, si nó, perros de Satanás? ¡Oh! ¡por vida del diablo!... ¡si tuviera yo mis ojos...!

      Estas exclamaciones parecieron producir algún efecto, pues dos de los de la banda comenzaron á registrar aquí y acullá, entre las duelas y trastos que había por allí afuera, pero con muy poca resolución, según me pareció y siempre teniendo un ojo listo para escapar al peligro que temían, mientras que los restantes estaban aún indecisos y vacilantes en el camino.

      —¡Ah, imbéciles! clamaba el ciego; tienen Vds. las manos puestas sobre millares de millares ¡y se están allí como idiotas, con los brazos cruzados! Todos Vds. pueden hacerse en un momento tan ricos como reyes con solo encontrar eso que muy bien saben que está por aquí, á su alcance, ¡y ninguno quiere hacer su obligación! ¡Mandrias! ¡mandrias! ninguno de Vds. se atrevió á presentarse á Bill, y tuve que resolverme á hacerlo yo... ¡un ciego! ¡Pues bien yo no quiero perder la suerte que me toca, por culpa de Vds.! ¡Qué! ¿voy á seguir siendo toda la vida un pordiosero que se arrastra, chicaneando y trampeando por un miserable vaso de rom, cuando debo y puedo rodar en coches magníficos? ¡Si esas gentes se volvieran ojo de hormiga, todavía deberían Vds. encontrarlas!

      —Cierra tu escotilla, Pew, gruñó uno de ellos, ya hemos pescado los doblones.

      —Es seguro que ellos habrán escondido bien el maldito lío, saltó otro. Pero no perdamos tiempo; toma tú los Jorges,[3] Pew, y no estés allí chillando.

      Chillando era la palabra verdadera, y al oirla la muy mal contenida cólera del ciego hizo explosión, excitada ya por las objeciones precedentes, de tal suerte y tan furiosamente, que su excitación se sobrepuso á todo; así fué que, empuñando su grueso bastón, arremetió con él á sus secuaces, golpeando con rabia á derecha é izquierda, á pesar de su ceguera, y dejándose oir sus tremendos golpes sobre más de alguno de los más próximos á él.

      Estos, á su vez, respondieron vomitando las más horribles injurias y amenazas sobre el perverso ciego, y se lanzaron sobre él á pretender apoderarse del garrote, retorciéndoselo en su poderoso puño.

      Esta riña fué para nosotros la salvación, pues todavía estaban empeñados en ella aquellos hombres, cuando un nuevo ruido se dejó oir hacia la cumbre de la loma, por el lado de la aldea, y era el galope tendido de varios caballos. Casi en el mismo instante un pistoletazo partió del lado del vallado, percibiéndose simultáneamente la luz y el trueno del disparo. Aquello era, evidentemente, la última señal de peligro, porque los filibusteros se pusieron en fuga, en el instante, en una precipitada carrera de “sálvese quien pueda.” Todos corrieron en dirección diferente: el uno rumbo al mar; otro hacia la caleta; otro oblícuamente por la loma y así de los demás, de tal manera que en menos tiempo del que lo cuento, no quedaban ya ni trazas de ellos, excepto el ciego Pew. En cuanto á éste, lo habían abandonado, no sabré decir si por el pánico que de ellos se apoderó, ó en venganza de sus injurias y garrotazos. El hecho es que él estaba allí, detrás de todos, tentaleando sobre el camino con su bastón, loca y desesperadamente, y llamando á gritos á sus camaradas fugitivos. Finalmente tomó la peor dirección para él, rumbo á la aldea, y pasó á muy pocos pasos de mi escondite clamando frenéticamente:

      —Juanillo, Black Dog, Dirk, y otros nombres más.... Vds. no dejarán aquí á su viejo Pew, compañeros... ¡no dejarán á su pobre Pew!

      En aquel instante el ruido de los caballos llegó á la cumbre y cuatro ó cinco ginetes aparecieron sobre la loma, alumbrados claramente por la luna y se precipitaron á galope tendido hacia abajo, por el declive.

      Entonces Pew comprendió su error; trató de volverse prorrumpiendo en una maldición y se dirijió hacia la zanja en la cual rodó. Pero en un segundo ya se había puesto en pie de nueva cuenta é intentó un nuevo escape; pero descarriado ya como estaba, no hizo más que ir á colocarse precisamente bajo el más próximo de los caballos que se acercaban. El ginete trató de salvarlo; pero fué en vano. El mendigo cayó, sin remedio, atropellado por el bruto que lo echó por tierra y estampó sobre él, despedazándolo, sus cuatro herrados y poderosos cascos. Pew dejó oir un solo grito horrible y angustioso que se perdió en el silencio trágico de la noche. Cayó sobre un costado, se volteó luego débilmente con el rostro á tierra y no volvió á moverse nunca.

      Yo me enderecé entonces y saludé cortésmente á los ginetes que ya se disponían á retroceder, horrorizados por el accidente ocurrido. Pronto me dí cuenta de quienes eran ellos. Uno, que venía aún detrás de todos, era el muchacho que había ido de la aldea en busca del Doctor Livesey; los demás eran aduaneros ó guardas fiscales que aquél había encontrado en su camino y con los cuales se había entendido para regresar sin pérdida de tiempo. La noticia de aquella extraña barca de vela cuadrada surta en la Caleta del Gato, había llegado hasta el Inspector Dance que, á consecuencia de ella, había resuelto hacer una excursión aquella noche en dirección de nuestras playas, circunstancia, sin la cual, es seguro que mi madre y yo habríamos perdido la vida.

      En cuanto á Pew, estaba muerto y muy bien muerto. Por lo que hace á mi madre, á quien condujimos á la aldea, algunas lociones de agua fría y algunas sales que le hicimos aspirar le volvieron por completo el conocimiento y aunque no quedó enteramente exhausta de ánimo por sus terrores, sinembargo aún continuaba deplorando el resto del dinero que no quiso tomar. En el interín, el Inspector apresuró su marcha, tanto cuanto pudo, en dirección de la Caleta del Gato; pero sus guardas tenían que desmontar y que ir marchando á tientas por las escabrosidades de la cañada, llevando del diestro á los caballos, algunas veces conteniéndolos y constantemente con el temor de una emboscada, por lo mismo no fué cosa de sorprenderse el que, cuando llegaron al lugar en que sabían que la barca estaba fondeada, ésta se hubiera hecho ya á la mar, si bien estaba aún á cortísima distancia de la playa. Todavía la voz del Inspector pudo llegar hasta los fugitivos, uno de los cuales le gritó que se quitase de la luz de la luna porque podría ir á saludarle un poco de plomo. No acababa de apagarse el eco de esta intimación cuando silbó una bala de mosquete casi rozando el brazo de Dance y acto continuo la embarcación dobló la punta de la caleta y desapareció. El Inspector se quedó allí, según su propia expresión “como pez fuera del agua” y todo lo más que pudo hacer fué enviar un hombre á Brístol para prevenir el arribo posible de la falúa aquella, lo cual era lo mismo que nada, en su opinión.

      —Han salido salvos, añadió, y la cosa ha concluido allí. Solamente me alegro mucho de que hayamos trillado al paso á Maese Pew, que de no ser así ya hubiera recibido, á estas horas, noticias mías.

      Volvíme entonces con él á la posada del “Almirante Benbow” y no podría nadie imaginarse qué cuadro de trastorno y destrozo encontré en nuestra casa. El reloj, con su gran caja de madera, había sido arrojado al suelo por aquellos bárbaros en su desesperada cacería emprendida para buscarnos á mi madre y á mí, y aun cuando es cierto que nada se habían llevado á excepción del talego de dinero del Capitán y algunas monedas de plata de nuestra gaveta, pude hacerme cargo, desde la primera ojeada que dí, de que estábamos arruinados. El Inspector Dance no podía hacer nada en aquel caos.

      —Bueno, Jim, díjome; tú afirmas que ellos han cogido el dinero, ¿no es así? entonces ¿qué fortuna era la que buscaban aquí? ¿más dinero tal vez?

      —No señor, no creo que fuese dinero, le contesté, lo cierto es que yo creo tener aquí, en la bolsa de pecho de mi jubón lo que ellos buscaban y quisiera, de buen grado, depositarlo desde luego en un lugar seguro.

      —¿Para ponerlo á salvo, muchacho? me parece muy bueno, dijo. Yo me lo llevaré si tú quieres.

      —Yo pensaba, tal vez, que el Doctor Livesey... comencé yo.

      —¡Excelente! ¡magnífico! me interrumpió él en muy plausible tono; tu idea es immejorable; él es todo un caballero y todo