que se acaban de despilfarrar medio sueldo sólo porque a los taxis que llevan hasta el aeropuerto decidieron cobrar más que el promedio y ancianos con problemas de movilidad que saben que tienen por delante horas y horas de incomodidad y esperas para llegar a una playita.
¿Cómo funciona? ¿Por qué una actividad tan orientada al público masoquista, como la de los viajes, tiene tantos adeptos?
No faltan las argumentaciones positivas, por supuesto:
Se conocen países, lugares, culturas, formas de vivir.
Se conciben amistades con personas afines que habitan en la otra punta del mundo.
Se aprenden idiomas, costumbres, historias.
Se saborean opciones gastronómicas nuevas, alternativas, diferentes.
Se acumulan recuerdos, aromas, romances, anécdotas, fotografías.
Y las dos más neoliberales:
Se juntan millas para seguir sufriendo en viajes sucesivos.
Se compran productos en el free-shop.
Aquí, entonces, se cuela el análisis basal que da origen a este libro (leer lo que está entre signos de interrogación a los gritos, por favor): ¿Eso es todo? ¿Y vale la pena? ¿Gastamos una fortuna en pasajes y alojamientos para ver unos cachivaches rotos de hace miles de años cuya autenticidad somos incapaces de develar? ¿Soportamos que nos cacheen en un aeropuerto como si fuésemos los hijos biológicos de Osama Bin Laden y hubiésemos heredado sus peores conductas para hacernos amigos de un tipo al que ni siquiera le entendemos del todo bien cuando nos habla? ¿Toleramos demoras eternas de los medios de transporte para ver un tipo con taparrabos que tranquilamente podemos visualizar a través de YouTube desde nuestro living? ¿Pasamos horas en el aire en un aparato idéntico al que se cayó en Lost para ir un rato a una playa, juntar tres caracoles, comprar una remera con la inscripción “Aruba” y volver a volar esa misma cantidad de horas? Inconcebible. Pero real.
Es hora de hacer una aclaración: amo viajar. Por mi profesión, paso una buena parte del año en aviones, automóviles en ruta, autobuses, barcos y otros medios de transporte. Y soy parte de ese hechizo maléfico. En Buenos Aires, donde vivo, tomo un café de la mejor calidad y a los pocos minutos mi esófago estalla cual Vesubio de bilis. En el avión, bebo ese brebaje que bien podría ser agua de alcantarilla y mi aparato digestivo lo recibe como si fuese arroz integral. En Buenos Aires paso más de tres minutos en un embotellamiento de tránsito y los ojos me salen disparados de las órbitas. En la sala de espera de la terminal de ómnibus avisan por el altoparlante que el que me corresponde saldrá con ocho horas de demora, si es que sale, y sólo atino a estirar las piernas y revisar en mi mochila cuál será mi siguiente lectura. En Buenos Aires un señor me pide permiso para toquetearme la entrepierna y corro a avisarle al primer policía disponible (siempre y cuando no haya sido el policía el del convite). En un aeropuerto, un señor de seguridad me pide permiso para toquetearme la entrepierna y separo mis extremidades, generoso.
¿Por qué? Por las mismas razones esgrimidas unos cuantos párrafos más arriba. Porque hoy puedo presumir de haber estado en la MacWorld de Nueva York ese día de 1999 en que Steve Jobs hizo saltar desde un andamio al vicepresidente de su compañía, Apple, para mostrarle al público que la computadora que éste portaba seguiría conectada a internet, aún en el aire y sin estar enchufada a nada. O puedo sentirme orgulloso de haber estado en Ámsterdam para una cobertura freelance de la coronación de Máxima. O puedo comparar, con otros viajeros continuos, si es cierto que es más barato comer en París que en determinadas ciudades latinoamericanas o si es un mito que el aeropuerto de Piura es más precario que el de Puerto Príncipe. Hasta estoy habilitado para ser jactancioso de mis lamentos y contar que cuando falleció Juan Pablo II yo estaba muy cerca de allí, en Estambul, pero que no pude trasladarme para hacer una cobertura periodística porque no había pasajes ni presupuesto disponible.
Una de las tragedias del periodista en viaje es que casi siempre viaja de invitado. Es decir, no abona su pasaje, ni su hotel, ni sus comidas. Alguien lo hace por él. Esto, que parece una de las mejores cosas que a uno puede pasarle en la vida tiene, como todo, su lado B.
Porque se abren dos vertientes: los viajes que son pagados por el medio para el cual el periodista trabaja y los viajes que corren por cuenta de empresas privadas o entidades gubernamentales.
En el primero de los casos, casi siempre reservados a eventos de amplia necesidad de difusión internacional (la muerte de un Papa, la asunción de un presidente, una guerra), el periodista puede volcar todo su enojo y sus disconformidades en los artículos que va escribiendo. Semejante nivel de libertad se ve condicionado porque el medio suele ser amarrete y el periodista termina alojado en sucuchos insostenibles o viajando miles de horas para que la administración de su diario o su revista pueda ahorrarse 30 dólares del billete aéreo.
En el segundo, en el que se incluyen eventos de tecnología, presentación de hoteles, lanzamiento de destinos, incremento en la oferta de vuelos, catas y degustaciones, conferencias y cursos varios, principalmente superfluos, el periodista disfrutará, en cambio, de los mejores hoteles y, con un poco de suerte, de pasajes en primera. La contraprestación maléfica es que estará sumido en una suerte de condena por la cual sólo podrá ver las cosas positivas que hay a su alrededor y, a la hora de poner manos a la obra con sus artículos, volcar principalmente esa mirada rosa de la vida. No hay de por medio sobornos (siempre y cuando no consideremos cohecho toda esa plata invertida en la invitación propiamente dicha) ni amenazas. Simplemente, un acto de autocensura por el cual el profesional de la palabra siente que podría llegar a deberle algo a esa organización que tantas molestias se tomó por él.
Como estoy claramente ubicado en el segundo grupo, llevo una veintena de años sufriendo ineficiencias e inutilidades y acumulando acidez, que no suelo volcar en artículos de viajes, por las dudosas razones esgrimidas apenas unos renglones arriba. Este libro, entonces, podría definirse como una recopilación de anécdotas de viaje, personal y en primera persona, que, por la universalidad de los temas que trata, puede verse como un shock catártico de su autor, pero también como un manual de supervivencia para viajeros o, simplemente, como una guía para comprender qué tan masoquistas somos cada vez que decidimos pagarnos un pasaje para pasarla bien. Dicho de otra manera, en estas páginas nadie va a encontrar consejos para aprovechar mejor una estadía en Nueva York, tips para recorrer los lugares secretos de París ni secretos para descubrir las bodegas más exclusivas de la provincia argentina de Mendoza. Simplemente, hay información para saber a qué se atiene uno cuando se aleja de su casa.
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