La niña escribió un cuento. “Pero sería mucho mejor que escribieras una novela”, dijo la madre. La niña construyó una casa de muñecas. “Pero sería mucho mejor que fuera una casa de verdad”, dijo la madre. La niña fabricó un almohadón para su padre. “Pero ¿no habría sido más útil un edredón?”, preguntó la madre. La niña hizo una pequeña zanja en el jardín. “Pero sería mucho mejor que hicieras una zanja enorme”, dijo la madre. La niña cavó una zanja enorme y se acostó a dormir adentro. “Pero sería mucho mejor que durmieras para siempre”, dijo la madre.
Algunos de los textos quedaron sin terminar, torpes. Algunos llegaron a tener una página o dos, o más. Estos microrrelatos, tomados en su conjunto, tenían un tono diferente a los anteriores: más audaces, más seguros y más aventureros; se me hizo más placentero escribirlos y salieron más fácil. Mientras que hasta ese momento por lo general sentía que la escritura era una tarea agotadora, de pronto comencé a disfrutarla.
Uno de los relatos más largos de esa época es “El señor Knockly”, que comenzaba así: “Anoche mi tía murió en un incendio”. Recién mucho después me di cuenta de que un cuento de Edgar Allan Poe, “El hombre de la multitud”, seguramente había influido en el mío: en ambos, la trama principal desarrolla la obsesiva persecución del narrador a un hombre por las calles de una ciudad. Y con el tiempo observé que ciertas formas, incluso los poemas y canciones tradicionales, se nos quedan grabadas cuando las escuchamos o leemos y que la obra de madurez a veces regresa a esas matrices preestablecidas.
No me dediqué a leer todos los libros de Russell Edson después. Me bastó con uno (como, a menudo, basta con escribir una sola página) para cambiar de camino. Ya no sentía que tenía que escribir de acuerdo con las formas tradicionales bien establecidas. Aunque nunca abandoné el cuento tradicional y lo retomé de vez en cuando, me fui apartando para experimentar otras formas. En algunas ocasiones, las formas se me aparecían y, en otras, se inspiraban de lleno en un texto ajeno.
Por ejemplo, más o menos doce años después de leer por primera vez a Russell Edson, me puse a leer un poema del poeta estadounidense Bob Perelman mientras viajaba en un tren que recorría la costa de California. Me quedé sorprendida: ¡incluía reglas gramaticales en el poema! ¿Estaba permitido hacer algo así?
Así comienza ese poema, “Seduced by Analogy”, incluido en el libro To the Reader:
Con poder, querer y decidir, use infinitivos.
No quiero morir. Con parecer,
ser y estar, use participios o adjetivos.
Parecer vivo, igualmente, siempre está mal.
Los trenes, o cualquier medio de transporte público para el caso, suelen ser un buen lugar para pensar y escribir. Después de leer ese poema, me di cuenta de que se podía enseñar francés en un cuento. Se podía escribir la historia en inglés, pero incorporando palabras en francés y reflexiones sobre la lengua. Y empecé a escribir “Primera lección de francés: Le Meurtre” allí mismo, en el tren, sin más plan que ese:
Vean las vaches que suben la colina a paso lento, cabeza contra grupa, cabeza contra grupa. Aprendan lo que es una vache. Las vaches se ordeñan por la mañana y se vuelven a ordeñar por la tarde, mientras se les tira de la cola llena de estiércol y tienen la cabeza apoyada en una valla. Al aprender un idioma extranjero, empiecen siempre por los nombres de los animales de granja. Recuerden que un animal es un animal, pero cuando hay más de uno son animaux y terminan en a u x. No pronuncien la x. Estos animaux viven en una ferme.
Y la lección continúa e incluye un breve glosario al final.
Es decir que un buen poema casi siempre ofrece algo sorprendente sobre la lengua y el pensamiento, por más que no se alcance a comprender por completo.
El contemporáneo estadounidense Charles Bernstein es otro poeta interesante y uno de los primeros, así llamados, Poetas del Lenguaje. Bernstein es de los que se aventuran en todo tipo de nuevos territorios formales: ha llegado a escribir el libreto de una ópera basada en la obra y la vida del crítico Walter Benjamin.
Uno de sus poemas organizados en secciones, “Safe Methods of Business”, incluye una carta de queja por una multa de estacionamiento. Un fragmento dice:
La citación me acusa de estacionar sobre la senda peatonal en la
esquina noreste de la calle 82 y Broadway en la noche del
17 de agosto de 1984. El espacio en cuestión está
al este de la senda peatonal de la calle 82 como lo indican
las líneas amarillas pintadas al otro lado de la calle. Este espacio
ha sido un espacio de estacionamiento legal durante los más de diez años
que he vivido en la cuadra. Siempre se estacionan autos en ese espacio,
hasta el día de hoy (sin multa en muchos casos
de acuerdo con lo que observé ayer y hoy). Al parecer, actualmente se están pintando
de blanco nuevas sendas peatonales en las calles 82 y
83. Al momento, el proceso no está terminado.
Cuando las nuevas sendas estén listas, quizás eliminen
varios espacios. Sin embargo, por lo que vi cuando me hicieron
la multa, no pisaba las líneas amarillas
así que estaba claramente en mi derecho a estacionar en el espacio.
Leo el poema de Charles Bernstein como un poema, de facto, en parte porque tiene saltos de línea, en parte porque es una sección (completa, tiene veintiséis versos) de un poema largo que se parece más a un poema, y en parte porque está incluido en un poemario y rodeado de otros poemas. No obstante, ¿cómo funciona como poema? Ciertamente, no sigue las mismas reglas que el poema de Bob Perelman ya citado. Sirve para demostrar que hay otros factores, aparte del estilo, la forma y el lenguaje, en particular el contexto de lectura, que pueden determinar cómo recibimos un poema… y eso, por sí solo, puede abrir nuevas posibilidades para un escritor.
Creo que esta forma atípica de “poema” se alojó en algún lugar de mi cerebro, porque años después descubrí que la carta de queja era productiva para las historias y escribí “Carta a una funeraria” para objetar el uso de la palabra cremanencias. En un principio, la carta era real y sincera, y luego se dejó llevar por su propio lenguaje, se volvió demasiado literaria y ya no podía mandarla.
Cuando la terminé, me di cuenta de que me quería quejar de otro montón de cosas y escribí tres más: “Carta al gerente de hotel”, donde señalaba que la palabra “scrod”, nombre de ese famoso pescado de Boston, estaba mal escrita en el menú del restaurante; “Carta a una fábrica de caramelos de menta”, una queja porque las costosas mentas que acababa de comprar solo traían dos tercios de la cantidad prometida en la lata; y “Carta a un vendedor de arvejas congeladas”, donde me quejaba por la imagen que ilustraba el paquete.
Ciertas influencias se revelan mucho más adelante, aunque algunas con bastante conciencia. Una vez, hace varios años, estaba leyendo Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace. Me costaba leerlo, porque los hombres son repulsivos de verdad. Pero la forma que emplea es poderosa: en cada entrevista, se ofrecen las respuestas, pero las preguntas quedan en blanco. No terminé el libro, pero no olvidé la forma. Y al cabo de un tiempo, cuando tuve la interesante experiencia de que me convocaran como jurado y me dieron ganas de escribir al respecto, sentí que era la forma perfecta. Extraje el contenido del cuento, que se llamó “Selección del jurado”, casi por completo de mi experiencia personal, pero se transformó en ficción gracias a la ilusión del interrogador o examinador.
He aquí el comienzo:
P.
R. Miembro del jurado.
P.