espécimen muy interesante de esta primera etapa, “La integración secreta” se publicó por primera vez en The Saturday Evening Post hace más de cuarenta años (un año después de la aparición de V.) y coloca a esa pandilla de bromistas escolares en un escenario rico en posibilidades para la imaginación infantil: la ciudad vieja con urbanizaciones nuevas, la extensa finca con una mansión abandonada, el paisaje natural abierto a la exploración, el centro que incluye un hotel de mala muerte. En una escena descripta con maestría, los chicos bajan en bicicleta por una larga colina a primera hora de la tarde, camino al hotel, “dejando atrás los deberes, dos páginas de ejercicios de aritmética y un capítulo del libro de ciencias”, así como “una película de cuarta, una de esas comedias románticas” que dan en la tele. Como en la ciudad los televisores sintonizan un solo canal, mientras van a la carrera los chicos pueden seguir el progreso de la película de casa en casa, a través de puertas y ventanas “todavía abiertas para recibir el primer frescor de la oscuridad”, a medida que avanza.
En su introducción a Un lento aprendizaje, Pynchon menciona con cierta timidez que este relato le gusta más de lo que le disgusta. De hecho, tanto gusta que hasta nos causa envidia la complicidad entre la banda de chicos y los campos, arroyos, esquinas y callejones donde juegan. La colaboración y distribución de tareas es encantadora: desarrollan un arsenal para sabotear el ferrocarril, reclutan a los estudiantes descontentos del primer curso para destruir la letrina de varones, se infiltran en las reuniones de la Asociación de Padres y Maestros. La complejidad de sus intrigas es impresionante, al igual que algunos de sus logros, y resulta particularmente ocurrente cómo cobra vida el personaje central, Grover, el adolescente prodigio, con su enorme vocabulario, su caudal de información y sus desplantes humorísticos.
Las bromas pesadas que maquinan podrían ser devastadoras para la comunidad; sin embargo, como Pynchon nos deja saber, los chicos nunca darían “un paso claro ni irreversible” porque “todos los que estaban en la junta escolar, el ferrocarril, la Asociación de Padres y Maestros y la fábrica de papel debían ser la madre o el padre de alguien, ya fuera realmente o como miembros de una categoría; y había un momento en que recurrían mecánicamente a ellos, en busca de calidez, protección, remedios contra las pesadillas o por un golpe en la cabeza o por soledad, y cuando ese reflejo ganaba, volvía imposible cualquier ira en su contra que valiera la pena”. Hay una humanidad lírica y serena en este relato, una dulzura casi desprovista de remordimiento, acogedora e inclusiva, muy alejada del pesimismo complejo y denso, de la fanfarronería de las novelas posteriores, en las que tal vez sea más difícil para los personajes volver a casa y encontrar consuelo al final del día.
2005
LA COSA ES LA HISTORIA:
EL MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA DE LUCIA BERLIN
Los cuentos de Lucia Berlin son eléctricos: crepitan y chisporrotean como dos cables pelados que entran en contacto. Y en respuesta, la mente del lector, cautivada, embelesada, cobra vida y se dispara la sinapsis. Así nos gusta estar cuando leemos, en pleno uso del cerebro, sintiendo latir el corazón.
En parte, la vitalidad de la prosa de Lucia se debe al ritmo: a veces fluido y sereno, equilibrado, de paso lento y relajado, pero otras veces concentrado, telegráfico, rápido. En parte, se debe a los nombres particulares que elige: Piggly Wiggly (un supermercado), Maravilla de Frijoles con Salchichas (una extraña creación culinaria), pantimedias Big Mama (una manera de hablarnos de las dimensiones de la narradora). Se debe al diálogo. ¿Qué son esos improperios? “Por los clavos de Cristo”, “¡Que me parta un rayo!”. A la caracterización: la jefa de operadoras de la centralita dice que sabe cuándo está por terminar la jornada laboral por el comportamiento de Thelma: “Se te desacomoda la peluca y empiezas a decir groserías”.
Y luego está el uso de la lengua, palabra por palabra. Lucia Berlin siempre está escuchando, oyendo. Su sensibilidad a los sonidos de la lengua siempre está presente y, gracias a ella, saboreamos el ritmo de las sílabas, o la perfecta coincidencia entre sonido y significado. Otra operadora, una enojada, se mueve “dando puros porrazos y cachetazos a sus cosas”. En otro cuento, Berlin evoca los graznidos de los “cuervos caóticos, roncos”. En una carta que me escribió desde Colorado en 2000, la lengua es igual de vital: “Ramas cargadas de nieve se quiebran y crujen sobre mi tejado, y el viento sacude las paredes. De todas formas, acogedor, como estar en un barco bien fuerte, una gabarra o un remolcador”. (Atención a esas aliteraciones y a esas rimas).
Sus historias también están llenas de sorpresas: frases inesperadas, revelaciones, peripecias y sentido del humor, como en “Hasta la vista”, donde la narradora, que vive en México y habla ante todo en español, comenta un poco triste: “Por supuesto que aquí también soy yo misma, y tengo una nueva familia, nuevos gatos, nuevas bromas… pero sigo tratando de recordar quién era en inglés”.
En “Panteón de Dolores”, la narradora lidia de niña con una madre difícil, algo que sucederá en varios cuentos más:
Una noche, después de que se marchara Byron, mi madre entró al cuarto donde dormíamos las dos. Siguió bebiendo y llorando y garabateando, literalmente garabateando, en su diario.
–Eh, ¿estás bien? –le pregunté al fin, y me dio una bofetada.
En “Querida Conchi”, la narradora es una estudiante universitaria irónica e inteligente:
Mi compañera de habitación, Ella […]. Ojalá nos lleváramos mejor. Su madre le manda compresas por correo desde Oklahoma todos los meses. Estudia arte dramático. Por favor, ¿cómo va a interpretar a Lady Macbeth si hace aspavientos por un poco de sangre?
Otras veces, la sorpresa adopta la forma del símil, y en sus relatos hay muchos símiles.
En “Manual para mujeres de la limpieza”, escribe: “Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue”.
Y salta enseguida a otra comparación, aún más sorprendente: “Él era como el vertedero de Berkeley”.
Y es igual de lírica al describir un vertedero (ya sea en Berkeley o en Chile) que al describir una pradera de flores silvestres:
Ojalá hubiera un autobús al vertedero. Íbamos allí cuando añorábamos Nuevo México. Es un lugar inhóspito y ventoso, y las gaviotas planean como los chotacabras del desierto al anochecer. Allá donde mires, se ve el cielo. Los camiones de basura retumban por las carreteras entre vaharadas de polvo. Dinosaurios grises.
Para anclar los cuentos en un mundo real y material siempre se recurre a una imaginería que también es concreta y material: “retumban” los camiones, hay “vaharadas” de polvo. A veces las imágenes son bellas, pero otras veces no son bellas sino intensamente palpables: experimentamos cada uno de los relatos no solo con el intelecto y el corazón, sino también a través de los sentidos. Está la profesora de Historia de “Buenos y malos”, su olor a sudor, a ropa con humedad. O, en otro cuento, “el asfalto se hundía bajo mis pies […] olor a polvo y salvia”. Las grullas alzan vuelo “con el rumor de una baraja de naipes”. Está el “polvo de caliche y adelfas”. Y los “girasoles silvestres y malvas” en otra de las historias; y cientos de álamos plantados años atrás, en épocas mejores, crecen fuertes en un barrio bajo. Lucia se la pasaba observando, aunque fuera no más desde una ventana (cuando ya le resultaba difícil moverse): en esa misma carta que me envió desde Boulder, las urracas “caen en picada como bombas” sobre la pulpa de la manzana, “destellos fugaces de turquesa y negro contra la nieve”.
Puede que una descripción sea romántica al comienzo (“la parroquia de Veracruz, palmeras, farolillos a la luz de la luna”), pero el romanticismo se ve interrumpido, como en la vida real, por el detalle realista flaubertiano, que Lucia contempla con gran agudeza: “perros y gatos entre los zapatos relucientes de la gente que baila”. Resulta mucho más evidente que una escritora acepta el mundo tal y como es cuando junto a lo extraordinario ve lo cotidiano, junto a lo bello, lo vulgar y lo feo.
Lucia (o, más bien, una de sus narradoras) explica que